El hombre de La Cueva



Existen dos buenas razones para conversar con Heriberto Fiorillo: para escuchar cómo les devolvió a los barranquilleros sus nostalgias por La Cueva y cómo logra convertir cinco días de "mamadera de gallo" en el Carnaval Internacional de las Artes.



El aviso de prensa rezaba así: "Señora, si no quiere perder a su marido, no lo deje ir a La Cueva". Dibujada en letras sencillas por alguna vieja máquina de escribir, la frase temeraria, que se colaba en las páginas de El Heraldo y El Universal, remataba —como si en vez de prevenir se usara más bien para azuzar corazones—, con la dirección de aquel lugar prohibido.
El mundo estaba próximo a recibir el batazo delirante de los años 60 y ya por entonces, en esa Barranquilla feliz de calles abrasantes, una "cuadrilla de camajanes" se daba cita en la esquina de la Carrera 53 con Calle 59 para llenar copas enteras con ron y vino Marqués de Riscal, seguir las andanzas del Junior y el Sporting y apretar el gatillo contra cuadros que después el tiempo haría famosos.
Las horas rendían lo suficiente para degustar un sancocho preparado con toda la lujuria del Caribe, emborracharse junto a elefantes asustados y para tareas más serias, pero no menos divertidas, como llevar hasta la mesa las rarezas literarias de un tal Jorge Luis Borges o desenredar la pita de esos universos sórdidos que tejían en sus novelas Albert Camus y Franz Kafka y hasta el mismo William Faulkner, a orillas del Mississippi.
La culpa de que el lugar no pareciera un bar más del barrio Boston sino un rincón del surrealismo costeño, donde se hablaba de literatura y se ‘mamaba gallo’ como el oficio más venerable de este mundo, fue de Álvaro Cepeda Samudio. Hacia 1954 —no se sabe cómo—, convenció a Eduardo Vilá de que transformara su tradicional almacén de abarrotes El Abasto en La Cueva, con la oferta expresa, eso sí, de que sólo vendiera cerveza Águila.
Y entonces al lugar comenzaron a migrar, como aves oceánicas, Alejandro Obregón, Alfonso Fuenmayor, Enrique Grau, Germán Vargas, Orlando Rivera ‘Figurita’, el sabio catalán Ramón Vinyes y Cecilia Porras, unas de las pocas mujeres de la época que se resistió a las miradas de reojo de las damas de sociedad.
Los mismos que dejaron pasar a la mesa a un muchacho veinteañero, vestido siempre en sus peores fachas, Gabriel García Márquez, que con el tiempo responsabilizó de su carrera de letras a sus noches febriles en aquel recinto de fábula y a la cofradía de compinches que lo frecuentaban.
Todos, incluido Gabo, habían sido visitantes ‘juiciosos’ de otros bares como El Japi y El Americano y de la Librería Mundo y pasaron a llamarse el Grupo de Barranquilla, que con sus aires de gitanos indomables sedujo al país intelectual y bohemio de entonces.
Por eso, no era raro que alrededor de una misma tanda de cervezas frías se sentaran, sin que nadie los invitara, nombres que poco o nada inspiraban en esa época como Fernando Botero, Plinio Apuleyo Mendoza, Rafael Escalona y Próspero Morales Pradilla.
Así fueron las cosas hasta 1969 cuando Vilá recibió un golpe en la cabeza, tan fuerte y certero que obligó a cancelar las noches de jarana. Entonces las señoras volvieron a dormir tranquilas.
Se acabaron los días en que Grau volteaba la carne con sus bocetos de La Violencia —para muchos, la pieza de arte más importante de la historia nacional— o cuando Julio Mario Santodomingo se asomaba al lugar deseoso de figurar en los estantes de las librerías y no en la lista Forbes. Punto final. En esa esquina del barrio tradicional Boston no se volvió a hablar de libros, de putas quinceañeras o de puñetazos al filo del alba con marineros descarriados.
Y así continuaron las cosas hasta hace muy poco, cinco años para ser precisos, cuando otro barranquillero no menos feliz, Heriberto Fiorillo, sintió el acoso de los zarpazos de la nostalgia y reabrió las puertas del mítico escenario, hoy convertido en un acogedor tertuliadero, que sirve a la vez de restaurante y sede de la Fundación La Cueva, presidida por él.
Sus credenciales como periodista literario, escritor de largo aliento (ha publicado, entre otros títulos, ‘Nada es mentira’, ‘El hombre que murió en el bar’, ‘Cantar mi pena’ y ‘La mejor vida que tuve’) y ser padre de películas como ‘Ay, carnaval’ y ‘Aroma de muerte’, fueron suficientes para que lograra la hazaña.
Hacerlo no sólo implicó convencer a la familia Char, dueña desde siempre de la propiedad, de que valía la pena desempolvar los recuerdos. Además les hizo ver la necesidad de regalarle a la ciudad un centro cultural con la solemnidad de los cachacos, pero el sabor de los caribes.
A ese primer empujón se fueron sumando varias empresas. Comenzó el proceso de restauración. De abarrotar las paredes con fotografías que congelaron para siempre los encuentros de esos "camajanes" que muchos creían una generación perdida en discusiones banales sobre mujeres, amores, libros y muerte.
Comenzó la tarea de vestir cada rincón con anécdotas insólitas, como las huellas de elefante que reposan a la entrada del lugar y que recuerdan, cómo no, esa madrugada en que a Obregón se le ocurrió arribar con un paquidermo que tomó prestado de un circo pobre para que, con el bramido de su trompa descomunal, obligara a Vilá a abrir de nuevo las puertas del bar que había cerrado hacía muy poco.
El dinero conseguido, cerca de mil millones de pesos, alcanzó para satisfacer las demandas de la nostalgia y las necesidades del presente. Porque hasta esta esquina de la Carrera 53 también tienen licencia de asistir el poeta que regala versos fabricados al alba, el pintor con sus cuadros nuevos y hasta el pichón de literatura que pretenda ofrendar un bocado de sus letras recién plasmadas.
Barranquilla, esa ciudad donde todo entró primero, el primer ferrocarril, el primer carro, el primer avión y hasta los primeros inmigrantes, también fue la primera en dejarse vacunar contra el olvido.


