Moralito, en la tierra del olvido


Lorenzo Morales pasará a la historia como el juglar más viejo de la música vallenata y por ser un injuriado eterno por culpa de la canción que le dedicara su compadre Emiliano Zuleta: ‘La gota fría’. Hoy, a sus 96 años, pasa sus días huyendo del olvido. Relato de una tarde de recuerdos cantados sin acordeón.

Por Lucy Lorena Libreros

El maestro Lorenzo Morales se había resistido a ver a su compadre postrado en una cama de hospital enfermo de muerte. Hasta su vivienda del barrio Primero de Mayo, al sur de Valledupar, había llegado varias veces el eco doloroso de que su amigo estaba grave y que una estela de aparatos, que lograban el milagro diario de hacerlo respirar y comer, era lo único que le permitía seguir palpitando en este mundo.

Pero ese sábado de octubre fue distinto. Corría 2005 y una voz angustiosa arribó hasta al patio de la casa de ‘Moralito’ para avisarle con palabras de urgencia que la muerte parecía un asunto inminente: en cuestión de horas se llevaría para siempre a su eterno compañero de parranda.

Lo que sucedió después aún le emociona los recuerdos a Jairo Alberto Trillo, yerno del juglar, que ese día llegó con él hasta la habitación 309 de la Clínica Valledupar, donde Emiliano Zuleta Baquero, a sus 94 años, permanecía en coma desde hacía varios días.

La visita tardía del ‘negro yumeque’, como lo bautizó Zuleta en ese duelo de injurias de ‘La gota fría’ pactado hace más de medio siglo, le fue susurrada con alborozo al enfermo por una de sus hijas, más como una cortesía que por la certeza de que él respondería con un gesto repentino o un tímido apretón de manos.

Entonces sucedió lo que nadie imaginaba: lentamente el anciano fue despertando de su letargo y el atrevimiento que se permitió en ese momento con la vida le alcanzó para echarle un brazo en el hombro a su viejo compañero de piqueria y sentenciarle en medio de un abrazo de lágrimas calladas: “Ay, compadre, hasta dónde hemos llegado”.

Lo dijo, y volvió a sumergirse en la inconsciencia. Esa misma noche falleció.

Los detalles del episodio reviven ahora, cinco años después, durante un domingo de calor aplastante en ese mismo patio de donde partió ‘Moralito’ para despedir a su amigo.

Jairo Alberto está sentado a un costado de su suegro, intentando con poco éxito afinar una caja que su hijo aspira a tocar al día siguiente. Desde allí, sin mirar a los ojos, concentrado en su faena de lutier, se declara afortunado de haber presenciado ese gesto inolvidable de amistad: “Fíjese usted, el viejo Emiliano engañó a la muerte varios días porque sabía que no podía marcharse sin antes despedirse de su compadre”.

Ese compadre está ahora frente a mí, ataviado con una camisa de flores bien planchada, sombrero blanco y pantalón formal, como si en cuestión de minutos, tal como ocurría en sus buenos tiempos de juglar insobornable, los amigos fuesen a arribar por él para sumergirlo en una jarana delirante de nueve días.

Pero a sus 96 años, con su catadura de huérfano y su andar cansino, nada está más lejos de esos días felices de versos, de ron y de mujeres. ‘Moralito’ —como lo bautizaron desde muchacho por su baja estatura— no tiene hoy arrestos de salud suficientes ni siquiera para emprender de nuevo una visita de despedida.

Aquejado por el Parkinson desde hace varios años y por dolencias en el riñón y el corazón, el juglar más veterano de la música vallenata pasa casi todas sus horas apostado en una cama sencilla que sus hijas le trastearon hasta el patio. Los huesos del maestro ya no están para hamacas.

Imposibilitado para caminar sin fatigarse hasta el desmayo, los vecinos del barrio se acostumbraron a verlo asomado sobre una silla de ruedas en la entrada de la casa, especialmente en las tardes, abrigado por la sombra de un almendro frondoso. Desde allí saluda, a veces, levantando suavemente las manos. Habla muy poco y cuando se anima lo hace con pausas prolongadas y evidente dificultad, pero con una lucidez de miedo que le impide olvidar nombres completos de amigos, los pueblos que recorrió con su acordeón a cuestas y las mujeres que amó. Tampoco las canciones que ha compuesto en más de siete décadas de sones, puyas y paseos gozones.

