Cali de arrabal


Cali le arrebató a Medellín, en justa lid, el título de la capital tanguera de Colombia. Recorrido por una ciudad donde el ritmo ‘gardeliano’ es capaz de hacer bailar a un hombre de 99 años y convertir sus noches de jueves en una milonga sentimental.

Por Lucy Lorena Libreros
Publicado en la revista GACETA - 21 de junio 2009


Vaya usted a saber en dónde terminó el bendito ‘long play’, con la cara de Gardel pintada en tonos sepia, que la señora Josefina Mosquera le regaló a su hijo Alfredo, hace 50 años, cansada de verlo entregado a las lágrimas y el pañuelo por culpa de esa joven de melena azabache y labios rojos que le había partido el corazón. Y eso que la casita de bahareque donde la madre angustiada trató de aliviar la pena tenía apenas un solar, dos cuartos y un par de gallinas mudas. Y en un espacio como ese, tan minúsculo, tan estrecho, parecería inverosímil que las cosas terminaran en un lugar ajeno.

—Las penas de amor no están hechas para ser entendidas, sino para ser cantadas, le dijo una mañana la señora al entonces pichón de carpintero, que acariciaba el disco de 78 revoluciones. El disco salvador.
—Y eso de qué sirve. Ella no volverá para escuchar canciones, así sean del mismísimo Gardel, respondió él tratando de persuadirla.
—Para mucho, sentenció la vieja desde su silla: Las letras de Gardelito vuelan tan lejos como el viento.

Sólo entonces la vitrola de la humilde vivienda hizo estallar un tango desgarrado en la voz del ‘Zorzal criollo’: "Nada debo agradecerte, mano a mano hemos quedado, no me importa lo que has hecho, lo que hacés y lo que harás. Los favores recibidos creo habértelos pagado, y si alguna deuda chica, sin querer se me ha olvidado, en la cuenta del otario que tenés se la cargás...".
Alfredo ha visto bailar varias veces ese ‘Mano a mano’ que hace medio siglo no cumplió su cometido de salvarlo del despecho. Tampoco de una pasión férvida por ese aire bonaerense que nació a las orillas del río de La Plata, a finales del siglo XIX, en tugurios y lupanares. Según se dice, lugares de encuentro de los europeos pobres y exiliados, de los hombres de sangre maleva, cantaría después Alfredo De Angelis.
A veces el carpintero del barrio Obrero le mezcla boleros y sones cubanos a sus jornadas de madera y de serrucho, pero siempre termina entregado en los brazos de canciones lunfardas y bohemias que han permanecido, la mayoría en su memoria de 61 calendarios, y el resto en cds empolvados. Un gusto que ha resistido el paso de dos matrimonios fallidos y ocho hijos que ya no están con él. Alfredo es un tipo solo, y ese gusto por las melodías tristes y porteñas fue la única herencia que la vieja Josefina le dejó al morir.

