Alma Guillermoprieto en su charla con el periodista español Juan Cruz en Hay Festival 2016.
Por Lucy Lorena Libreros.
Todo empezó, dice ella, cuando tenía 20 años y la
rechazaron en una compañía de danza de Nueva
York. Alma Guillermoprieto, una joven espigada, de rostro fino y
cabello negrísimo, trabajaba en esa época como mesera y en las tardes asistía
puntual a tomar clases de baile entre chicos “que perfeccionaban la escritura
que hacían con el cuerpo”.
Convencida de que era tan buena como ellos, quiso probar
suerte en la compañía de una coreógrafa que idolatraba desde niña. Pero la
artista no la aceptó en sus filas. Entonces, quizás movida por la desazón del
rechazo, aceptó el trabajo como maestra de danza moderna que le ofrecieron en una
Cuba todavía embriagada por la esperanza de la revolución de Fidel. En ese
puesto se quedaría durante seis meses. Era 1961 y el mundo estaba agrietado por
la Guerra Fría. Los recuerdos de esos días y muchos otros que llegarían en
tierra cubana quedarían impresos para siempre en uno de sus libros canónicos:
'La Habana en el espejo'.
Nacida en México, en mayo del 49, Alma cuenta que ese viaje a Cuba
se convertiría en una certeza de la que nunca pudo deshacerse: era la primera
vez que sentía que pisaba realmente América Latina. Con sus carencias, con sus
conflictos, con su grandez.
Cuba fue, pues, el comienzo de todo. Atrás quedarían los
salones de ensayo, porque desde esa isla el mundo lucía demasiado convulsando
como para andar por la vida en puntas de pie. “La danza me pareció de
repente una disciplina frívola”, sentenció para sí misma.
En la isla terminaría por abrazar la “fe revolucionaria”
que aún latía con fuerza en corazones de centenares de cubanos, aferrados a la
esperanza de un cambio social y político. Y fue también desde Cuba de donde
salió, casi una década más tarde, tentada por un editor amigo que trabajaba
para la agencia Latin America Newsletter, que le propuso un viaje a la
Nicaragua del Frente Sandinista de Liberación Nacional que luchaba a muerte
contra los Somoza.
De ese encuentro le quedaría un nuevo oficio, el
periodismo; y un género que se convertiría en el ángel tutelar de una carrera
que hoy ya completa 35 años, el reportaje. Que le ha merecido una silla en
medios como The New Yorker, National Geographic, The New York Review of Books y Washington Post.
De esos inicios y de una vida dedicada a desentrañar y
entender las raíces de los conflictos de este lado del mundo, siempre con un
lápiz y una libreta en la mano, Alma Guillermoprieto conversó
con el periodista español Juan Cruz en el Hay Festival de Cartagena 2016.
Horas antes de ese encuentro, sentada a placer en una
esquina del Hotel Santa Clara de La Herórica, la maestra Alma habla con voz
serena. Hace un repaso por esos largos años de trasegar como reportera en esa
tierra que llama “un continente-país”. Los días de escritura febril en los que
publicó ‘Al pie de un volcán te escribo’, su obra cardinal; ‘Los años en que no
fuimos felices’ y ‘Desde el país del nunca jamás’.
Incluso sobre un libro que nació en nuestro país, ‘Las
guerras en Colombia’, una antología de seis crónicas publicadas en el New
Yorker y en el New York Review of Books, en las que retrata distintos
rostros de la violencia en Colombia --la guerrilla, el narcotráfico y el
paramilitarismo--, desde las épocas oscuras de la guerra de Pablo Escobar
contra el Estadom hasta las frustraciones que dejó el fallido proceso de paz
con las Farc en la era Pastrana. Un texto en cuyas páginas palpita no solo la
exigente reportera sino la brillante escritora que ha iluminado a dos
generaciones de periodistas, capaz de regalar frases potentes como esta: “Hoy
hace guerrilla, mañana tempestad”.
Esta charla fue un repaso feliz por ese oficio que le ha
enseñado “a ver la muerte casi como una forma de vida” y que ahora observa con
cierta desilusión. “Siento que no se ejerce con el mismo rigor, ni la misma
curiosidad de antes. Que no se persiste como antes porque estamos acosados por
la hora de cierre y por querer salir primero que otro medio”.
Lo advierte con frecuencia en los testimonios de los
periodistas que asisten a sus talleres. Y también percibe otros males
enquistados en el oficio, preso de la guerra por el clic y el me gusta. “Lo
difícil que es hallar a un reportero que sea tan buen investigador como
escritor. Ambas habilidades se necesitan, son igual de necesarias. Ese es mi
ideal de un buen periodista. Que tenga el mismo respeto por la información que
por el lenguaje”.
Alma sigue pensando “que el gran tema de América
Latina que no se ha terminado de contar ha sido el narcotráfico. Sigue siendo
una deuda pendiente, entre otras cosas porque existen amenazas a periodistas y
porque la corrupción del narcotráfico también ha salpicado el oficio, lo puedes
ver en México. Se han hecho investigaciones sí, pero estos años me han enseñado
que siempre hay que perseguir la historia hasta el final de su ciclo de
reportería, no hasta el final de la historia, puesto que las historias nunca
terminan”.
Y lanza enseguida una sentencia que sabe que incomoda a
los directores de los medios: “El oficio se está acabando. Periodistas como yo
lucimos ya como dinosaurios. En mis tiempos de reportera de guerra, escribía
para personas que disponían de dos cosas que hoy son escasas: pasión por la
lectura y tiempo para leer. Pero a los medios electrónicos llegan otro tipo de
lectores: los que dicen "infórmame de la mayor cantidad de cosas, en el
menor tiempo que se pueda y de la forma más entretenida posible". ¿Es eso
buen periodismo?”.
Parada ya desde la esquina del
retiro, Alma sigue, a pesar de todo, agradecida con esos pequeños
regalos que le ha dejado este oficio: “la visión de dos arcoíris enlazados en
los Andes colombianos, la fulgurante rebanada de luna que se reflejó una noche
en el vasto espejo cristalino del salar de Uyuni en Bolivia y la bendición de
Celina Andrea da Silva en una mágica favela de Brasil”.
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