Fue esa buena memoria la que le permitió, hace unos meses, anunciarles a sus hijos y a sus nietos que guardaba, escritas por ahí, varias canciones inéditas.

La noticia fue recibida como un Mejoral más que oportuno. Todos en casa presentían que, más allá de las dolencias del cuerpo, Lorenzo Miguel Morales Herrera sufría de un mal en el alma: padecía la enfermedad del olvido.

“Él se siente abandonado por el Festival de la Leyenda Vallenata, por los gobernantes y por los músicos de ahora, y eso lo deprime”. La afirmación es de Cecilia, una de sus hijas, que habla mientras acomoda una nube de almohadas sobre la cama para que su padre mantenga la espalda erguida y pueda atender más cómodo mi visita.

Morena, de figura rolliza y modista de oficio, vive con él desde hace seis años y se encarga de que a ‘Moralito’ no le falte el tinto a las cinco de la madrugada, apenas despierta, y el juguito frío de tamarindo en las mañanas cuando el sol “se pone necio”. De ella depende también que el músico tome a diario los siete medicamentos que lo mantienen con vida.

Lo de la depresión no es de ahora, prosigue Cecilia en su queja. “Es cuento viejo, desde que el Festival se volvió una mafia, una cosa de los que tienen plata. Tan olvidado está mi papá que hasta en la prensa ya lo dan por muerto”.

Indignada, Cecilia me lleva a las manos una revista que circuló con el periódico El Pilón, una semana atrás, en la que se lee una nota que lamenta la ausencia de los juglares “que ya partieron”: Jaime Molina, Alejo Durán, ‘Colacho’ Mendoza... Lorenzo Morales.

El maestro la escucha e intenta agregar algo, pero lágrimas tramposas le juegan sucio. “Es que ‘Moralito’ tiene rabia —dice la mujer en nombre suyo—. Imagínese, llevaba tiempo sin participar en el Festival y este año, después de que los hijos le rogáramos, lo convencimos de que se inscribiera con una canción inédita. Pero no ganó, ni siquiera lo pasaron a segunda ronda”.

Esa canción —‘La nevada y mi jardín’— es un paseo hermoso, compuesto cuarenta años atrás, que rinde tributo al paisaje de ese valle campesino que habitó Morales cuando agitaba el machete con el mismo virtuosismo con que batía las teclas del acordeón. Es un canto dedicado a las mujeres y a esos días en que la Plaza Alfonso López no se alzaba con sus ínfulas de parque de ciudad, sino que era una explanada de calles empedradas desde la cual podía avistarse las cumbres del cerro Murillo, vecino a la Sierra Nevada.

Voy a hacer una bandera pa’ ponerla en la nevada, pa’ mirarla desde aquí/ pa’ cuando vengan turistas a visitar estas tierras tengan mucho qué contar/ que la vean del Magdalena y del Cesar/ y que reinen los arhuacos por allí/ que se queden las gaviotas con el mar y los indios con el río Guatapurí...

Después de una fuerte recaída en diciembre pasado, que obligó al maestro a permanecer en un hospital durante dos semanas, el médico se animó a dar al paciente de alta bajo la condición expresa de que era necesario mantener a ‘Moralito’ animado. Los buenos momentos, dijo, alivirían más que cualquier medicina costosa.

En casa así lo entendieron: los nietos y sus novias se encargaron de que las parrandas volvieran al patio, y los hijos, de que su padre evocara, a través de videos, la época en que era célebre y periodistas de España y Alemania se turnaban para que, en compañía de Zuleta, contara cómo fue el bendito episodio que originó ‘La gota fría’.

Ese era el ambiente cuando alguien propuso llevar ‘La nevada y mi jardín’ al festival. ‘Moralito’, letra en mano, comenzó a silbar la canción para que Franklin, su hijo acordeonero, montara la melodía. Una vez lista, el padre dio su aprobación. Vinieron los ensayos. Alejandro, otro de los hijos, hizo el acompañamiento en la caja y Fernando, uno de los menores, en la guacharaca. El nuevo disco de Lorenzo Morales estaba en su punto. El juglar también: previo a la inscripción, había recibido una transfusión de sangre y eso, dice Cecilia, lo dejó como gallo bravo, listo para la pelea.

