Los herederos de Escalona




Un niño invidente de 9 años que toca acordeón como los dioses. Un cordobés, de 11, que vence en la tarima a los grandes de la piqueria. Una niña guajira que sueña con tocar como ‘Francisco el hombre’. Tranquilo maestro Escalona: su tradición vallenata sigue viva.

Por Lucy Lorena Libreros
Mayo 24 de 2009
Foto: Lucy Libreros

La noticia le llegó a Andrés 'El turco' Gil de boca de unos amigos de parranda: en una finca de las afueras de Valledupar vivía un niño de 9 años, invidente de nacimiento y oriundo de Magdalena, con una capacidad pasmosa para la música. "Ese ‘pelao’ está para que le enseñes a tocar la caja", le dijeron al maestro.

Arrastrado por la curiosidad y con el pálpito de que encontraría uno de esos talentos que crecen silvestres bajo los mangos y los almendros del Caribe, 'El Turco' se dejó llevar hasta la humilde casa. Lo que vieron sus ojos aún le emocionan las palabras: un pequeñito de ojos sellados que golpeaba con palitos, dichoso, una mesa de madera una y otra vez, sin disimular su habilidad de músico virtuoso.

Pero Juan David Atencia Berrío, el niño ciego, no había nacido para batir sus manos sobre el cuero seco de una caja como le habían sugerido a 'El turco'. Estaba hecho para ‘teclear’ acordeón.

Así que desde aquella mañana reveladora el fundador de la agrupación Los Niños del Vallenato —los mismos que se encargaron de ponerle un sombrero ‘vueltiao’ al presidente Bill Clinton en la mismísima Casa Blanca—, asumió el compromiso de llevarse todos los días a la nueva promesa del folclor hasta su escuela, ubicada en el barrio Cañaguate de Valledupar.

El maestro Gil, que aprendió del oficio con un acordeón que Emiliano Zuleta dejara botado en su casa tras una jarana, se convirtió para el menor en los ojos que nunca tuvo y se sentaba con él a ensayar, tres y cuatro horas cada vez. Le enseñaba cómo apretar un acordeón con fuerza, cómo estirar el fuelle con armonía:

"Yo soy vallenato de los verdaderos/ de muy pura cepa y de corazón/ la sangre del indio en mis venas la llevo/ con algo de negro y también de español"...

En apenas nueve meses y ante el asombro de ‘El turco’ —un tipo curtido en tres décadas de clases magistrales—, el pupilo aprendió lo que a otros niños de su edad les toma hasta cuatro años. Ahora, cuando Juan David enfrenta al público en el Parque de la Leyenda Vallenata, en la categoría infantil de un festival que cada mes abril convierte a todos los colombianos en ‘ayhomberos’, no tiene ojos para advertir el asombro que despierta su presencia mágica sobre una tarima: canta afinado, compone melodías, regala versos y décimas y, cómo no, interpreta el acordeón de una manera que envidiaría el mismísimo ‘Francisco el hombre’.

Parece una historia arrancada de las páginas de mariposas amarillas de García Márquez. Pero es una de las tantas que se escriben, con buena ortografía, en los patios de las casas de una región en la que los más chicos crecen arrullados por parrandas delirantes de días enteros que se disfrutan con la olla de sancocho hirviendo de un lado, mientras del otro un grupo de amigos transforma cualquier motivo en una cita para sacar la caja, la guacharaca y el acordeón, y así cantarle a la salud del compadre enfermo o a la pareja de enamorados que partirá a la capital.

Por eso, mientras muchos lamentan la partida de grandes como Rafael Escalona, Leandro Díaz, Emiliano Zuleta y otros grandes juglares del vallenato otros en estas tierras respiran con alivio: La tradición vallenata sigue afinada, tan viva como en los días en que 'Francisco el hombre' se medía en un duelo de leyenda con el diablo.

Llorar acordeón.
Será por eso que a doña Silena López no le sorprende que su hija mayor le haya salido, hace cuatro años, con el cuento de aprender a robarle música a las 43 teclas de un aparato pesado, llegado de Alemania a Colombia hace casi un siglo. Llueve a cántaros y se sienten truenos de espanto en Villanueva, cuando lo cuenta. El cielo llora profusamente en este pueblo del sur de La Guajira, mientras la niña de 13 años, María Silena, se mece sobre una silla con el acordeón sobre las piernas, acompasando una canción que tararea pasito entre los labios.

