Edulfamit
Molina Diaz no murió en 1998 cuando un sicario le disparó a
quemarropa. Él vive en la memoria de una ciudad que sigue dándole
las gracias por su música.
Por Lucy Lorena
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Cuentan que antes, mucho antes de esa tarde
del 4 de junio de 1998, Edulfamit Molina Díaz había muerto ya
varias veces. Murió cuando un corto circuito redujo a cenizas su
casa del barrio La Rivera. Murió cuando una trombosis paralizó la
mitad de su cuerpo, le silenció la voz y dejó a merced de un bastón
los pasos que siempre le aplaudieron en tarima. Murió cuando
asesinaron a John Jairo. Y cuando un accidente acabó con Marlon.
Eran sus hijos mayores y ambas noticias lo sorprendieron al otro lado
del mundo, en Nueva York y en París, dejándolo para siempre con la
amargura de afrontar dos duelos en la distancia.
Así que cuando el joven sicario descargó su
revólver contra él, aquel jueves de 1998 en el antejardín de su
casa, sobre las cuatro de la tarde, el hijo de doña Laura y don
Emiro ya conocía de sobra la desgracia. Sólo que quien moría esta
vez no era Edulfamit. Era Piper Pimienta. ‘El showman de la salsa’,
el flaco de voz metálica que sacudió los escenarios con la
sabrosura de su baile y esa forma tan suya de jugar como niño con el
cable del micrófono.
He ahí la diferencia, o tal vez la ironía: las balas no acabaron con el hombre, permitieron que naciera el mito.
Alba Inés Astudillo, una negraza de risa encendida y pasos leves, no piensa lo mismo. Sigue ganándose la vida como en los días en que se enamoró de Piper: como maestra. Y la historia de los dos, claro, está escrita con música. Se conocieron en un baile a comienzos de los 70 en el barrio Villacolombia; los presentó Alirio, el hermano mayor del cantante. Alba era atleta de alto rendimiento y Edulfamit ya no era Edulfamit y cantaba en ‘La sonora juventud’, una agrupación de Buenaventura.
El flaco de sombrero de ala ancha y frases perfumadas le prometió una casa y muchos hijos. Ella le creyó y él cumplió: se casaron en mayo del 75, él la llevó a vivir al barrio Bretaña y le dejó en las entrañas a Laura Katherine, a Edulfamit Junior y a Carolina, sus hijos, hoy de 30, 25 y 24 años. Nunca dejó de enamorarla con canciones —recuerda ella— y cada 5 de diciembre, fecha de su cumpleaños, no faltaban en casa de los Molina Astudillo serenatas con esos boleros que astillan corazones que Piper mismo amenizaba con su guitarra.
“Piper Pimienta no ha muerto”, le escucho decir ahora, a salvo de la amargura de la muerte y los tormentos de la memoria, sentada en una sala luminosa de la Escuela Nacional del Deporte, donde trabaja como docente desde hace 15 años. “No ha muerto —aclara a continuación— porque sigue viva su música, porque si tú le preguntas a un viejo o a un joven quién es Piper Pimienta, te lo responderán enseguida. Porque si estás en una fiesta y suena ‘Las caleñas son como las flores’ podrás contar con los dedos de la mano a quienes se quedan sentados. ¿No es eso acaso estar vivo?”.
El propio Piper parece darle razones. Hace un par de años, en un viaje a Francia, Alba caminaba con una sobrina por los Campos Eliseos cuando sintió deseos de entrar a un bar de música latina. No había terminado de poner sus pies sobre el local cuando alcanzó a reconocer la voz del hombre que fue suyo durante 20 años: “Buscando vivo a mi prenda amada, estoy intranquilo, no sé qué hacer, ayer la vieron en la quebrada, me fui solito y no la encontré”...
Alba se rindió a las lágrimas. Había salido de Cali huyendo del tedio de despertar cada día con el sol indeseable de la mañana sin él, y allá, al otro lado del mundo, la esperaba de nuevo Piper como suplicándole que no lo olvidara.