A bordo de un carro vetusto y amarillo, con pancartas coloridas, pitos y vivas, la familia en pleno llegó hasta la sede del Festival, en el Parque Consuelo Aráujo Noguera, para la inscripción.

Los fuelles de los acordeones se estiraron, felices, para celebrar la buena nueva. Hubo brindis con Old Parr y salvas de aplausos. El viejo ‘Moralito’ posó para las fotos en su silla de ruedas y hasta lloró de emoción cuando estampó su huella digital sobre un formulario. Desde la oficina de prensa del certamen se propagaba al mundo la noticia: ‘Lorenzo Morales regresaba a la fiesta vallenata con repertorio renovado’.

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El suceso llegó a oídos de Judith Solano en su casa de Urumita, un pequeño pueblo del sur de La Guajira. Sentada en la cocina, escuchó una voz potente que informaba en la radio que Lorenzo Morales, a sus casi cien años, se haría presente en la versión 43 del Festival de la Leyenda Vallenata. “Qué pensaría el viejo Emiliano Zuleta si viviera”, se preguntó la mujer, que de niña había escuchado muchas veces a su madre narrar el episodio de aquel día en que ‘Moralito’ estuvo “en Urumita y no quiso hacer parada, que se fue de mañanita, sería de la misma rabia”.

¿Y usted cree que Emiliano se hubiera enojado si viera a su compadre en esas?, le pregunto a esta urumiteña de 72 años, abuela de varios muchachos músicos y viuda de un acordeonero de ocasión fallecido hace ya rato. “Claro que sí. No ve que ellos hicieron un pacto de honor en el que se prometieron que cuando uno muriera, el otro no volvería a cantar ni a tocar”.
Zuleta había sido el gestor de aquel pacto. Morales dijo sí, “presintiendo que a lo mejor Dios nos iba a permitir morir a los dos al tiempo, para que ninguno se privara de la parranda”, me confesaría después.

Porque si alguna vez posaron de enemigos que se injuriaban y se recordaban la madre de pueblo en pueblo, en el ocaso de su amistad fueron compadres entrañables que se visitaban sin motivo y se sentaban tardes enteras para intentar abanicarse con esos vientos modernos que soplaban en la música que ambos ayudaron a difundir.

Eso no era precisamente de lo que hablaba la madre de Judith cuando echaba su versión del duelo de piqueria que dio lugar a ‘La gota fría’ por allá en los años 40 y que, a decir verdad, a fuerza de tanto repetirse de boca en boca, es la misma que pregonan en cada esquina de Urumita: que ‘Moralito’ fue un cobarde sin remedio y que si bien le ganaba a Zuleta interpretando el acordeón, Emiliano lo superaba con creces cuando de versos repentinos se trataba.

Lorenzo encuentra ánimos para hablar cuando escucha que la conversación en su casa gira ahora sobre la canción más conocida del vallenato. Emiliano y él nunca pelearon, explica. “Lo que pasa es que cada uno tenía su bando de seguidores y los unos se encargaban de ‘carbonear’ a los otros con tal de que tocáramos”.

Pero, si no estaban de pelea, ¿por qué en esa canción usted termina convertido en el colombiano más insultado de toda la historia de la música vallenata?, le inquiero.
El maestro lanza una risita tímida. Seguramente, me advierte Cecilia, por los días en que la salud era próspera ‘Moralito’ hubiera lanzado una carcajada sonora. Pero ahora “los días míos se están quedando sin batería, ya estoy como carro viejo, que ni pa’ lante ni pa’ trá”.

Vuelve a la historia: “Yo no fui un cobarde. Él me mandaba a decir a Guacoche, a través de versos que pregonaban los parranderos, que él me esperaba en Urumita. Un día las cosas se dieron, mi mamá me pidió que le hiciera un mandado allá. Zuleta me esperaba en una ‘cumbiamba’ en la que estaba tocando. El hombre ya estaba muy borracho, así que cuando comenzó a retarme le pudo el trago y confesó que en ese estado no podía tocar bien”.