"En estos pueblos lo normal es que un niño salga con talento para cantar, tocar o componer. Cada familia tiene su músico y si en este momento usted no está escuchando un vallenato a todo volumen en mi casa es, sencillamente, porque no hay luz", se le escucha decir a doña Silena.

Con los escasos destellos de luz que se cuelan por las ventanas en medio de la tormenta, la pequeña dice a su manera que no encontró forma de escapar de la tradición de su pueblo, cuna de grandes como Ismael Romero, Heberth Cuadrado, el ‘chiche’ Maestre, los Hermanos Zuleta y Jorge Celedón.

Su mamá la escucha y se apresura a decir que a veces la asusta reconocer ese legado parrandero y machista del vallenato que aún pervive en esta tierra de rancherías y desierto. Una mujer tocando acordeón parece tan inverosímil como un juglar entonando una canción de rock.

María Silena sigue en lo suyo, practicando con el acordeón en su regazo. Ensaya diariamente durante tres horas, después de repasar las tablas de multiplicar. Así también ocurre los sábados en la mañana, cuando se traslada con su mamá hasta Valledupar, a una hora y diez minutos de camino, para recibir las clases de ‘El turco’. "Me falta armonía, pero eso se aprende con el tiempo", confía la menor.

A veces Saulo, su papá, corista de Iván Villazón, se sienta a su lado para escucharla tocar. Ya quisiera él enseñarle cómo sacar nuevas melodías, pero es una torpeza intentarlo; la suya es una parábola hermosa que le pone la piel de gallina cada vez que tiene el desatino de retar a la hija talentosa. Su pequeña consiguió lo que él, en varios intentos, buscó sin éxito: aprender a tocar el bendito acordeón.

Karolina de Ávila Borja ya había escuchado ese relato, alguna vez, de labios de María Silena, en la escuela donde ambas estudian. Un espacio grande y caluroso, en el que gallinas de tamaño descomunal picotean alegres en un patio de tierra desnuda. Tiene 13 años, el cabello abundante y ondulado, y un acordeón azul brillante que cuida como un tesoro.

Vive en el barrio Los Mayales de la capital del Cesar, zona de calles destapadas en las que los sapos saltan felices después de la lluvia y los vecinos se aplican, campantes, hasta quince horas seguidas de Diomedes Díaz, sin pausas ni cortes comerciales.

Hija única, vive en una casita estrecha con sus padres, Nelly y Celedonio, que con lágrimas furtivas en las mejillas reconocen los logros de una niña que se acercó al vallenato sin querer: "Cuando ella era bebé y yo no tenía forma de ponerle cuidado, porque debía hacerle de comer, colocaba su corral frente al televisor y la dejaba viendo videos de Rafael Orozco y el Binomio de Oro", recuerda Nelly.

Entonces, escuchando ‘La creciente’, ‘Nostalgia’ y ‘Dime pajarito’ conoció la magia del instrumento que Ismael Romero, acordeonero del Binomio, tomaba en sus brazos. Y ella, a los cinco años, tal como lo cuenta Celedonio, "empezó a llorar acordeón".

Necia, un acordeón era el regalo que le imploraba al Niño Dios cada diciembre. Instrumento que su mamá consideraba un antojo extraño y caprichoso: "No podía concebir que mi única hija terminara enredada en parrandas, como un hombre, con un acordeón. Hasta varias de sus tías duraron mucho tiempo bravas conmigo porque permití tamaño despropósito".

Así, con el corazón desolado, una periodista vecina a la familia, Everlindes Martínez, encontró a la pequeña sentada en el andén de la casa, sollozando una y otra vez, porque sus padres le estaban negando lo que ella creía era un sueño justo. La mujer, tras varios intentos, venció la testarudez de los padres y los convenció de que no podían nadar contra el destino. Fue así como llegó la pequeña a la escuela de ‘El turco’, donde aprendió con acordeones prestados pues Nelly y Celedonio un acordeón profesional resultaba un sacrificio descomunal: casi tres millones de pesos.

Sólo apenas hace un año, gracias a un hada madrina que Los Niños del Vallenato tienen en Nueva York, la adolescente recibió, a vuelta de correo, el único acordeón propio que ha tenido en la vida. Un Hohner azulito que ella mima como muñeca preferida.