"Malena canta el tango como ninguna"...
Es domingo. Sol picante. Alfredo está parado al pie de una ventana de las afueras de La Matraca, un rincón ‘gardeliano’ del barrio Obrero que todos los domingos, desde hace más de cuatro décadas, enciende sus luces para iluminar el sollozo de los bandoneones. El sitio, dicen algunos, nada tiene que envidiarle a uno de esos boliches (bares) bonaerenses donde se disfruta el ritmo más conocido de la cultura popular argentina.
Alfredo observa bailar a las parejas que se encuentran dentro a través de una malla metálica roja. Lo hace en silencio, cuerpo pasmado, esculcando con los ojos un lugar al que ha entrado pocas veces, a pesar de quedar apenas a seis cuadras de su casa. "Es que no sé bailar", se lamenta él. "Y la que podía enseñarme —la del pelo negro y boca carmesí— se marchó hace muchísimo tiempo para nunca regresar".
No es el único que a esa hora y con ese calor sobre la espalda repite la faena hasta por cuatro horas seguidas. A su lado, una mujer de cabello cenizo, recién salida de misa, aplaude a las parejas de pasos ligeros mientras un niño de no más de seis años trata de soltársele de las manos a la madre veinteañera que canta tangos con voz ronca.
La tradición la tomaron prestada de la rumba setentera caleña: aquella de los ‘aguaelulos’ que se celebraban en las casas de los barrios populares, alrededor de las cuales los vecinos se agolpaban para vitorear, desde afuera, a los que mejor azotaran la baldosa.
La escena le es familiar a Jaime Parra Restrepo, dueño de La Matraca, que heredó de su hermano Clímaco un negocio que empezó como un granero, a un costado del parque del Obrero, se transformó en cantina y al cabo de los años terminó convertido en un templo al que acuden, sin falta, los apóstoles de "ese sentimiento triste que se baila", como Santos Dicépolo llamó al tango alguna vez.
"Que haya gente afuera viendo bailar no me molesta, ¿para qué cortinas o vidrios oscuros? Eso hace parte del encanto de este lugar; a veces se ven más de veinte personas en las mismas, sobre todo el último viernes de cada mes cuando llegan tangueros de todos lados y en La Matraca se pueden contar más de 120 personas", cuenta Jaime.
Recuerda que esa casa esquinera en la que habla ahora, tapizada de discos de acetato y cuadros evocadores de la música de arrabal, le debe su nombre a los taxistas que la frecuentaban en 1968, cuando nació el granero familiar.
"Todos llegaban al parque, después de las seis de la mañana, para lavar sus carros antes de entregarlos. Y mientras Clímaco iba hasta la galería para comprar las cosas de surtir, yo les colocaba a los choferes unas canciones que sonaban tan mal, que a ellos les parecía que no salían de un equipo de sonido sino más bien de una matraca, una caja de madera usada en procesiones de Semana Santa que para lo único que sirve, en realidad, es para hacer bulla". El nombre no era el más halagador. Pero La Matraca gustó. Y se quedó, allí donde ha sido siempre: en la Carrera 11 con Calle 22.
También se quedó don Arcesio Valencia. Según su hijo William, más fácil deja de ir el viejo a una cita médica que a la que tiene cada domingo, después de las cuatro de la tarde, en esa casa esquinera pintada de colores. Jaime Parra sabe que ese día la mesa número ocho está reservada para un mecánico pensionado de la Fuerza Aérea, padre de 24 hijos y abuelo alcahueta de 30 nietos y 35 biznietos, que en un par de meses completará 99 años bien acompasados.
Convencido del espacio que tiene asegurado para su tarde milonguera, Arcesio sale de la casa en la que vive desde hace 90 años, ubicada diagonal a La Matraca, donde todavía sube escaleras, repara carros y clava puntillas.
Sale con su sombrero de ala ancha, su traje de paño y su viudez de una década. Saluda de mano a los presentes —el mismo ritual de todos "porque los tangueros somos como una gran familia"—, se queda hasta tres horas, se bebe un litro de whisky y cada vez que una de sus tres "novias" lo convida, salta a la pista mientras "Malena canta el tango como ninguna, y en cada verso pone su corazón"..., como entona Roberto Arrieta.
No le pregunte por qué el tango le gusta tanto. Sería ponerlo en aprietos. Pero uno intuye que debe ser porque Gardel, tal como ocurrió con el resto de la ciudad, quedó con una deuda eterna que Arcesio sabe cobrar cada domingo: "El día que él murió, un 24 de junio de 1935, yo estaba en la Base Aérea Marco Fidel Suárez esperándolo para pedirle un autógrafo. Él venía a una presentación en el Jorge Isaacs, después de haber cantado en Barranquilla, Bogotá y Medellín. El tipo nunca llegó, me dejó esperándolo, pero yo ya lo perdoné", cuenta el viejo, que aprendió a bailar este aire porteño "mirando no más" y ahora se queja de no poder hacerlo como le gusta por culpa de sus pies longevos.