Y si hay muchas formas de morir, deben también existir muchas más de estar vivo. Eso pienso mientras observo las flores de colores que alumbran la última morada de Piper. Sus restos descansan en un osario familiar demarcado con el número 402 en el Cementerio Metropolitano del Norte. Las flores no son de Alba ni de sus hijos. Ella misma pudo comprobar que, incluso 13 años después de la muerte de su esposo, el lugar sigue siendo una estación de peregrinaje obligada para quienes desandan los pasos del hombre que hizo inmortal el grito gozón de que ‘Cali es Cali y lo demás es loma’.
Hace poco, justo el pasado 4 de junio, al cumplirse un aniversario más de su muerte, Alba se sorprendió de hallar en ese sepulcro una placa de mármol firmada por un nombre extraño. Sólo después, de labios del sepulturero, vino a enterarse de que había sido dejada por unos italianos que, de visita en la ciudad, aprovecharon para enviarle a Piper hasta el más allá las gracias por su música y por haber llegado con ella hasta Europa.
De esa devoción vigente por el cantante caleño puede dar fe también Héctor Gasca, el vecino de La Rivera que me enseñó la ubicación de la casa en la que fue baleado Edulfamit aquella tarde de junio: Calle 70 No. 1F-39. Asegura que no ha cambiado mucho desde que el músico murió y que aún en las fiestas decembrinas, cuando los parlantes de las casas dejan escapar las melodías de ‘Buscándote’ o ‘A la memoria del muerto’, dos de los himnos salseros del ‘Showman’, no son pocos los que recuerdan al viejo Piper desafiando la fragilidad de su cuerpo grácil, de 1,89 de estatura y 62 kilos, en sus trotes de madrugada por las calles del barrio.
Será esa, intuyo, la misma devoción que hace que Alba Inés hable del cantante siempre en presente. Piper está, Piper canta, a Piper le gusta, Piper come... Y que nunca deje de comprar las margaritas amarillas que a él siempre le gustaba ver en la sala de la casa. “Insisto, para mí no ha muerto. Morirá, creo yo, el día en que deje de escuchar sus canciones”.
He ahí la diferencia, o tal vez la ironía: las balas no acabaron con el hombre, permitieron que naciera el mito.
Alba Inés Astudillo, una negraza de risa encendida y pasos leves, no piensa lo mismo. Sigue ganándose la vida como en los días en que se enamoró de Piper: como maestra. Y la historia de los dos, claro, está escrita con música. Se conocieron en un baile a comienzos de los 70 en el barrio Villacolombia; los presentó Alirio, el hermano mayor del cantante. Alba era atleta de alto rendimiento y Edulfamit ya no era Edulfamit y cantaba en ‘La sonora juventud’, una agrupación de Buenaventura.
El flaco de sombrero de ala ancha y frases perfumadas le prometió una casa y muchos hijos. Ella le creyó y él cumplió: se casaron en mayo del 75, él la llevó a vivir al barrio Bretaña y le dejó en las entrañas a Laura Katherine, a Edulfamit Junior y a Carolina, sus hijos, hoy de 30, 25 y 24 años. Nunca dejó de enamorarla con canciones —recuerda ella— y cada 5 de diciembre, fecha de su cumpleaños, no faltaban en casa de los Molina Astudillo serenatas con esos boleros que astillan corazones que Piper mismo amenizaba con su guitarra.
“Piper Pimienta no ha muerto”, le escucho decir ahora, a salvo de la amargura de la muerte y los tormentos de la memoria, sentada en una sala luminosa de la Escuela Nacional del Deporte, donde trabaja como docente desde hace 15 años. “No ha muerto —aclara a continuación— porque sigue viva su música, porque si tú le preguntas a un viejo o a un joven quién es Piper Pimienta, te lo responderán enseguida. Porque si estás en una fiesta y suena ‘Las caleñas son como las flores’ podrás contar con los dedos de la mano a quienes se quedan sentados. ¿No es eso acaso estar vivo?”.
