Enterrado en el olvido


Ni sus difuntos ilustres, ni sus mausoleos de arquitectura republicana, ni sus valiosas prácticas culturales alrededor de la muerte han conseguido que el Cementerio Central de Cali sea valorado como un patrimonio material e inmaterial de la ciudad. Exhumando la memoria.

Por Lucy Lorena Libreros
Foto: Jorge Orozco

Se llamó Adolfo Aristizábal Llano. Había nacido en Santo Domingo, Antioquia, y murió en Cali, hacia 1963. Al rastrear su historia aparecen datos dispersos: que fue un próspero empresario cafetero, que hacia 1917 trajo a esta ciudad los primeros carros, desarmados y en cajas; y que dos años antes de caer rendido ante el sueño eterno había alcanzado a fundar el emblemático Hotel Aristi, en pleno corazón de la ciudad.

Rosa Martínez, que ahora mismo —en una tarde de viernes— está parada frente a su tumba en el Cementerio Central de Cali conoce poco sobre ese esmerado pasado. Es lo de menos. Lo de más ocurrió hace años, justamente durante un velorio, cuando alguien le contó que el ilustre difunto, ‘canonizado’ desde hace medio siglo por el fervor popular, concedía sendos favores a los mortales. Bastaba sólo con escribirle en un papelito el deseo y “hacérselo llegar”.

Esas virtudes de milagrero, le dijeron, se fundaban en la extraña mitología que había despertado Don Adolfo en su paso por la tierra. Porque mientras unos lo evocaban como un filántropo, otros le guardaban el recuerdo de ser un asesino de niños, a quienes extraía la sangre que él necesitaba para paliar una devastadora enfermedad.

Y entonces —como si los cargos de conciencia persiguieran a los muertos hasta el más allá— se cree que el atildado empresario se encarga de resarcir con milagros cumplidos todo el dolor que sus actos habrían causado en vida.

Y Rosa —53 años, ojos verdes y viuda reciente— cree en esa doctrina como que dos y dos son cuatro. El ilustre muerto, cuenta la modista, ya le ayudó a que uno de sus hijos saliera de la cárcel y ella, rosario en mano, cree que él también leyó ese papelito enrollado que metió por entre las ranuras de su tumba en el que le imploraba para que el menor de sus muchachos se alejara de ‘Los raros’, una pandilla juvenil de Decepaz “que me lo tiene en malos pasos y con la Policía en la nuca”.

La de Rosa es una fe compartida. La tumba de Don Adolfo está plagada de pequeños bloquecitos de mármol, amontonados, en los que decenas de familias “dan las gracias por los favores recibidos”. Así que uno imagina que, de no ser por ese encendido fervor popular, la vida y ‘milagros’ de Adolfo Aristizábal Llano descansarían en la paz de esos libros de biblioteca que a las generaciones recientes les cuesta trabajo consultar.

Sí, una tumba nos ayuda a desaparecer el cuerpo del muerto, pero es también el primer paso en el camino que otros habrán de recorrer para reconstruir la memoria del difunto.

Eso bien lo han entendido en Buenos Aires, donde hicieron del cementerio La Recoleta un santuario de la memoria nacional. En La Habana, en cuyo cementerio Colón los muertos reconstruyen buena parte de la Revolución. Y en la lista hay espacio para los de Nueva Orleans, Lima y hasta el de San Pedro, en Medellín, que hace parte, incluso, de las guías turísticas de la capital paisa pues allí reposan los restos de importantes industriales nacidos en este país.

La reflexión la comparto con Ricardo Hincapié, arquitecto, magíster en restauración de monumentos y docente de la Universidad del Valle, dedicado desde hace más de un lustro a investigar el pasado y la riqueza patrimonial de los más importantes cementerios del Valle, entre ellos, claro, el Central de Cali, el más antiguo, cuyo terreno fue adjudicado para tal fin hacia 1852.

Más que un terreno generoso para albergar muertos, se trata para el profesor Hincapié de un espacio que reivindica la memoria, no sólo por los ilustres enterrados ahí desde hace años, sino “por el valor arquitectónico, histórico, urbanístico, de técnicas constructivas y hasta de prácticas culturales alrededor de la muerte que uno encuentra en ese lugar. Todas esas, razones para convertirlo también, como lo han logrado otras ciudades, en un lugar de peregrinaje para quienes deseen esculcar el pasado caleño”.

El tema de transformar los cementerios en espacios de encuentro dentro de las ciudades viene agitándolo, desde hace casi una década Catalina Velasquez, quien trabaja hoy en la oficina de Patrimonio del Ministerio de Cultura.