Ya pasaron ocho años desde que aprendió a tocar las teclas blancas con maestría y desarrollar un talento que la llevó con su música a Estados Unidos, para tocar en las fiestas del 20 de julio; a Caracas, donde la escuchó Chávez, tras una pausa de su Aló Presidente; y al Palacio de Nariño, para que un Álvaro Uribe conmovido la aplaudiera varias veces.

"Es que cada niño de estos que usted ve aquí es un milagro", se apresura a decir ‘El turco’ Gil, cuando le pregunto las razones de ese talento providencial que se fragua en las plazas de los pueblos del Caribe. Un milagro —agrega exaltado— que no conoce estratos sociales, ni género, así muchos juglares septuagenarios lo miren rayado cuando vaticina que algún día, al pie del Guatapurí, miles ovacionarán a una mujer después de coronarse Reina Vallenata.

El presagio no le suena mal a Sergio Luis Rodríguez, acordeonero de Peter Manjarrés, que desde el pasado 2 de mayo y a sus 23 años se sienta en su trono de Rey Vallenato. La suya es una historia que confirma que los jóvenes aprendieron a venerar ese ritmo de trashumantes que ya completa 200 años de paseos, sones, merengues y puyas gozonas. Con él y todos esos niños, la tradición vallenata se perpetuará, afinada, en las próximas generaciones.

La cara que tenía Sergio Luis, diez años atrás, sonríe desde una vieja fotografía que pende de una pared de ladrillo limpio en la oficina del maestro Gil. Sergio parece en una esquina de la imagen, tomada en 1999, en la que un niño sostiene un acordeón, mientras un gringo grande, de cabello cenizo, aplaude feliz. El niño es Sergio Luis, el gringo es Bill Clinton.

Ya desde entonces los viejos acordeoneros hablaban de que Valledupar había parido otro grande: Sergio Luis —ganador del segundo Grammy Latino obtenido por el género vallenato— empezó su carrera como rey infantil (sentado en un butaco porque el acordeón pesaba como piano); después como juvenil, y ahora como rey profesional.

Los viejos saben bien que así como va, tiene todo para ostentar el título de Rey de Reyes, honor que se disputa cada década, en la que sólo los reyes coronados se miden en un ‘combate a muerte’ de acordeones.

Sergio Luis está convencido de que la tradición no se perderá porque muchachos, como él, crecen viendo tocar y cantar a los grandes "con sólo cruzar la calle y salir a un parque. Lo que sé, se lo debo al maestro ‘Emilianito’ Zuleta. Antes de competir en el Festival, escuché mucho su nota y varias de las producciones que hizo junto a ‘Poncho’. También, la nota de Luis Enrique Martínez, de ‘Colacho’ Mendoza, de ‘El cocha’ Molina; traté de agarrar de todo un poquito para encontrar mi propio sonido. Y eso sólo lo puedes hacer cuando tienes el privilegio de sentarte a tocar con ellos en el patio de su casa".

De verso en verso.
Después de siete horas de recorrido en bus y de atravesar medio litoral Caribe —Córdoba, Sucre, Atlántico y Cesar— Martincito arribó desde su pueblo, San Pelayo, Córdoba, con sus 11 años talentosos al Parque de la Leyenda Vallenata. Tenía un reto de miedo: competir en la categoría de piqueria, un duelo frente al público en el que los contrincantes "se ofenden de manera respetuosa".

A veces se logra. A veces no. Lo cierto es que nunca antes un niño había competido en esas lides que hiciera famosas Lorenzo Morales. Pero con él, Martín Domingo Lozano, la regla este 2009 se quebró. Durante las eliminatorias dejó a diestros verseros en el camino. Y en la final, ante 15 mil espectadores, terminó de callarles la boca a punta de rimas de juglar centenario.

Cuando lo cuenta parece mera anécdota, pero Martincito —como lo llaman cariñosamente en la Escuela Rafael Escalona de Valledupar— pasará a la historia del Festival de la Leyenda Vallenata por destronar a piqueros con 25 años a cuestas en las tarimas. A su edad, y con serenidad de adulto, dice que no recuerda los versos que se le cuelan en esos duelos. Se los ha tragado el viento en los 58 festivales en los que ha participado por toda la Costa.