El propio Piper parece darle razones. Hace un par de años, en un viaje a Francia, Alba caminaba con una sobrina por los Campos Eliseos cuando sintió deseos de entrar a un bar de música latina. No había terminado de poner sus pies sobre el local cuando alcanzó a reconocer la voz del hombre que fue suyo durante 20 años: “Buscando vivo a mi prenda amada, estoy intranquilo, no sé qué hacer, ayer la vieron en la quebrada, me fui solito y no la encontré”...
Alba se rindió a las lágrimas. Había salido de Cali huyendo del tedio de despertar cada día con el sol indeseable de la mañana sin él, y allá, al otro lado del mundo, la esperaba de nuevo Piper como suplicándole que no lo olvidara.
Y si hay muchas formas de morir, deben también existir muchas más de estar vivo. Eso pienso mientras observo las flores de colores que alumbran la última morada de Piper. Sus restos descansan en un osario familiar demarcado con el número 402 en el Cementerio Metropolitano del Norte. Las flores no son de Alba ni de sus hijos. Ella misma pudo comprobar que, incluso 13 años después de la muerte de su esposo, el lugar sigue siendo una estación de peregrinaje obligada para quienes desandan los pasos del hombre que hizo inmortal el grito gozón de que ‘Cali es Cali y lo demás es loma’.
Hace poco, justo el pasado 4 de junio, al cumplirse un aniversario más de su muerte, Alba se sorprendió de hallar en ese sepulcro una placa de mármol firmada por un nombre extraño. Sólo después, de labios del sepulturero, vino a enterarse de que había sido dejada por unos italianos que, de visita en la ciudad, aprovecharon para enviarle a Piper hasta el más allá las gracias por su música y por haber llegado con ella hasta Europa.
De esa devoción vigente por el cantante caleño puede dar fe también Héctor Gasca, el vecino de La Rivera que me enseñó la ubicación de la casa en la que fue baleado Edulfamit aquella tarde de junio: Calle 70 No. 1F-39. Asegura que no ha cambiado mucho desde que el músico murió y que aún en las fiestas decembrinas, cuando los parlantes de las casas dejan escapar las melodías de ‘Buscándote’ o ‘A la memoria del muerto’, dos de los himnos salseros del ‘Showman’, no son pocos los que recuerdan al viejo Piper desafiando la fragilidad de su cuerpo grácil, de 1,89 de estatura y 62 kilos, en sus trotes de madrugada por las calles del barrio.
Será esa, intuyo, la misma devoción que hace que Alba Inés hable del cantante siempre en presente. Piper está, Piper canta, a Piper le gusta, Piper come... Y que nunca deje de comprar las margaritas amarillas que a él siempre le gustaba ver en la sala de la casa. “Insisto, para mí no ha muerto. Morirá, creo yo, el día en que deje de escuchar sus canciones”.
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Comienzos de los años 70. Mientras el Joe Quijano
se quejaba de que “hay una confusión en el barrio...”; mientras
los discos de 33 revoluciones podían girarse en 45 para que Richie
Ray y Bobby Cruz hicieran danzar más rápido a Amparo Arrebato;
mientras la Billo’s Caracas Boys cantaba en la Caseta Panamericana
“esta es mi Cali, mi bella”... Todo eso sacudía las entrañas de
esta sultana pachanguera que un día tuvo que preguntarse quién era
Piper Pimienta.
No era caleño en todo caso. Había nacido entre campesinos en La Paila, corregimiento de Puerto Tejada, el 4 de agosto de 1939. Y vino a dar a esta ciudad, con apenas 3 años, porque seguro así estaba escrito en alguna parte: Piper tenía que llegar al barrio Obrero, a la Carrera 10 y a sus bares de luz escasa, en los que Bienvenido Granda y Daniel Santos entonaban sus guarachas para la Sonora Matancera. Y en los que la voz nasal de Rolando Laserie les enseñaba a los muchachos qué era eso del “pucho de la vida aferrado entre los labios”.