Mamando gallo en serio.
Los episodios de La Cueva de Gabo reposan en los recuerdos de Fiorillo, que no sólo nació a dos cuadras de allí, sino que de niño, camino siempre a los teatros de cine, escuchaba cómo su padre lanzaba palabras de censura contra el bar de mala muerte. Solía decir el viejo: "No son más que unos tipos que se dan trompadas en el puerto y toman trago".
Tipos que después Heriberto encontró en sus lecturas de muchacho cuando repasaba hojas escritas por el propio Gabo, por Álvaro Cepeda y Héctor Rojas Herazo.
Tipos que también, muchos años después frente al pelotón de sus afugias de escritor, decidió convertir en protagonistas de La Cueva, libro en el que suelta datos reveladores de quienes hicieron parte de ese hervidero literario.
Era, a decir verdad, una historia que le pertenecía de alguna forma: "Cuando tenía 22 años conocí a Obregón, a Gabo, a Fuenmayor y a Germán Vargas. Bebí con todos, aunque Gabo nunca ha tomado. A Cepeda sólo lo vi de lejos una vez en Barranquilla. De todos modos, me llevaban casi 30 años. Eran mis ídolos, claro, y me hubiera gustado acompañarlos en sus aventuras. Creo que en parte lo hice cuando escribí mi libro", se apresura a decir Fiorillo.
No contento con la osadía, asumió que podía seguir mamando gallo —"porque no hay nada más serio en la vida que ‘mamar gallo’. Es un arte de seres libres que se aburren con el lugar común"—, y se le ocurrió crear entonces el Carnaval Internacional de las Artes.
Apadrinado por la Fundación La Cueva, desde hace cuatro años, este espacio de reflexión se convirtió en un refugio delicioso para quienes desean repensar la cultura popular. "Es la reflexión como espectáculo", dice Fiorillo.
El punto de partida fue el encuentro ‘Pensar el carnaval’ que, en 2001, reunió en La Arenosa a intelectuales del Caribe colombiano, quienes concluyeron que urgía en Barranquilla un evento de gran calado que ‘atracara’ en la ciudad como preámbulo al carnaval de febrero con su Rey Momo y sus marimondas.
¿Dónde están las nuevas propuestas de disfraces, comparsas, danzas y letanías? ¿Dónde las expresiones de las nuevas generaciones? El propósito es que preguntas como estas acosen a panelistas y asistentes por igual.
Este año, del 27 al 31 de enero, el Carnaval acogerá en sus filas a protagonistas de la cultura como William Ospina, Daniel Samper Pizano, Laura Restrepo, Ernesto McCausland, Germán Santamaría, Susana Reinoso, Manolo Bellón, Nicolás Buenaventura y Alberto Salcedo Ramos. Como plato fuerte, Mateo Garrone, director de la premiada cinta italiana ‘Gomorra’.
Heriberto los enumera como un niño feliz y asegura que la diferencia con otros carnavales de su tipo es que el suyo gira en torno a una "convocatoria de conocimiento y creación en medio del divertimento". Y, como queriendo justificar sus palabras, culpa a la lúdica de ser "un magnífico método, quizá el más entretenido, para enseñar y aprender en libertad".
Con ese mismo tono entusiasta da cuenta también de los proyectos que han ido creciendo de forma silvestre, paralelos al carnaval.
Entonces habla de ‘Vamos a La Cueva’, que ha acercado a cientos de niños del Atlántico a este escenario, en donde aprenden de su región a través de escritura y pintura. También de ‘Barranquilla al pié de las letras’, que ha llevado hasta La Arenosa a escritores de prestigio para que en auditorios de colegios públicos contagien a los pequeños de la magia de llenar con la ficción hojas en blanco.
Que haya conseguido tales méritos parece un triunfo en nombre de los suyos, en aras de desdibujar en el imaginario de los colombianos —como bien lo diría en una de sus columnas Marianne Ponsford, directora de Arcadia—, que la costa Caribe es más que sol y sandalias de playa. El desconocimiento y la ignorancia —sentencia Fiorillo— "produce en nosotros estereotipos imaginarios que llegan a ser horrorosos. Como el gringo que cree que Colombia es el platanal de Bartolo y se sorprende porque encuentra aquí electricidad".
El propio Gabo comprobó ese esfuerzo de Fiorillo convertido en una Cueva renovada y con aire acondicionado para resistir el sopor de la tarde. Ocurrió en 2007, cuando no pudo despegar la mirada de las fotos en blanco y negro en las que posaba con sus amigos de tertulia. Los recuerdos le hicieron olvidar que en el lugar lo acompañaban varios parientes, hermanos y sobrinos, que habían llegado hasta allí para saludarlo.
"Coño, están casi todos muertos", se apresuró a decir el hijo de Aracataca, sintiéndose tal vez un sobreviviente solitario de la cuadrilla inolvidable. Quizá no tan solo: ahí, en La Cueva, lo esperará Fiorillo siempre para revolver las nostalgias del pasado y, por qué no, para seguir ‘mamando gallo’ como Dios manda: en serio.

Comentarios