Ella es la creadora de la Red Iberoamericana de Cementerios Patrimoniales —que nació en Medellín gracias a la Cátedra Unesco ‘Gestión Integral y Patrimonio’, del Museo de Antioquia— y fue la impulsora de la primera versión del Encuentro de Cementerios Patrimoniales de Colombia, que tuvo lugar en Bogotá a comienzos de noviembre.

Según dice esta psicóloga, “aún hoy muchos de nosotros rezamos y llevamos flores a estos lugares sin saber que estamos parados, en realidad, sobre un valiosísimo patrimonio material e inmaterial. Son espacios que, además de una adecuada conservación y de ser declarados Bienes de Interés Cultural, necesitan ser visibilizados al resto de la sociedad; sólo así serán entendidos como otra manera de contar la historia de un pueblo... En otras palabras, esos muertos que dejamos allí son quienes se encargarán de contar nuestro pasado”.

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Dueño todavía de ese trazado que determinara, en 1904, el ingeniero Emilio Sardi, el Cementerio Central de Cali, que se enmarca dentro de los católicos republicanos que se construyeron por el país entre los siglos XIX y XX, conserva un conjunto de monumentos funerarios de arquitectura exquisita.

Piezas de gran valor que, casi un siglo atrás, fueron inspiradas por importantes arquitectos de la ciudad como Gerardo Posada (quien hizo trabajos de escultura para la Academia de Roma) y como la firma Borrero y Ospina. También por artistas y artesanos italianos como José Pratti y sus sobrinos Reinaldo y Ludovico, todos ellos pupilos de la Marmolería Italiana de Tito Ricci, una de las más representativas de la Europa de comienzos de Siglo XX. Es gracias a ellos que en el cementerio pueden apreciarse lápidas en mármol con altorrelieves, columnas corintias (griegas), vitrales de iglesia, capiteles románticos, hierro forjado (ya en desuso) y estilos arquitectónicos que bien pueden ser republicanos o neogóticos.

Tales mausoleos y osarios narran, en el silencio de sus mármoles, rasgos de la historia de las familias fundacionales de lo que hoy es Cali: esa donde Cayzedo se escribía a la usanza de la Colonia, con Z y con Y; esa Cali donde los Lalinde se casaban con los Cabal; los Eder con los Borrero; los González con los Nader; los Cobo con los Blum.

Esa Cali, con pulso de pueblo, donde una joven de escasos 18 años bien podía morirse de amor; tal como terminan convencidos hasta hoy quienes se acercan por curiosidad al mausoleo de Elisa Eder y Cayzedo, y escuchan la versión que —ante la falta de un guía preparado— sueltan desprevenidamente los sepultureros sobre la suerte de esta caleña que se abandonó el mundo de los vivos el 14 de enero de 1925.

Sea cual fuere la razón de su fallecimiento, la verdad cierta es que sus restos reposan en el mausoleo más bello y antiguo de todo el campo santo caleño —el de la familia Eder— encumbrado con un sarcófago en relieve que imita la imagen de una joven dormida con las manos cruzadas sobre el regazo. A su alrededor están las tumbas de varios miembros de su familia, líderes empresariales y cívicos de la Cali del Siglo XX.

El arquitecto Hincapié sabe bien de cuál se trata. Y sabe, cómo no, el valor que representa como pieza artística ese mausoleo, toda vez que fue encargado a las manos talentosas de E. Maccagnani, escultor italiano.

Lo que se sucede, asegura el profesor, es que antes de que la sociedad asistiera a esa suerte de “vanalización de la muerte” —de que hoy los gimnasios estén a rebosar y las mesas de desayuno servidas con cereales como recetas para la eterna juventud— se creía que la muerte era parte de la vida, y por lo tanto se cultivaba en las familias un respeto supremo hacia el cuerpo del difunto.

“Creo que detrás de esas razones de higiene que se esgrimen con la cremación, existe la motivación de no querer saber más del muerto. De la muerte queremos desentendernos lo más rápido que sea posible. Y eso ha hecho que se pierdan con el tiempo prácticas de enterramiento que antaño eran importantísimas”, reflexiona Hincapié.

Así lo cree también Alberto Escovar, otro arquitecto caleño. Siendo niño su abuela, Lucila Bueno, lo llevaba al Cementerio Central de Cali “a conversar” con Jack Wilson-White, su abuelo, cuyos restos reposan aún en ese campo santo.

Desde entonces, y gracias a que doña Lucila le enseñó a “entender la muerte como una prolongación de la vida”, Alberto empezó a acuñar gran interés hacia estos lugares. Interés que, siendo ya un joven estudiante de la Universidad de los Andes, lo llevó junto a otros compañeros a elaborar un proyecto para preservar el valor patrimonial del Cementerio Central de Bogotá.