Ese fue el estilo que abrevó Edulfamit para sí. El que se llevó para el VII Contingente del Batallón Junín de Popayán, donde se daba sus mañas para cantar en los descansos y hacer sonar melodías con cucharas y tarros. Un día no lo aguantaron más y le lanzaron la sentencia: “Aquí no se puede cantar, señor, se va para los talleres”. Y cantando en ellos aprendió de pintura y ebanistería.
Ni el Ejército lo aguantó ni él anheló quedarse para empuñar el fusil. “Primero son los sueños y la madre”, se le escuchó decir, y hasta su casa del barrio Obrero regresó para ver morir a la vieja Laura sólo un mes después.
Ni siquiera una amigdalitis consiguió torcerle el destino. Trabajaba en una mueblería cuando la enfermedad lo sorprendió. “La brocha o el canto”, le dijo entonces el médico. Edulfamit soltó la primera y se aferró al segundo para siempre.
Lo suyo era un amor sanguíneo por la música. Y eso les quedó claro a los jurados de la competencia vocal de ‘Los cien barrios caleños’, que se celebraba en el radioteatro de Todelar en 1961. Piper ganaba siempre y lo tuvieron que declarar fuera de concurso.
Sería la primera vez que dejaba de llamarse Edulfamit para convertirse en Piper Pimienta Díaz. Un nombre con su dosis de pleonasmo, explica Medardo Arias —periodista, escritor y conocedor exquisito de los ritmos antillanos y la salsa.
Lino, uno de sus tíos, asimiló la figura alta y algo desgarbada del sobrino Edulfamit con la de un fruto de pimienta (en inglés Pepper), por lo que acabó llamándole Piper. “Así que no era necesario lo de Pimienta”, dice Medardo. Hasta el propio cantante se excusaba con una explicación casi infantil: “lo de pimienta es por la picardía que tengo al bailar”.
Cierto o no, la verdad es que huyeron los años y su voz comenzó a rodar. Su debut, cuenta su hermano Alirio, fue en Cali en el centro nocturno Las Tortugas. Cantó también en ‘El aguacate’, memorable templo de la rumba popular del barrio Meléndez; hizo lo propio ante la Sonora La Playa, agrupación del barrio Alameda; cantó en el barrio La Pilota, una zona de tolerancia en Buenaventura y ayudó a que se escucharan afinadas las canciones de ‘La sonora juventud’. Incluso ensayó con sus propios sonidos: creó ‘El combo caleño’ y ‘El Combo Swing’, dos proyectos tan efímeros como desconocidos.
Bien hubiera podido seguir en las mismas si Discos Fuentes no le hace el guiño, en Medellín, y le permite grabar con Los Supremos, antes llamado El Combo Monterrey, grupo nacido en el Puerto. Tras diez años de trasegar por varias agrupaciones, en 1971 graba su primer álbum: ‘Atiza y ataja’ y meses más tarde conoce a Julio Ernesto Estrada, Fruko, con quien Piper escribiría uno de los capítulos más brillantes de la música de este país.
La muerte reciente del Joe Arroyo ayudó a exhumar los recuerdos de esa Colombia setentera que bebió de la salsa neoyorquina y puertorriqueña para hallar su propia voz. Piper, junto al Joe y Wilson Saoko, hizo parte de un experimento que funcionó. Los dos últimos en Los Tesos y el negro Piper en Los Latin Brothers, la orquesta que le regalaría a las mujeres de nuestra ciudad su himno eterno: ‘Las caleñas son como las flores’.
La letra de la canción —recuerda Édgar Hernán Arce, famoso en los 70 por su espacio radial ‘Salsa, estilo y sabor’— le llegó al intérprete de manos de Arturo J. Ospina. Piper la musicalizó y la convirtió en pan del cielo para las verbenas de 1976 y hasta en disco de la feria de ese mismo año. Fruko —cree Arce— descansó en Piper la responsabilidad de poner a sonar a Los Latin pues sentía su voz más cercana a los sonidos tropicales que a la salsa de golpe. “Porque, ¿qué fueron Los Latin Brothers? Pues la misma orquesta de Los Tesos, pero sin las trompetas, por eso sonaban tan distintas. Por eso podían pegar temas de cumbia como ‘A la loma de la cruz’ o menos salseros como ‘Buscándote’”.