"Es que talento es talento", dice Martín, que sueña con ser médico, no para curar a sus pacientes con mejorales sino con versos. A su lado, con ojos cansados, pero orgullosos, Manuel, su padre, lo escucha hablar y complementa sus palabras. Cuenta que descubrió la capacidad para improvisar de su pequeño cuando tenía 3 años, después de que se aprendiera unos versos flojos que él había compuesto, sin mucho tino, para que una de sus hijas no llegara a la escuela sin una tarea de español.

—Dime papá, ¿cómo es que se hacen los versos?, balbuceó el niño, tres meses después de declamar de memoria los que él había escuchado recitar en esa noche de labores escolares.
—Hijo, en el verso, la clave está en que una palabra rime con la otra: la primera con la segunda, la primera con la cuarta y la segunda con la quinta, como en la décima campesina.

Martincito no sólo aprendió sino que comenzó a retar a don Manuel en duelos familiares en los que el padre siempre salía aniquilado. Entonces, el padre decidió hacerse a un lado: "Me dio terror pensar que mi hijo me fuera a faltar al respeto echando versos; debía dejar de versear y dedicarme, más bien, a que él se diera a conocer en todos los festivales posibles".

Es que los padres de esos niños, tréboles de tres hojas que parecen tocados por una vara de clarividencia musical infinita, se convierten en ‘mánagers’ sin sueldo, que sin quejas ni cansancios, resisten días enteros de ensayos, clases y presentaciones.

En eso es una experta Aideth Anaya, madre guajira de seis hijos "bendecidos por Dios" para la música. Dos de ellos, Einer y Esneider Miguel Díaz, de 11 y 14 años, participaron en la pasada versión del Festival Vallenato. Sus otros retoños le han regalado, turnados, en serenatas y con abrazos mimosos, melodías arrancadas de guitarras, pianos y acordeones.

Es una madre feliz que obsequia a todos una sonrisa desde una hamaca que se mece sin afanes a la entrada de su casa, en Maicao. Hace apenas unas horas soltó las maletas, después de llegar con sus hijos desde Valledupar, distante tres horas por carretera.

Pero ella, igual sonríe: que participen en espacios musicales, que los extranjeros los detengan en la calle para tomarles fotos, que les regalen aplausos y vivas a sus pequeños en la tierra de Escalona, es su mayor orgullo. Y el despertador que la saca de la cama, todos los sábados, para montarse en un bus hasta la capital del Cesar para llevar a Esneider Miguel a sus clases de acordeón.

"Anda, no creas, eso sale caro. Suma pasajes de ida y vuelta para dos personas cada ocho días. Pero uno no hace cuentas. Yo apoyo a mis muchachos en sus sueños. Esneider quiere ser como Juancho Rois (acordeonero de Diomedes Díaz que perdió la vida en un accidente) y eso está bien. Es que ese es también el sueño mío", asegura Aideth.

Y el anhelo de ese muchacho de mirada dulce es motivo de sobra para que su mamá, ama de casa y su papá, operario de El Cerrejón, se alegren de que el hijo abrazara el camino de la música. Esneider, además de tocar acordeón desde hace ocho años, compone melodías e interpreta con virtuosismo la guitarra y el violín. Y es una de las promesas de la Orquesta Sinfónica de El Cerrejón, en la que maestros de música clásica advirtieron su talento innato para coger notas en el aire y plasmarlas en cualquier instrumento. "Cuando me hicieron la prueba de ingreso, nunca antes había cogido un violín, pero ellos me fueron pidiendo notas y yo se las fui dando", recuerda Esneider.

Y así no más, también, se ha ganado tres festivales, uno de ellos en Barranquilla. El sueño es que la hazaña se repita, algún día, en el de Valledupar o en el de Cuna de Acordeones, que cada año congrega a los mejores en Villanueva. Lo tiene tan claro como que desea convertise en abogado, a ver "si de pronto me dejan defender a los acusados a punta de canciones. Porque el vallenato, para los que aún no lo saben, logra esas cosas: que los que son enemigos se vuelvan compadres en plena parranda o que la niña que siempre te ha dicho que no, de repente te regale una mirada desde la ventana".

El maestro Rafael Escalona lo había vaticinado poco antes de morir: el vallenato no morirá nunca. Continuará regándose, silvestre, generación tras generación. Como un bostezo: de boca en boca.

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