“En este camposanto, como lo veía yo de niño en el de Cali, se podía ver —cuenta Escovar— cómo la muerte era asumida con dignidad; muchos preferían, incluso, morir en sus casas, al lado de los suyos, antes que en un hospital. No se escatimaban gastos para construir los mausoleos. Hoy, es triste decirlo, un cementerio es el último lugar al que muchos desearían ir”.

El argumento sirve para entender el declive del Cementerio Central de la capital del Valle. Para el profesor Hincapié, la raíz de que no se le dimensione como el patrimonio de la ciudad que realmente es, hay que rastrearla en los años 60, cuando se le cierra la entrada que tenía por la Carrera Primera, la cual daba inicio a una vía ceremonial que conducía a la capilla.

Es la misma época en la que, dice el profesor, comienzan a aparecer los cementerios de jardín, “básicamente respondiendo a la necesidad de las clases altas de contar con espacios privados y alejados de la ciudad para sus muertos y sus duelos”.

Hoy, son mauseleos como los de Elisa Eder los únicos testimonios de lo que fueron los cementerios en otros tiempos: los lugares más democráticos de la sociedad, donde los pobres descansaban al lado de los ricos, y los comunistas al lado de los conservadores.

En la década del 60 —explica Hincapié— el Cementerio Central tuvo que doblar su capacidad (hoy puede albergar unos 250 mil muertos) por el crecimiento mismo que empezó a experimentar Cali. “La labor de ampliación se le encomendó a Álvaro Calero Tejada, reconocido arquitecto, y aunque desarrolló un trabajo interesante, fue un punto de no retorno: a partir de ahí adquirió la vocación popular que se le ha visto hasta hoy”.

No debe ser muy consciente de esas tesis la joven que esta misma tarde de viernes barre con un cepillo y decora con claveles amarillos la tumba de César Marino Fernández, mientras una grabadora enferma de pilas deja escurrir una ranchera. Hoy, 12 de noviembre, cuenta, el finado estaría cumpliendo años. Y como cada 12 de noviembre, ella se hace presente para hacerle llegar al más allá las canciones que en vida tanto disfrutó.

De esas tesis tampoco es necesario hablarle a Rosario Mosquera, vendedora ambulante que hasta hace unos minutos acariciaba la tumba de Michell Laudhdy García, una niña que alcanzó a vivir un año exacto: nació y murió un 12 de agosto. “Por esa coincidencia es que muchos creemos que la bebé hace milagros; hace unos meses, por ejemplo, le pedí que me enviara un chancecito y hoy estoy aquí dándole las gracias”.

Cada 12 de agosto, en esa esquina donde está su tumba se escuchan rondan infantiles y uno de sus devotos lleva una torta para celebrar el cumpleaños que no fue. Otros le obsequian muñecas y otros más aprovechan la fecha para implorar plegarias a la pequeña difunta.

Los ‘santos’ populares y sin aureola abundan por todo el cementerio. Y eso no le extraña a Alberto Escovar, quien piensa que esas manifestaciones que muchos pueden considerar “folclóricas” no son más que una forma de las clases populares de levantar sus propios mauselos alrededor de sus muertos. “Ellos no los hacen con mármoles. Los suyos están fabricados con flores, cartas, fotos, oraciones, comida y música”.

Este tipo de demostraciones, cree el profesor Hincapié, son las que hacen parte de ese patrimonio inmaterial que preservan cementerios como el Central de Cali. Lo que se vive allí, dice, son prácticas culturales que nos dan pistas para entender a nuestra sociedad.

“La gente humilde tiende a personalizar sus tumbas y las convierten en una extensión de la sala de su casa. Y ese ritual que gira alrededor de su decoración, esa dedicación que se muestra en la tarea, demuestra la reverencia y profundo respeto que se siente por el muerto. Y es, a la vez, una expresión muy propia para expresar la pena y el dolor por su ausencia”, se le escucha decir al profesor.

Intento escudriñar en las palabras de Rosa, la modista, más pistas sobre porqué algunos asumen la muerte como una estación más de la vida. Ella responde, sin apartar la vista del sepulcro de Adolfo Aristizábal: “Es que los muertos nunca terminan de irse; a veces uno preferiría vivir allá, con ellos, para no tener que estar, como yo, pidiendo tantos favores acá, en la tierra”.

