Retrato de una niña de fuego



Por Lucy Lorena Libreros

Periodista de GACETA


Un día entendió que la marihuana era más efectiva que los medicamentos que le recetaban para la ansiedad. Que no debía calzarse para saltar al escenario porque entonces se mareaba y no sentía la música. A cambio de eso, aprendió a empuñar sin miedo el micrófono, deslizándose un par de tragos de ron por la garganta.


Sucedió mucho después de que terminaran de tatuarle con letra primorosa en el brazo izquierdo los nombres de su bisabuela, su abuela, su mamá y sus hermanas; diosas africanas de su mitología personal a las que se encomienda, dice, para espantar el odio. Mucho después, incluso, de sentirse acosada en los "eternos días de gira" por la necesidad de tener a su hijo Joel cerca de su voz. Entonces acabó por ‘bordarse’ también una J en el cuello.


A Dios estuvo tentada de llevarlo en la piel, pero no se atrevió. Y eso que cree que es tan laico como ella y no un ser inalcanzable de los cielos. Su fe sin pudores le alcanzó para presentarse frente a Él la tarde en que, arrastrada por los desafueros del corazón, se unió sin argollas y sin cruces con una mujer y un hombre al mismo tiempo.


Son confesiones paganas que ella, Concha Buika —la mujer que no recuerda la última vez que rezó— suelta sin aturdirse. Así se lo enseñaron los gitanos y así se lo susurran los dioses negros que sólo ella, dice, puede escuchar. No cree en las culpas de una iglesia, su religión es la música, "y el buen sexo, y los buenos amigos y las buenas canciones".


A Concha se le escapan estas confesiones con la voz cansada, después de dos conciertos frenéticos en Colombia, con plazas a reventar y una salva de ovaciones que le emocionan las palabras cuando habla. Su voz sonó y erizó la piel en la plaza de toros de Bogotá y en el Teatro Metropolitano de Medellín con los temas de Chavela Vargas que grabó el año pasado, con el piano de Chucho Valdés, y que reposan en un álbum que ambos llamaron ‘El último trago’.


Fueron las primeras presentaciones en este país de una artista que los críticos y la prensa especializada consideran la más importante de la música popular española. Y muchos de los asistentes —que llegaron arrastrados por la curiosidad de conocer a esa voz de cristal roto— entendieron por qué Pedro Almodóvar expresó alguna vez que Buika "celebra todas las caras de la pasión, las más luminosas y las más negras".


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La voz flamenca de Buika suelta sus ‘quejíos’ desde un teléfono de hotel en Medellín. Quizás en su habitación se esté fumando un ‘porro’ y, por eso, cada bocanada de hierba la inspira a disparar frases de fuego. En una de ellas asegura que a nadie le hace daño su personalidad con trastorno ‘tripolar’: "A veces tengo alguien dentro de mí que es todo amor, toda gente, toda amigos. Otra que no dice na’, que se queda ahí algunos días; y otra, tía, la peor de las tres, que aflora cuando canto. Con ella llevo peleándome casi toda la vida, está en desacuerdo con mis parejas, pero se lleva de maravilla con mi hijo. Me ocupa mucho tiempo. Es la artista".


Esta artista se llama en realidad María Concepción Balboa Buika. Nombre farragoso que es mera formalidad de notaría; el suyo es ‘Kitailo’, así la bautizaron los bubi, su tribu allá en Guinea Ecuatorial, África central, donde nacieron sus padres. Un nombre de historia triste: su abuela solía contarle que a la bisabuela de la familia se le morían todas las niñas que paría; por eso, cuando nació ella —la abuela— su madre la llamó ‘Kitailo’ (que traduce Cenicienta) y la abandonó para siempre. Así evitaría el dolor de verla fallecer. Pero fue un presentimiento tramposo, la pequeña sobrevivió, sus manos aprendieron a labrar la tierra y su corazón a cultivar amores. Tuvo 12 hijos.