‘Moralito’, recuerda, se apoderó del trono abandonado y continuó la fiesta. Luego se enteró de que, al día siguiente, Zuleta había vuelto a buscarlo para medirse por fin en igualdad de condiciones, “pero como yo no sabía, pues no me encontró. Como andaba en mi burrito, yo tenía que ‘mañaniar’ (madrugar) para seguir mi camino. Y de eso fue que él se pegó para llamarme cobarde y negro yumeca (forma de ofender a los desarraigados de la zona bananera), para decir que no tenía cultura por haber nacido en los cardonales. Y lo peor, que me había caído la gota fría”.

¿Nunca pensó en desquitarse?, le pregunto. “Pues le hice uno que otro verso, donde yo lo llamaba blanco ‘descolorío’, pero eso a mí no me importaba, sabía que luego de ese episodio a nosotros nos iba a ocurrir lo mismo que a los boxeadores: después de tanta paliza no nos quedaría más remedio que darnos un abrazo”.

Y se dieron muchos. El último fue el de aquel sábado, en esa cama de hospital donde agonizaba el compadre, quien terminó por componer ‘La gota fría’ en 1942. Seis años después la grabó Guillermo Buitrago con el nombre ‘Qué criterio’. En el 64, ‘Colacho’ Mendoza la grabó con acordeón con el título que hasta hoy se le conoce.

Y así, con un abrazo de amigos, terminaban también cada una de sus incontables presentaciones en tarima, después de que Carlos Vives internacionalizara esa canción, que terminó en la voz de Julio Iglesias y en los acordes de la Orquesta Sinfónica de Francia. Tras el rescate de esa emblemática pieza musical, al par de viejos los llamaban para presentarse por el país. Todos querían comprender cómo era eso de que dos amigos del alma podían insultarse a verso limpio.

Fue una etapa que disfrutaron como niños, “montando en avión y comiendo en hoteles”. Una época que favoreció sobre todo a Emiliano Zuleta que, según cuentan, en un par de años por conciertos y regalías recibió más de $400 millones. Dinero que nunca había visto en su vida.

A ‘Moralito’, en cambio, sólo le quedó una fama injusta, que su hija Lucy reconoce con tristeza: “Se cree que la historia musical de mi papá empieza y termina con ‘La gota fría’, pero él compuso sones, paseos y puyas, y tiene un pocotón de canciones inéditas”.

Lorenzo prefiere verlo con otros ojos. Piensa que la suya es una suerte rara de perdedor que salió del combate con los brazos en alto. “Siempre he creído que al que le van a dar le guardan, aunque mi compadre me trató mal (risas). Yo salí ‘ganancioso’ porque mucha gente aún piensa que ‘La gota fría’ la compuse yo, pero con el bolsillo ‘pelao’, no porque mi compadre fuera tacaño, creo que más bien fue olvidadizo. Qué importa, a mí la plata me ha desprotegido siempre”.

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Amainando el calor sofocante de Valledupar con un vaso de limonada, Julio Oñate Martínez, investigador cultural, intenta explicar, sentado en una casa del barrio Los Mayales, por qué la figura y la obra del maestro Lorenzo Morales parece naufragar en el olvido, pese a que en 1999 fue declarado Rey vitalicio del Festival de la Leyenda.

Convencido de que ‘Moralito’ ganaría en la categoría de canción inédita, para Oñate “ni siquiera los organizadores del Festival tienen la dimensión de lo que representa Morales, un compositor prolijo que dejó para la historia del vallenato clásico piezas inolvidables como ‘La primavera florecida’, ‘La malena’, ‘Amparito’ y ‘El errante’. En todo caso, creo que lo que afectó a Morales es que no tuvo una descendencia que perpetuara sus canciones, distinto a Emiliano Zuleta, cuyos hijos son músicos de talento comprobado”.

Dueño de una lírica auténtica, Oñate destaca en este juglar nacido en Guacoche, Cesar, su capacidad para convertir sus canciones en crónicas extraordinarias que narraban el acontecer de su región. “Como la vez que compuso ‘La mala situación’, que habla de las dificultades de los agricultores de maíz cuando el clima es adverso y las cosechas se echan a perder y encima los bancos no hacen préstamos para arrancar de nuevo”.