Y luego, claro, estaba el sello inconfundible de ese esqueleto desafiando la clave. “Si por algo será recordado Piper —piensa el locutor— será porque impuso un estilo. La salsa nos tenía acostumbrados a artistas extraordinarios, pero cantando como si fueran unos postes. Piper, en cambio, puso sobre la tarima la sabrosura del caleño popular y de barrio. Por eso lo llamábamos ‘El showman’”.
Poco de eso quedaba en 1992, cuando la trombosis le inmovilizó medio cuerpo. Quienes lo vieron en esa época lo evocan como un hombre a la sombra de su gloria, apoyando los lentos andares de su enfermedad en un bastón, pero —extrañamente— con un espíritu animoso, como si en medio de la fatalidad hubiese aprendido a cojear con el manual de la felicidad bajo el brazo.
Nadie lo hubiera confundido en ese entonces con la estrella ascendente en el cielo caleño que un día fue. Era una especie de ruiseñor silenciado que se esforzaba por alcanzar el canto de siempre.
Alba, la dulce Alba, recuerda que en noviembre de 1996 Piper quiso vengarse del infortunio entonando una estrofa de ‘Buscándote’, la canción que más le exigía vocalmente. “Si puedo con ella, entonces me volveré a sentir cantante”, le había dicho Piper.
Y pudo. Alba sonríe al recordarlo, como si aquello no hubiese sido hace ya 15 años. Ya me lo dijo, para ella Piper no ha muerto. Por eso su casa olerá siempre a margaritas amarillas.
No era caleño en todo caso. Había nacido entre campesinos en La Paila, corregimiento de Puerto Tejada, el 4 de agosto de 1939. Y vino a dar a esta ciudad, con apenas 3 años, porque seguro así estaba escrito en alguna parte: Piper tenía que llegar al barrio Obrero, a la Carrera 10 y a sus bares de luz escasa, en los que Bienvenido Granda y Daniel Santos entonaban sus guarachas para la Sonora Matancera. Y en los que la voz nasal de Rolando Laserie les enseñaba a los muchachos qué era eso del “pucho de la vida aferrado entre los labios”.
Ese fue el estilo que abrevó Edulfamit para sí. El que se llevó para el VII Contingente del Batallón Junín de Popayán, donde se daba sus mañas para cantar en los descansos y hacer sonar melodías con cucharas y tarros. Un día no lo aguantaron más y le lanzaron la sentencia: “Aquí no se puede cantar, señor, se va para los talleres”. Y cantando en ellos aprendió de pintura y ebanistería.
Ni el Ejército lo aguantó ni él anheló quedarse para empuñar el fusil. “Primero son los sueños y la madre”, se le escuchó decir, y hasta su casa del barrio Obrero regresó para ver morir a la vieja Laura sólo un mes después.
Ni siquiera una amigdalitis consiguió torcerle el destino. Trabajaba en una mueblería cuando la enfermedad lo sorprendió. “La brocha o el canto”, le dijo entonces el médico. Edulfamit soltó la primera y se aferró al segundo para siempre.
Lo suyo era un amor sanguíneo por la música. Y eso les quedó claro a los jurados de la competencia vocal de ‘Los cien barrios caleños’, que se celebraba en el radioteatro de Todelar en 1961. Piper ganaba siempre y lo tuvieron que declarar fuera de concurso.
Sería la primera vez que dejaba de llamarse Edulfamit para convertirse en Piper Pimienta Díaz. Un nombre con su dosis de pleonasmo, explica Medardo Arias —periodista, escritor y conocedor exquisito de los ritmos antillanos y la salsa.
Lino, uno de sus tíos, asimiló la figura alta y algo desgarbada del sobrino Edulfamit con la de un fruto de pimienta (en inglés Pepper), por lo que acabó llamándole Piper. “Así que no era necesario lo de Pimienta”, dice Medardo. Hasta el propio cantante se excusaba con una explicación casi infantil: “lo de pimienta es por la picardía que tengo al bailar”.