"Ese es el comienzo de la estirpe, de la sangre que llevo en las venas", dice Concha, como recitando una copla andaluza. No es su culpa: los versos populares de España, que durante siglos se han entonado a ritmo de guitarras y palillos, pastorearon los años de su infancia. Las coplas las escuchaba salir de las ventanas y los pasillos vecinos en La Paloma, la barriada más gitana de Palma de Mallorca, España, donde nació en 1972, el único puerto seguro que su padre —poeta, novelista y activista político— encontró para encallar sus miedos, después de salir de su país acosado por las ideas de espíritu libre que terminaban en sus libros.


Concha Buika no había llegado al mundo aún cuando su padre presintió que la muerte lo acechaba. Flotaba en el vientre de su madre ese preciso momento en que la familia quedó aturdida ante el estallido de una dictadura que pretendía encauzar a la nación por los senderos de la independencia, tras siglos de haber sido colonia española. Guinea Ecuatorial no pudo escapar del lastre de sangre y guerras civiles que ha perseguido a casi todo el continente negro cuando sus hijos no saben qué hacer una vez son libres.


Así que la niña ‘Conchi’ creció junto a sus siete hermanos en la Calle de la Cruz. Años pedregosos porque su padre abandonó la familia y a su madre no le quedó más remedio "que dedicarse a la limpieza para levantarnos a todos".


Fue la primera lección de desamor, dice, que le dio la vida. Su madre era monja cuando su padre la "raptó" para casarse. "Después la dejó con un poco de chiquillos, se fue como se marchan los canallas, dijo que iba a comprar no sé qué y no volvió. Yo tenía 9 años en aquel momento y alcancé a pensar que hasta Mallorca habían llegado de Guinea para asesinarlo. Nada de eso". A él lo culpa de tantos años de "rasguño, frío y miseria".


"Pero a mí me aburren los discursos de tragedia, por eso prefiero recordar los días felices en los que podía jugar con el torso desnudo mientras las mujeres de la casa se contaban sus penas cantando de una habitación a otra". La suya era la única familia de negros en ese barrio, pero los gitanos la trataron como a una más. Y las prostitutas. Y los borrachos. Y los drogadictos. "No pretendo engañarme, mi infancia fue terrible, pero divertida".


Desde su habitación de hotel en Colombia, Concha estruja las palabras para recordar lo "jodido" que se le hizo abandonar ese mundo gitano para entrar a uno que le exigía taparse, ponerse zapatos para andar la calle, ducharse todos los días. "Fue un trauma brutal". Su alma vagabunda le exigió dejar el colegio y cruzar el océano para instalarse en Las Vegas para cantar en los casinos. Una ciudad deshumanizada, "donde mi vecina embarazada de gemelos vendía crack, donde los tiroteos hacían parte del paisaje... todo parecía un sueño de Kafka".


Pero como los gitanos le enseñaron a no sentir miedo, entonces hizo suyas las calles con sus noches. En los casinos Harrah’s y Luxor imitó a Tina Turner. Después de aceptar la invitación de Rachelle Ferrel, la dama del jazz, también se subió al escenario del Club Blue Note.


Que terminara enredada en esos aires libres de trompetas, pianos y bajos, cuando fue arrullada con coplas y guitarras, no fue casualidad. Así lo cree Andrés Nieto Molina, periodista de RCN que ha seguido en la distancia la carrera de esta cantante, compositora y arreglista, que si bien ha pasado durante años en Colombia por ilustre desconocida, ya tiene cuatro álbumes a cuestas y el honor de ser llamada la sucesora de Chavela Vargas, quien la bautizó el año pasado como su ‘hija negra’. "La madre de Concha era una amante del jazz y llevó a oídos de su hija la música de grandes como Ella Fitzgerald; recibió además influencias del flamenco y de las coplas; también de África, por lo que resulta difícil inscribirla en un solo género, sus sonidos representan la música de una ciudadana del mundo", asegura Nieto.


Ella misma lo reconoce al evocar a una mamá que escuchaba de todo, como era una africana de tribu y no de poblado, no reconocía tendencias. Todo le gustaba y todo lo bailaba". Ella misma lo canta en ‘New afro spanish generation’: "La soledad viene sin patria, donde te pilla te mata, mi hermano dame la mano; tanta patria y tanta convicción, vas a acabar sin corazón, yo no porque yo libre soy...