Doña Juana Herrera, madre de ‘Moralito’, no advirtió esas virtudes tempranas en su hijo, ni siquiera porque a los 12 años el muchacho tocaba el acordeón con solvencia, después de aprenderlo a oídas de su hermano Agustín, quien solía comprar sus acordeones en la zona bananera por los días boyantes de la United Fruit Company.

A los 17 era mirado con respeto. Y muchos, incluso, lo creían heredero de la nota alegre de ‘Chico’ Bolaños, reconocido juglar de comienzos del Siglo XX. Su consagración como acordeonero llegó cuando se impuso sobre Abel Antonio Villa, entonces un músico curtido en parrandas y correrías por todo el Magdalena Grande.

‘Moralito’, así, se inscribió en las páginas del arte narrativo popular de Valledupar junto a decimeros, improvisadores y cuenteros, y esos trashumantes mujeriegos y fiesteros que alegraban corazones a punta de canciones y paliaban la nostalgia de los estudiantes de provincia del Liceo de Santa Marta. “Cuando yo llegaba a una parranda era como un ángel entrando a una iglesia, todo el mundo me esperaba”, reconoce Lorenzo, sin falsa modestia. Pero un día
—recuerda— agobiado por ‘la mala situación’ y el escaso dinero que dejaba el acordeón, silenció la música y compró una tierrita “en la Sierra del Perijá, cerca a Codazzi, Cesar, y me puse a sembrar café”.

El destierro duró más de 20 años y tomó por sorpresa a los parranderos, “que se sintieron huérfanos de fiesta por culpa mía”. Uno de ellos, Leandro Díaz, arrastrado por la pena del juglar ausente, compuso ‘La muerte de Moralito: Si fuera un mexicano el que acaba de morir, corridos y rancheras todo el mundo cantaría/ pero murió Morales, ninguno le oyó decir/ murió poéticamente dentro de la serranía.

Las mujeres también sintieron ese vacío. Eso dice ‘Moralito’ con picardía, mirando de reojo a la ‘Seño Ana’, la última de sus mujeres, que vive junto a él, también en silla de ruedas, en esa casa del Primero de Mayo. “Ellas me perseguían ¡y yo qué culpa! no ve que siempre andaba bien vestido y perfumadito”.

—Y, ¿cuántos hijos maestro?
Ay, mijita, si me pusiera a hacer la cuenta le quedaría debiendo al Bienestar Familiar. Creo que son como 40, y como 80 nietos. Ahora que me pregunta, hace rato que no veo a un pelaíto nuevo por la casa diciéndome: “Ajá, abuelito”.

—¿Y la ‘Seño Ana’ cómo le lidiaba tanto romance?
Ella nunca ha sido mujer celosa. Con decirle que una vez se enteró que tenía cuatro mujeres a la vez y me dio plata para que no fuera irresponsable con ninguna.

—Me imagino que descansó el día en que usted colgó el acordeón, después de la muerte de su compadre Emiliano Zuleta...
—Imagina mal. Ella sabe que cuando miro mi acordeón me da mucha nostalgia. Pero, cómo hace uno, si el tiempo no perdona y las fuerzas se van acabando, así como se acaban las cosechas y las subiendas. Si Dios no me ha querido llevar es porque no me necesita todavía. Y yo no le pienso llevar la contraria...

Comentarios

  1. Me encanta, Lucy, y creo que tienes una beta grande en el Valle (el de Uqpar), y estás de comadre con los cronistas grandes costeños, hermanos tuyos de coracón: alberto salcedo, como el primero; y Mcauslando como segundo, porque este no tan bueno escribiendo sino televisando historias.
    Me hubiera gustado,ve,como final, que tuvieras la palabra tú, aunque la frase final sea una maravilla, me hubiera gustado un remate tuyo, sólo tuyo.
    Pero, por lo demás, soy tu fan. Y ojalá pueda leerte mucho tiempo y en todas partes.
    Un beso
    Cristian Valencia
    admirador

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  2. Hola Lucy, he leido todo lo que publicas en tu blog y es muy interesante, yo tambien soy periodista en Mèxico, saludos!

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