NEGRA MAESTRA



Leonor González Mina, La Negra Grande de Colombia, recordó su vida en una tarde de truenos. Lecciones de una maestra que dicta clases de canto a niños de Robles, Jamundí, su pueblo natal, y de una mujer que supo dar el grito de rebeldía para defender su canto.


Por Lucy Lorena Libreros
Foto: Bernardo Peña
Publicado 9 de agosto 2009
Revista GACETA - El País


Terminó de cantar ‘Angelitos negros’ con las manos temblorosas y el micrófono bañado en sudor. El público no lo advirtió. Ni siquiera Atahualpa Yupanqui, con quien compartió escenario aquella noche, hace más de 50 años, en el Teatro Municipal de Cali. Sólo ella, Leonor González Mina, percibió después de esa primera canción, el fogonazo de nerviosismo que le había ‘quemado’ el cuerpo desde que escuchó, escondida en el camerino, el llamado para saltar al gran recinto. El susto, como un enemigo tramposo, por poco le hace extraviar la voz.
Tenía 22 años y aún en la calle no le decían la Negra Grande. No hacía mucho había soltado las maletas tras una gira por Europa con el grupo folclórico de Delia Zapata Olivella, con el que robó aplausos en Francia, Alemania, Suecia y la antigua Unión Soviética.
Pero en Colombia su rostro y su voz apenas despuntaban en la música folclórica. Así que ella misma fue la primera en sorprenderse cuando Fanny Mikey la invitó a cantar junto a ese monstruo del folclor argentino.
La anécdota no sólo le dejó el sabor amargo del pánico. Algo en su corazón le dijo aquella vez que ese grito de rebeldía que dio en su casa, años atrás, le había entregado la brújula con el camino acertado. La presentación impresionó tanto que programaron una más, al día siguiente en el Coliseo El Pueblo, para quienes deseaban repetir concierto y a los que se motivaron después de leer en periódicos la hazaña de una negra que cantaba con sentimiento desgarrado.

La maestra Leo
Con voz de abuela querendona, confiesa estar feliz con la Gran Orden al Mérito Cultural, con el que el Ministerio de Cultura reconoció su trabajo de más de medio siglo entrega al canto y a la actuación.
Lo dice con modestia. Cambia rápido el tema porque ella prefiere esculcar, más bien, los recuerdos de esos días de aplausos febriles. El cielo plomizo de esta tarde amenaza con desgranar un aguacero robusto que le impide sonreír con soltura para las fotos de esta crónica. Mira a la cámara, mira al cielo. Arruga la frente, sonríe segundos... ¿Dónde quedó la negra combativa que un día se fugó de casa persiguiendo el sueño de cantar?
Esa negra está sentada ahora, junto a mí, con sus canas y sus risas, vestida de tenis y sudadera, en una casa de Robles, Jamundí, corregimiento en el que nació hace 75 años y al que se llega después de 45 minutos por un camino destapado y pedregoso.
Una carretera, escoltada por montañas, que ella recorre dos veces a la semana, cuando baja hasta la escuela Luis Antonio Robles, para impartir a niños, entre 8 y 15 años, clases de canto y de teatro. Quince voces infantiles la llaman ahora la maestra Leo y ella tiene fe de que en pocos meses la iniciativa derive en un semillero permanente de artistas orgullosos.
"Cuando volví a mi pueblo noté que muchos de nuestros niños se están criando solos; sus mamás y sus papás se han marchado buscando futuro. Y entonces lo que ves es que los crían abuelas cansadas y ellos crecen sin estímulos".
Convencida de que el arte disciplina, la negra toca puertas en busca de apoyo para su labor. Quiere una sede, sueña más niños, anhela teatros para los que actúan y micrófonos para los que cantan. En esas anda ahora, dice, mientras los truenos de espanto le hacen rascarse la cabeza con desespero.
No difícil adivinar que uno de esos pequeños le recuerda a Candelo, su hijo mayor, a quien la muerte sorprendió con un aneurisma, mientras conducía entre Milano y Torino, en Italia. Una noticia que hubiese preferido no escuchar. Antonio José Caballero, su gran amigo, le avisó que el joven músico —quien se aprestaba a modernizar la música de películas de Federico Fellini— se había marchado para siempre. "Ha sido la tragedia más grande de mi vida". "Sentí que se me escapaba el alma, que lo había perdido todo".
No sólo lo sintió ella. También su familia y sus seguidores que advirtieron su silencio y su tristeza. Refugiada en Bogotá, Leonor guardó los micrófonos, apagó la música y lloró. Lloró muchísimo. Algunas veces, esas lágrimas confusas la hicieron pensar en el suicidio. Por eso, ni ella misma se explica cómo se sobrepuso. "Será porque los artistas tenemos alma de payasos".