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Víctor Amela, desde el periódico La Vanguardia de Barcelona, intenta responder qué tiene esa negra bohemia y rebelde que él ha visto cautivar con su voz racial y electrizante a tantos auditorios. "Debe ser la forma en que combina con gracia sus raíces africanas y su sentido primitivo del arte con los sonidos del jazz más vanguardista. Es algo que no deja de sorprender: su primer disco —Buika— apareció apenas en el 2005 y si revisas su página oficial de internet descubres que su talento puede llevarla en un año como este a lugares tan disímiles musicalmente como Estados Unidos, Turquía, Colombia, Suiza, Puerto Rico, Canadá, Alemania, Polonia, Francia, Irlanda, Serbia y Rumania".


Debe ser —cree también Amela— que Concha desempolva nostalgias por Nina Simone, esa negra gringa que reinó a su anchas en el jazz, el blues, el ‘rhythm and blues’ y el soul. "Cuando escuchas a Buika te acuerdas de esa voz jadeante y sofocada de Simone, que terminaba las frases cantadas casi sin aliento". Súmale a eso —complementa el periodista— que se cruzó en el camino con Javier Limón, extraordinario productor y "artífice de grandes discos como los de Diego el Cigala. Fue con Limón que su carrera realmente despegó".


Es verdad. Junto a él, Buika ha grabado sus últimos tres álbumes. ‘Mi niña Lola’ llegó en 2006 con una Concha vestida de América, de África y Andalucía. Tiene algo de copla y flamenco, de cuero de tambor y de piano. El público la bendijo con aplausos y los jurados con premios. Ese trabajo discográfico fue reconocido como mejor producción musical y mejor álbum del festival de la Canción Española. Y se quedó además con el premio de la crítica fonográfica alemana.


Y eso que Buika también aprendió de los gitanos a ser desconfiada; por eso no cree en productores. Su primer contacto con ellos se antoja hoy como una bofetada dolorosa para su voz: le pidieron que ensayara con hip hop, "eso es lo que vende, golosina para muchachos", le aseguraron. Se dejó llevar, pero el asunto terminó en fiasco. Habrán intercedido las diosas de su mitología para que el mundo de la música posara de sordo ante ese primer intento.


Desde entonces se niega a trabajar con productores. "Yo compongo para no odiar y canto para no volverme loca. Y no necesito a alguien que me diga cómo no odiar y cómo no volverme loca. Prefiero trabajar con amigos que con productores; no tengo esta especie de sensación totalitaria de la creatividad". Así lo entendió Limón y juntos volvieron a la carga con ‘Niña de fuego’ en 2008, álbum doble que Buika acompañó con un libro de poemas escritos por ella e ilustrados con una serie de retratos íntimos. De nuevo la crítica rendida a sus pies: obtiene dos nominaciones a los Grammy latinos como mejor álbum y mejor producción del año. Las puertas de los festivales de jazz de medio mundo le extendieron sus tarjetas de invitación y hasta Nelly Furtado quiso celebrar la aparición de esa estrella y la invitó a grabar ‘Fuerte’, en homenaje a las mujeres.


España aprendió a creer que los nuevos artistas se habían olvidado del flamenco, del ‘quejío’, para entregarse al pop y a esas cancioncitas pegajosas que se bastan de un coro y un par de frases que rimen con cierta gracia. Buika, con sus curvas de fuego y su catadura espiritual, les devolvió la fe. Hizo suyo el flamenco de otros siglos y con su voz de cristal roto lo envolvió en jazz, en soul.


También en letras que hablan de amores y corazones ‘dolíos’. De hombres que pagan mal, de mujeres que no se dejan. De África, siempre África, "esa África duerme y alguien romperá su silencio, cuando despierte se hará realidad su sueño", se le oye cantar.


Esa niña de fuego que es Concha Buika, esa niña que ya ha vendido 35 mil discos, dice que compone para blindarse contra el resentimiento. "No puedo convertirme en un ser de plástico, en un corazón que bombea sólo por un lado, si se trata de odiar, odio también, pero prefiero enfrentarlo a través de mis canciones para que no se me ensucie el alma".


Así que Concha puede perfumar de dulzura sus letras y cantar "dime por qué tiene carita de pena, qué tiene mi niña siendo tan santa y buena, cuéntale a tu padre lo que a tí te pasa, dime lo que tienes reina de mi casa... mi niña Lola ya no tiene la carita del color de la amapola"...


