ARMADO DE PALABRAS


Evelio Rosero se resiste a salir del bajo perfil. Vano esfuerzo: con su galardonada novela ‘Los ejércitos’ comenzó a hacer parte de un círculo exclusivo que también integran Orham Pamuk y José Saramago. Historia de letras premiadas.


POR LUCY LORENA LIBREROS


La primera pregunta que le formulo al escritor suena como un batazo de palabras incómodas: usted, le inquiero, no es amigo de entrevistas, le huye a las fotos, no pontifica de lo divino y lo humano desde la columna de opinión de algún periódico o revista como hacen hoy muchas otras plumas de renombre, tampoco —y es lo más extraño de todo— es visitante entusiasta de ferias literarias o de tertulias con otros colegas, ¿cómo explicar ese mutismo? ¿acaso es un tema de vanidad?

Silencio de segundos. El escritor que está al otro lado de un teléfono es Evelio José Rosero. Y ese escritor se defiende; mejor que eso, se confiesa: "Es sólo mi manera de ser. Pienso, en todo caso, que la finalidad del escritor es comunicarse con su público a través de sus libros, la palabra escrita es el objetivo de su arte. Al fin de cuentas, alguien definió con mucho acierto que el oficio de escribir era el más solitario de todos".

Como solitaria, contaría después, fue su niñez en Pasto, allá en la biblioteca de su padre, ingeniero civil y lector consumado. Esa biblioteca era un espacio en el que Evelio se sumergía por horas para repasar hojas de fábulas vibrantes que hablaban de náufragos abandonados en islas solitarias y de monstruos oceánicos que por poco hacían zozobrar a los marineros. Aunque nació en Bogotá en 1958, los años de su infancia los disfrutó en esa pequeña ciudad donde las nubes se acostumbraron a vivir escoltadas por un volcán que aún no está seguro de abrir sus fauces para dejar salir sus demonios de lava de una vez por todas.

Allá en el santuario de libros de ese padre que ya no vive está la génesis de todo: de tantos cuentos eróticos, de tantos cuentos para niños, de sus piezas de teatro, de esos versos que ahora le causan pena, de novelas cortas como ‘Señor que no conoce la luna’ y de otros relatos de más largo aliento como ‘Los almuerzos’ y ‘En el lejero’; como ‘Los Ejércitos’ —la más reconocida de todas— exaltada hace cuatro años con el II Premio Tusquets Editores de Novela, galardón que un año atrás había sido declarado desierto en su primera convocatoria.

Un título que además, en 2009, le mereció ser incluido por el diario El País de España en la lista de los cien hispanoamericanos más influyentes del año. La novela que le permitió acceder —dejando atrás a pesos pesados como Ismail Kadaré y Abraham B. Yehoshúa— al prestigioso ‘Independent Foreign Fiction Prize’ (dotado con una bolsa de cinco mil libras esterlinas), que el diario londinense The Independent ya ha dejado en manos de Orham Pamuk y de José Saramago, plumas de lujo que más tarde la Academia Sueca de las Letras exaltó con el premio Nobel.

En ese lugar está el punto de partida de tres décadas dedicadas a esculcar con esmero las tundras de la ficción. Evelio lo confirma al recordar que allí un día se encontró de pronto con Daniel Defoe y con Julio Verne. Y entonces, con apenas 8 años, sintió que las cosas no volverían a ser iguales.

Fue un presentimiento certero que el tiempo se encargó de alimentar, ya en la adolescencia e instalado nuevamente con su familia en Bogotá, con las líneas geniales de autores franceses e ingleses. También con las historias inmortales de los soviéticos del Siglo XIX: Tolstoi, Gogol, Dostoiesvki, Chejov.

Son autores, reconoce Evelio, a los que aún regresa en sus búsquedas literarias, como regresan los nietos a la casa de sus abuelos deseosos de escuchar un consejo. "La literatura rusa fue la que más me avasalló como lector en mi juventud y todavía vuelvo a ella porque, curiosamente, cuando la leo de nuevo encuentro aspectos reveladores de los que sigo aprendiendo. Me ocurre lo mismo con los trágicos, con Homero, Cervantes y Shakespeare".

Todo esto lo cuenta en ese apartamento al occidente de Bogotá en el que vive y desde donde puede divisar el humedal de Santa María del Lago al que visitan las aves migratorias todo el tiempo. Es una mañana de Jueves Santo. ¿Acaso importa? Imagino que a Evelio no.

Son cerca de las nueve y el hombre, poseedor de una timidez insobornable, continua hablando de su vida. Ahora se vale de las palabras para recordar que ese amor por los grandes autores, ese aprendizaje frenético que lo impulsaba a devorar clásicos de la literatura, no consiguieron apaciguarlo los curas y profesores "mediocres" que pastorearon sus años de estudiante en varios colegios religiosos de la capital del país.

Años de inconformismo intelectual, repite ahora desde el teléfono: "Me resistía a tener que asistir a clases con docentes mal informados, que no eran lectores, que no permitían la apertura a otras corrientes de pensamiento, además libidinosos y con graves problemas emocionales que trasladaban al colegio y por ende a, nosotros, los alumnos".

Aquello le costó una expulsión y "que los sacerdotes, alguna vez, me impidieran participar en actividades con los demás alumnos. Según ellos, yo los podía contagiar de ideas izquierdistas".
Ya quisiera haberlos entusiasmado, admite enseguida, pero de su pasión infatigable por encontrar historias inverosímiles en hojas de papel escritas por los grandes. Todas las culpas de esa ingrata experiencia de estudiar bajo dogmas ajenos las expió con el correr de los años a través de su trabajo literario —en libros como ‘Cuchilla’ y ‘El incendiario’— "de escribir con cierta vehemencia emocional sobre lo que he vivido".