La negra rebelde
El lugar en el que cuenta esas historias no es la misma casa en la que Leonor dio el grito de independencia, cansada de que su familia respondiera con un No tajante a cada intento de querer seguir los pasos de sus tías, de su abuelo y de su mamá, que regalaban sus cantos en misas y fiestas. "Crecí escuchando todos los timbres de voz: sopranos, mezosopranos, bajos, barítonos; por eso, desde los 5 años, supe que quería cantar".
La batalla la dio, varias veces, en el solar de una casa amarilla, de estilo colonial, que da la bienvenida al parque de Robles. En ese lugar escuchaba decir que lo mejor era estudiar para vestirse de odontóloga o de enfermera. Los suyos le tenían el futuro escrito porque sus hermanos "ya eran gente de bien" que se educaba en universidades. Y ella, cómo no, estaba llamada a seguir las reglas.
Pero no quiso. Entonces terminó con la escoba en las manos y con la penitencia de hacerles de comer a las quince personas que vivían con ella. "Aguanté sólo cinco meses. Así que les hice caso, hice dos años de enfermería, siempre con la idea de trabajar y ahorrar unos pesitos pa’ irme".
Con esa idea andaba en la mente cuando Mario, uno de sus hermanos, convenció al antropólogo y escritor Manuel Zapata Olivella de conocer las manifestaciones artísticas de Robles. Zapata aceptó. Se quedaría una semana. Pero terminó amañado y, luego de dos meses de estadía, no sólo regresó a Bogotá convencido de que su hermana Delia debía incorporar en su grupo folclórico no sólo las danzas de esa tierra maravillosa, sino la voz arrolladora de una negra pequeña llamada Leonor González Mina.
Fue una especie de boleto gratuito a la libertad. A la vuelta de unas semanas, la joven de 18 años sostenía un tiquete de avión en las manos y sólo de ella dependía dar el paso siguiente: empacar las maletas y cerrar a sus espaldas las puertas de la casa. La oportunidad de fugarse la encontró en una aventura sin sospechas: "Como a mí me mandaban a vender en Cali la cosecha de cacao de la familia, aproveché uno de esos viajes pa’ fugarme. No dí la más mínima señal de mi paradero".
Ni siquiera la vieja Leonor, su mamá, alcanzó intuyó que su hija se la pasó viajando durante meses, vestida de colores, por Europa y la antigua Unión Soviética. Y vea usted que, a su regreso, las cosas se pusieron a otro precio. De la incredulidad al orgullo: los hermanos, felices, mataron un novillo tierno e invitaron a los vecinos. Hasta el Gobernador de la época no quiso perderse de la foto y en la radio celebraban que una negra, arullada en un pueblo descendiente de esclavos que compraron su libertad en las grandes haciendas, cruzara las fronteras para entonar pasillos y bambucos.