Otra Concha, altanera y montaraz, deja su rebeldía en una canción y pregona que "en este planeta mío, este que tú gobernabas, yo ya he clavado mi bandera, tu no me clavas más nada, déjame vivir a mí, jodida, pero contenta".


Y España aprendió a amar a Concha Buika porque ella, con sus palabras de puñal y limón, se atreve a decir, por ejemplo, —ya no con música, sino con prosa— que es mujer de amores constantes. Que cree que como los seres humanos se casan para divertirse por eso mismo es necesario hacerlo varias veces. Que prefiere el regazo de África —así se llama su pareja— que sentir el amanecer con un hombre al lado; ¿y el papá de su hijo? Cuento del pasado, se separaron hace años. "De alguna forma envidio a los hombres porque el mundo fue creado por ellos y para ellos; de alguna forma los rechazo porque no aprenden a dejar de ser hijos, cuanto más envejecen es peor".


España aprendió a amarla el día en que confesó que había decidido dejar de ser adulta para volver a ser niña. "Y así será hasta que me merezca el laurel de ‘señora’. Hasta que no tenga la mirada que tiene mi madre".


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Amor, acaso más maternal, más de las entrañas, fue lo que llevó a que Chavela Vargas reconociera en esa negra indómita de Palma de Mallorca a su sucesora.


Fue un amor que se tomó su tiempo. Hace tres años, cuando ambas se cruzaron por primera vez en Madrid, Chavela no quiso subirse al escenario para cantar junto a Buika y a Martirio, otra artista española que también ha desafiado a los puristas combinando el flamenco con el tango.


Desde su habitación de hotel en Colombia, Buika recuerda la escena ahora como un episodio trágico-cómico. Tras el desplante, dice que pensó para sí: "Es una mujer de mala leche, pero es Chavela, la grande, la que escuchaba de niña, gracias a mi mamá, en la trastienda de mi casa allá en La Paloma".


El destino les hizo trampa de nuevo en México. Se dieron una oportunidad sobre el escenario después de guardar el desaire en el baúl de las cosas olvidadas. Chavela, a sus 88 años, emotiva y radical que ha sido siempre, la adoptó como su ‘hija negra’. Buika agradeció la bendición y aquella vez soltó frases sentidas. Dijo que a muchos artistas modernos se les olvida que para cantar hay que apretarse el cinturón, "ahora se canta detrás de la soberbia, del ego; detrás de conseguir un Grammy, no para huir del dolor en la tripa o el corazón como Chavela lo ha hecho toda la vida".


Y quiso decir más. Y lo hizo con las canciones de la propia Chavela. El año pasado, desde Cuba, Chucho Valdés propuso poner el piano al servicio de su voz ronqueta. Buika dijo sí y con la complicidad de Javier Limón, en catorce horas de grabación sin pausa en los estudios Abdala de La Habana, Concha dejó para ella, para ‘La Vargas’ y para el mundo ‘El último trago’.


Son trece canciones que su intérprete original ha paseado por el Carnegie Hall de Nueva York, el Luna Park de Buenos Aires y el Olympia de París. Ahora son trece bocados deliciosos —entre ellos 'Luz de luna', 'Un mundo raro', 'Soledad', 'El andariego', 'Las simples cosas' y 'Se me hizo fácil'— que no son boleros, no son rancheras, ni son flamenco. Lo que suena es una voz de cristal roto arropada con la piel de una criatura extraña que nació en Costa Rica y se mexicanizó muy joven.


Debió ser una tarea sin traumas. Las dos son bohemias: la dama de la ranchera embriaga su espíritu con tequila, la negra gitana con vino. Las dos han desafiado a los varones: Chavela siempre vestida de hombre, Buika desterrándolos de sus sábanas. Las dos sueltan palabras envueltas en humo: la española prefiere ‘porros’, ‘La Vargas’ los tabacos.


Así es la niña de fuego. La que apuesta por amores a tres bandas y rituales tribales, la niña que canta descalza, la que lleva tatuados en su lienzo de ébano a las diosas de una mitología a las que sólo ella se encomienda. La niña del ‘quejío’, a veces jodida, muchas veces contenta.

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