"Que viente años no es nada"...
Que un abuelo con casi un siglo a cuestas siga bailando tango tan campante no sorprende en absoluto a la bacterióloga Leyda Santa, que luego de pensionarse del Seguro Social se entregó por completo a la música lunfarda.
Alumna aventajada del maestro Rodolfo Vincel, uno de los mejores de Argentina, esta caleña dicta clases de tango en su casa para, según dice, "enseñarles a jóvenes y viejos por qué el tango, más que una deuda que Gardel nunca cumplió en Cali, es una filosofía de vida que permite conocer el cuerpo".
Leyda también le regala sus fines de semana a La Matraca. Los sábados enseña a bailar en la tarde para después, en la noche, hacer sonar la música, saludar micrófono en mano a los presentes y pedir aplausos cálidos para las parejas que se roban el show sobre la pista. Y conste que la culpa no es de un tango, es de una ranchera argentina, la primera canción que ella bailó con Jaime Parra, su compañero sentimental.
Después de esa música campesina, vendrían los tangos: ella lo conquistó echando mano de su gracia natural y él con pasos bien logrados porque no le era ajeno eso de hacer molinetes (giros), ganchos y firuletes (adornos con los pies).
Si "veinte años no es nada", como cantaría Gardel, lo más probable es que diez tampoco. Ese es el tiempo que llevan juntos Leyda y Jaime viendo cómo aumenta la fiebre de los caleños por el tango y cómo cobra fuerza la idea de que Cali es la nueva capital de este género en Colombia, después de arrebatarle a Medellín el título en justa lid.
Por eso no es gratuito que en La Matraca confluyan, en una misma noche, la vicepresidenta de Nueva Zelanda y el presidente de la Academia de Tango de Japón. Los dos llegaron convencidos de que en ese rinconcito de barrio popular una milonga sentimental sonaría tan auténtica como si estuvieran sentados en la calle Caminito de Buenos Aires. Los dos se marcharon felices. En efecto, fue así.
Aires de tango
Los caleños cuentan hoy con diez escuelas para aprender a bailar el rey de la música porteña. Todas han nacido en los últimos doce años. Una cifra de orgullo: Medellín, en casi un siglo de tradición, acumula 30, y Manizales, donde los niños aprenden tango con el biberón en las manos, apenas 4. Cali, por cuarto año consecutivo, ha sido sede de las eliminatorias del Mundial de Tango que se realiza en Argentina cada agosto y seis parejas nacidas en esta ciudad, en un lapso de cinco años, han terminado en los primeros lugares de la cita orbital. Las cuentas también indican que cerca de 40 profesores se ganan la vida dando clases de forma independiente.
Y aunque La Matraca es el lugar más conocido, otros espacios han abierto sus puertas a la nostalgia de Libertad Lamarque, Lalo Martel, Agustín Magaldi, Francisco Canaro y Santos Discépolo. Un jueves cualquiera, después de las 9:00 p.m., —tal vez porque Piazzolla aseguró que el tango es hijo de la noche—, usted puede buscar mesa en Tropicaña, un salón de medialuz ubicado frente al Parque Alameda; en Conga y en Evocaciones, ambos sobre la Calle Quinta.
Edwin Restrepo, dueño de Tropicaña, tiene razones para pegar juicioso, cada jueves en la fachada del local, un cartel que invita a disfrutar de noches de milonga con parejas premiadas en toda suerte de campeonatos. "Los clientes que vienen, bailarines de profesión y tangueros aficionados, saben que es el único día de la semana para disfrutar del tango en Cali".
Así lo cree Humberto Zapata, que dos jueves al mes asiste al lugar de luces mermadas acompañado de una enfermera a la que logró conmover con ‘Hasta siempre amor’ para que ella desistiera de su idea de abandonarlo. Hoy es su esposa y tiene con ella dos hijos. "Hasta siempre amor, pasarás a otros brazos y dolerá el fracaso igual que hoy".
Ese despertar de los caleños por el tango es lo que tiene también a Mauricio Valencia con la idea de echar raíces en la capital del Valle. Tiene 29 años, es bailarín profesional, y hace 15 meses llegó atraído por la idea de vivir de los compases del bandoneón. Mauricio baila tango desde hace tres lustros, desde el día en que el hermano mayor le enseñó, en su natal Manizales, cómo es un gancho de cintura y un gancho de entrada.
"En la ciudad en la que nací y crecí no necesitas pasar por una escuela para medírtele a un fox, a un tango o una milonga; pero Cali tiene una magia especial, aquí aprendes la esencia, aprendes cómo se baila tango del bueno".
Descubrir esa esencia toma su tiempo. Se necesitan maneras refinadas para aprender cómo abrazar a la pareja, cómo mirarla, cómo darse una buena caminada. Así lo cree Edwin Chica, un paisa que baila desde los doce años y llegó a Cali, hace ocho, con el único propósito de dictar unas clases de tango para las que había sido contratado.
Fue necesario que rompiera el tiquete de regreso. En ese viaje conoció a Lina María Valencia, una administradora de empresas caleña a la que después hizo su esposa. Él, dice, fue amor a primera vista. Ella tiene sus dudas. Lo cierto es que la noche en que se conocieron, bajo la luz tenue y cómplice de La Matraca, Lina bailó con Edwin sin saber que el muchacho tenía 4 platinos y 28 tornillos enterrados en su pie izquierdo y que por culpa de una accidente de tránsito —que casi lo destierra de la pista de baile— el pobre tenía encima cuatro cirugías y estaba obligado a caminar con un bastón.
Ella no lo notó. Él se recuperó, siguió peinándose con tarros de gomina para lograr un aire ‘gardeliano’ y terminó de pulir la técnica y los pasos de Lina. Ahora, como fundadores de la escuela Tango Vivo, les enseñan a más de 250 caleños, entre niños y adultos, "cómo es ese sentimiento triste que se baila".
Sentimiento que sigue tan fuerte como el recuerdo en la memoria de Alfredo, el carpintero del barrio Obrero, que sigue sin atreverse a entrar a La Matraca porque nadie podrá enseñarle a bailar tango como aquella joven de melena azabache y labios carmesí que alguna vez le partió el corazón.

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