Comentarios

  1. Soy estudiante de Comunicacion Social de la Universidad Santiago de Cali. Estaba buscando informacion acerca del cementerio central y me encontre con tu blog. Realmente me sirvio mucho todo lo que escribiste. Pienso que el cementerio deberia ser patrimonio cultural de nuestra ciudad y asi quitar esa mancha que dejo la masacre de los integrantes de una familia en pleno entierro. Es realmente triste poner en el buscador de google "cementerio central de cali" y que solo se muestre esa noticia, la cual le ha danado la imagen de una forma muy grande. Este cementerio es realmente rico en tantas cosas, ojala se pueda lograr que la gente lo valore y que no se vea como el lugar de los robos y masacres sino como un sitio turistico, un lugar en el cual se encuentra mucho de la esencia de la cultura calena. Saludos.

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  2. Keria aportar una pekeña anotacion acerka de la fexa de la niña Michell Laudhdy García ps justo el miercoles pasado (27/04/2011)fui a visitar st cementerio (visitar el cementerio ps la verdad es ke no tengo ningun familiar en el) y me kauso kuriosidad ver el "peregrinaje" alrededor de la tumba de esta niña y ver a varias personas dejano peticiones ademas de ver la kantidad de juguetes (en especial las Barbies) ke dejan en señal de agradecimiento, tome una foto y la fexa ke aparece en ella es del 25 de agosto del 2005 al 25 de agosto del 2006, espero no incomodar kon mi aporte... ahhh y dejar mi historia de ke hace unos años recibi un gran favor del señor Adolfo Aristizabal (ke fue salir del Pais)... xacias x el dato del blog

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  3. En mi familia siempre se ha dicho que Elisa Eder y Cayzedo murió en en París y su cuerpo nunca llegó a Colombia porque el barco en el que lo transportaban naufragó. Y sus padres mandaron a traer de Roma una estatua de mármol. Dicen que Elisa murió por una pena de amor pues estaba muy enamorada de su chofer!!

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    1. Estoy buscando información de quien fue Eliza Eder Cayzedo, pero solo aparece la hija del sr Harold Eder... ella fue secuestrada en 1933 pero la del mausoleo dicen murió en 1925...

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  4. ADOLFO ARISTIZABAL LLANO (1887-1963)-EDIFICIOS HOTEL COLUMBUS Y TEATRO COLON (1943), HOTEL ARISTI Y TEATRO ARISTI (1951), Y RESIDENCIAS ARISTI (1959) - CALI-COLOMBIA.

    VER RESEÑA HISTORICA Y FOTOS EN LAS SIGUIENTES PAGINAS WEB:

    ( 1. ) http://es.scribd.com/doc/104797081/HOTEL-ARISTI-RESENA-HISTORICA-VERSION-No-2-G-321-2012-AGO-30-2012

    ( 2. ) EDIFICIOS ARISTI Y COLUMBUS-FOTOS-CALI-COLOMBIA-NOVIEMBRE 10 2012

    Enlaces/Links:

    ( 2.1. ) 384 FOTOS EN LA PAGINA WEB:
    https://plus.google.com/photos/106163484752532441719/albums/5810509141376832865?banner=pwa
    .
    ( 2.2. ) GALERIA DE FOTOS EN LA PAGINA WEB DE FLICKR:
    http://www.flickr.com/photos/46616417@N04/with/8168500195/
    .

    HOTEL ARISTI – RESEÑA HISTORICA –
    VERSION No 2
    Santiago de Cali, Valle del Cauca, Colombia, 30 de agosto de 2012

    Nota: A la fecha hay disponibles más de 500 fotos digitalizadas y algunos videos que contribuyen a ilustrar esta reseña histórica.

    Don Adolfo Aristizábal Llano (1887-1963) fue un empresario de origen antioqueño que en 1910, a sus 23 años de edad, llegó al Valle del Cauca y se enamoró de esta región y de su capital Santiago de Cali, donde concentró su visión, vigor, trabajo y capital en negocios de trilladoras y exportaciones de café, comercio de carros, electrodomésticos y mercancías, constructor inmobiliario, en la industria turística por medio de la hotelería, y en la industria del entretenimiento con teatros de cine.

    Para una mayor comprensión del contexto dentro del cual se ha desarrollado esta historia empresarial, se aportan datos relacionados con la demografía, la geo-política, la seguridad ciudadana en Colombia y en el mundo, la evolución de la tecnología, y sus efectos en la arquitectura art-decó, en el desarrollo del urbanismo e infraestructura de la ciudad (servicios públicos, transporte marítimo, fluvial, terrestre y aéreo, las comunicaciones y los medios audiovisuales), en los negocios del café, el comercio, el sector inmobiliario, las salas de cine, en la industria del turismo y en la hotelería caleña, nacional e internacional, y la relación del entorno Aristi con el desarrollo de la cultura.

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