La tarea comenzó siendo estudiante de comunicación social en la Universidad Externado de Colombia, mientras su nombre empezaba a conquistar con letras novedosas y arriesgadas los suplementos literarios de El Tiempo y El Espectador.

Evelio no tenía más de 20 años cuando publicó ‘Juliana’, su primer cuento, la punta de lanza de una trilogía —a la que llamó Primera Vez— que lo dio a conocer en el mundo de las editoriales.
‘Mateo solo’, su ‘ópera prima’ (el relato de un niño encerrado por su tía en una casa que sólo le permite ver el mundo a través de una ventana), apareció cuando apenas se asomaba a los 24 años. Llegaría después ‘Juliana los mira’, historia de una tórrida relación entre dos niñas de 11 años, publicada por Anagrama, en los días pedregosos en los que vivía de tomar ‘vino pelión’, como llamaba con sus amigos al vino barato que sus escasos recursos le permitían conseguir en Barcelona (en España y en Francia, Evelio sobrevivió algunos años como periodista ‘freelance’).
El asunto de esa trilogía culminaría con ‘El incendiario’. Fue así como empezó a construir su voz original, sincera, cuidada, profunda y sin concesiones que muchos de sus lectores le siguen reconociendo en cada nueva aparición editorial.


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Al escritor y periodista Antonio Ungar, que ha seguido de cerca el universo literario de Evelio Rosero, aún le sorprende que el nombre de este bogotano suene como una novedad, como un asunto reciente en las letras latinoamericanas.

Lejos de ser un recién llegado, anota Ungar, Rosero tiene a cuestas 19 títulos y 8 concursos literarios ganados. "Lo que pasa es que él es un ave rara en el agitado corral de los escritores colombianos de su generación. No aparece en los periódicos, no se hace tomar fotos en eventos públicos, no acepta cargos burocráticos ni diplomáticos, no disfruta del show de los encuentros literarios. Pocos ciudadanos de a pie conocen su cara. Es un hombre que ha estado dedicado durante años a escribir y nada más, sin detenerse a pensar si la prensa cultural se fija o no en su persona".

A esa ‘ave rara’ suele vérsele más bien apostada con tranquilidad en el parque de la Independencia dispuesta a leer, recorriendo a Bogotá en su bicicleta o refugiándose en la biblioteca Luis Angel Arango.

Quizá esa vida sin afanes fue la que hizo posible que después de su primera trilogía, de esa inmersión a escenarios tan sórdidos y cargados de erotismo, se adentrara en terrenos que a otros autores causa espanto: la literatura infantil.

Evelio, cuenta, alguna vez se preguntó cómo lograr que sus sobrinos sintieran la misma fascinación que él experimentó con los relatos que leía en su niñez. "Quería escribir algo que apasionara tanto a esos niños como aquellos textos de Julio Verne y Daniel Defoe que yo leí.

Fue un reto de escritor. Cuando creí encontrar la fórmula volví a mis sobrinos, les leí unos primeros cuentos y salí bien librado; entonces entendí que escribir para ellos requiere el mismo trabajo que hacerlo para adultos. Ahora pienso que no debería llamarse literatura infantil, sino literatura del lenguaje transparente, porque con ellos estás obligado a ser claro y preciso, los niños son los lectores más críticos pues están libres de cualquier atadura ideológica".

Aquel ‘desliz’ por esos terrenos de historias infantiles fue lo que le permitió a Evelio, según cuenta, sobrevivir económicamente muchos años mientras escribía obras como ‘Plutón’ ‘Los almuerzos’, ‘En el lejero’ y ‘Los ejércitos’, estas dos últimas, piezas obligadas de la literatura de la violencia que se ha escrito en el país.

¿Cómo moverse entre dos escenarios tan distintos, cómo escribir para niños para saltar luego a una prosa que recuerda la muerte, la guerra, el desplazamiento?

Habla Evelio de nuevo: "Cuando escribo lo único que quiero es contar una historia, y contarla de la mejor manera posible. Contar por qué a mí me remeció cuando la escribí y me la inventé, cuando me llegó a los oídos, quiero trasladarles a los lectores esas emociones".

Y en ‘Los ejércitos’ la intención se cumplió. Son 203 páginas que están bastante lejos de parecer una novela más sobre la violencia del país. Son letras bañadas de sangre sí, pero logradas con acierto estético, donde prima la belleza de lo literario sobre el horror de la historia que cuenta: la de Ismael Pasos, un profesor jubilado de 70 años que, de un día para otro, ve convertido a San José, su pueblo de paz, en un pueblo de miedo, en un pueblo de nadie.

Evelio, piensa uno, supo echar mano con acierto de su dolor de país y de su soledad a prueba de galardones estruendosos para entregarle a la literatura esta pieza magistral. No sólo consiguió con ello hacernos leer el conflicto colombiano de otra manera, sino entender a qué se refería Gabo cuando le confesó a Plinio Apuleyo Mendoza, en ‘El olor de la guayaba’, que "no hay oficio más solitario que el de un escritor, en el sentido de que en el momento de escribir nadie puede ayudarlo a uno (...). No: uno está solo, con una soledad absoluta frente a la hoja en blanco", le confesó el Nobel a su amigo. Iluminado sólo por los reflectores de esta soledad estuvo Evelio. Así ha querido estar siempre.

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