Cierto o no, la verdad es que huyeron los años y su voz comenzó a rodar. Su debut, cuenta su hermano Alirio, fue en Cali en el centro nocturno Las Tortugas. Cantó también en ‘El aguacate’, memorable templo de la rumba popular del barrio Meléndez; hizo lo propio ante la Sonora La Playa, agrupación del barrio Alameda; cantó en el barrio La Pilota, una zona de tolerancia en Buenaventura y ayudó a que se escucharan afinadas las canciones de ‘La sonora juventud’. Incluso ensayó con sus propios sonidos: creó ‘El combo caleño’ y ‘El Combo Swing’, dos proyectos tan efímeros como desconocidos.
Bien hubiera podido seguir en las mismas si Discos Fuentes no le hace el guiño, en Medellín, y le permite grabar con Los Supremos, antes llamado El Combo Monterrey, grupo nacido en el Puerto. Tras diez años de trasegar por varias agrupaciones, en 1971 graba su primer álbum: ‘Atiza y ataja’ y meses más tarde conoce a Julio Ernesto Estrada, Fruko, con quien Piper escribiría uno de los capítulos más brillantes de la música de este país.
La muerte reciente del Joe Arroyo ayudó a exhumar los recuerdos de esa Colombia setentera que bebió de la salsa neoyorquina y puertorriqueña para hallar su propia voz. Piper, junto al Joe y Wilson Saoko, hizo parte de un experimento que funcionó. Los dos últimos en Los Tesos y el negro Piper en Los Latin Brothers, la orquesta que le regalaría a las mujeres de nuestra ciudad su himno eterno: ‘Las caleñas son como las flores’.
La letra de la canción —recuerda Édgar Hernán Arce, famoso en los 70 por su espacio radial ‘Salsa, estilo y sabor’— le llegó al intérprete de manos de Arturo J. Ospina. Piper la musicalizó y la convirtió en pan del cielo para las verbenas de 1976 y hasta en disco de la feria de ese mismo año. Fruko —cree Arce— descansó en Piper la responsabilidad de poner a sonar a Los Latin pues sentía su voz más cercana a los sonidos tropicales que a la salsa de golpe. “Porque, ¿qué fueron Los Latin Brothers? Pues la misma orquesta de Los Tesos, pero sin las trompetas, por eso sonaban tan distintas. Por eso podían pegar temas de cumbia como ‘A la loma de la cruz’ o menos salseros como ‘Buscándote’”.
Y luego, claro, estaba el sello inconfundible de ese esqueleto desafiando la clave. “Si por algo será recordado Piper —piensa el locutor— será porque impuso un estilo. La salsa nos tenía acostumbrados a artistas extraordinarios, pero cantando como si fueran unos postes. Piper, en cambio, puso sobre la tarima la sabrosura del caleño popular y de barrio. Por eso lo llamábamos ‘El showman’”.
Poco de eso quedaba en 1992, cuando la trombosis le inmovilizó medio cuerpo. Quienes lo vieron en esa época lo evocan como un hombre a la sombra de su gloria, apoyando los lentos andares de su enfermedad en un bastón, pero —extrañamente— con un espíritu animoso, como si en medio de la fatalidad hubiese aprendido a cojear con el manual de la felicidad bajo el brazo.
Nadie lo hubiera confundido en ese entonces con la estrella ascendente en el cielo caleño que un día fue. Era una especie de ruiseñor silenciado que se esforzaba por alcanzar el canto de siempre.
Alba, la dulce Alba, recuerda que en noviembre de 1996 Piper quiso vengarse del infortunio entonando una estrofa de ‘Buscándote’, la canción que más le exigía vocalmente. “Si puedo con ella, entonces me volveré a sentir cantante”, le había dicho Piper.
Y pudo. Alba sonríe al recordarlo, como si aquello no hubiese sido hace ya 15 años. Ya me lo dijo, para ella Piper no ha muerto. Por eso su casa olerá siempre a margaritas amarillas.
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