Nace la Negra Grande
Un hombre viajaba en taxi por una avenida bogotana cuando escuchó la voz fuerte de una joven en la radio. Intrigado, cambió la ruta y se dirigió a la emisora de donde se escapaban esos sonidos reveladores. El hombre era Esteban Cabezas, periodista, publicista y compositor de música folclórica. La joven era Leonor González Mina. Él se marchó de la emisora con unas señas escuetas. Tomó un avión a Manizales, en donde se encontraba de gira el grupo de Delia Zapata y con ellos Leonor.
Sin dejar de acariciarse la cabeza, ella recuerda cómo, de la nada, apareció un periodista de ropas extrañas que le estiró la mano a manera de saludo. "Un enanito de chaquetica a la cintura que, sin mayores rodeos, me dijo que mi voz era la que él necesitaba para sus canciones".
Que no se diga luego que fue amor a primera vista. Pero fue amor al fin de cuentas: "Con el tiempo ya no lo vi tan feo y él, con su labia poderosa y palabras de poeta, me fue enredando hasta que caí redondita".
Esteban la convenció de buscar su carrera en solitario en Bogotá y la presentó con Hernán Restrepo, entonces director artístico de Sonolux, quien no tuvo duda de que había encontrado un diamante sin pulir para la industria musical.
Y así llegó a los escenarios un lamento de raza inolvidable:

"Aunque mi amo me mate, a la mina no voy. Yo no quiero morirme en un socavón; don Pedro es tu amo, él te compró; se compran las cosas, a los hombres no".

Y detrás de ‘A la mina no voy’ —una de sus interpretaciones más recordadas—, llegó ‘Tío guapachecito’ y ‘Angelitos negros’, canciones de ‘Cantos de mi tierra y de mi raza’, un primer álbum que mereció que ya no la llamaran Leonor González Mina. Con sus 1,56 de estatura, había nacido, sí señor, la Negra Grande de Colombia.
Nadie conseguía arrebatarle el micrófono. En su generosa carrera acumuló 30. ¿Acaso quién pretendía hacerlo? Sí, había alguien: Bernardo Romero Pereiro, libretista que había escrito para ella un monólogo en televisión, ‘La negra chambimbe’, en el que Leonor pareció opacar su virtuosidad en el canto con un actuación magistral.
Motivada por el debut, la negra se devolvió a Cali para aprender con Fanny Mikey y Enrique Buenaventura, en el Teatro Experimental de Cali, TEC. Las propuestas comenzaron a llegarle "sin hacer un solo casting".
Bajo el derrotero de Jorge Alí Triana se metió en la piel inolvidable de Hipólita, la nana de Simón Bolívar. Actuó en ‘Crónica de una muerte anunciada’ y con Bernardo Bertolucci, cuando el italiano llegó hasta las playas de Santa Marta para rodar ‘Más fuerte muchachos’. Bueno, muchos no olvidan a Zenobia, su personaje en ‘Azúcar’, de Carlos Mayolo.
La lista de las novelas y seriados en los que ha participado es larga, pero faltan páginas por escribir. Pronto, la veremos como la nana esclava de Sierva María, una niña que crece al cuidado de negros cimarrones, en ‘Del amor y otros demonios’, que la directora costarricense Hilda Hidalgo tuvo la osadía de llevar al cine.
Dos papeles no piensa repetir, me advierte tajante: el de esposa (se separó hace dos décadas) y el de congresista. Un domingo de 1998, después de aceptar la invitación afanosa de Piedad Córdoba para lanzarse a la Cámara de Representantes, se enteró de que 36 mil colombianos habían votado por ella. "Nunca pensé en terminar elegida. Ese domingo no estuve ni en la sede de campaña, ni pendiente de la radio para escuchar los resultados. ¿Acaso que sabía yo de política?".
Aguantó tres años. La misma cantidad de preinfartos que sufrió, sin contar el principio de trombosis que la tumbó a la cama. Golpes inútiles, cree ahora: se quedó con ganas de ver pavimentada la entrada a su pueblo, —así como Escalona se fue para el otro mundo deseando lo mismo para Patillal, en Cesar— y con decenas de proyectos archivados de apoyo a los artistas.
"Hace más uno afuera, que con gente que sólo trabaja en función de su rosca. No les importa el pueblo". A ella sí. Por eso, después alimentar pajaritos y refrescar orquídeas y geranios en su casa, sale rumbo a la escuela para esculpir el talentos en esos niños que la llaman maestra. Cofiada va de que 75 años no son una amenaza. "Yo ya tengo charlado a ese ‘señor’ de arriba. Ya le advertí que me tiene que dejar en mi pueblo mucho rato".

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