La última periodista salvaje


Fragmento de un encuentro en el Festival Malpensante con Leila Guerriero, ganadora del Premio Nuevo Periodismo Cemex+FNPI.

Por Lucy Lorena Libreros


Ruta cero’. Así se llamaba el cuento. El título se leía en letras tímidas al comienzo de unas páginas que terminaron en las manos de Jorge Lanata, entonces director del diario Página/12 y una de las voces del periodismo investigativo más veneradas de la Argentina.

El relato había arribado en 1991 a la sala de redacción en un sobre sellado, sin más pistas sobre su autor que una firma de mujer: Leila Guerriero. Ni un teléfono. Ni una dirección. Pero al fin de cuentas un relato tan bien logrado que, dos semanas después, a esa escritora en ciernes la despertaba, en su casa de Junín, el alborozo de su padre pues no podía dar crédito a lo que veía: el nombre de su hija aparecía en la contraportada del suplemento Página/30, en el que lo natural era hallar plumas de oro como Oswaldo Soriano y Martín Caparrós.

Lanata no había encontrado más camino que publicar el cuento sin permiso de su dueña. Era la primera vez, confesaría luego, que se arriesgaba con un autor desconocido. Como era también la primera vez que Leila Guerriero conocía el milagro de la letra impresa.

La insolente joven, que a sus 21 años sentía que conocía todos los misterios del arte de escribir, se vio obligada a abandonar las tundras de la ficción, de esos mundos fantásticos que tejía desde niña —alimentados con dosis desconsideradas de buena literatura— y terminó arropada por el periodismo. El responsable, cómo no, había sido el propio Lanata, que la llevó a trabajar en Página/30, publicación mensual del periódico que dirigía.

Ese es el origen de todo. De las crónicas, perfiles y reportajes exquisitos que lectores de toda Hispanoamérica han devorado con entusiasmo en Vanity Fair y El País de España; en SoHo, Don Juan y El Malpensante, de Colombia; en Etiqueta Negra, de Perú; en Letras Libres y Gatopardo, de México; en Paula y Sábado, sendas revistas de Chile.

Y es el origen, claro, del galardón que recibió este mes, el más importante que se concede en este continente a periodistas magistrales como ella: el Premio Nuevo Periodismo Cemex+FNPI. Un jurado integrado por Ambar de Barros, Sergio Dahbar y Juan Villoro creyó que su conmovedora historia ‘El rastro en los huesos’ —publicada en El País de España y Gatopardo—, inspirada en el trabajo de un grupo de forenses argentinos, sobresalía entre los 963 trabajos que se presentaron en la categoría de prensa escrita.

Es un texto que retrata a su autora muy bien: muestra carácter, ausencia de sentimentalismos, minuciosidad en el detalle y frases delicadas y pensadas con reposo. Leila, como sus crónicas es así: en frente tuyo, en persona, es una figura menuda, de fina silueta y manos de pianista. Dedos largos y delgados. Voz sedante. Pausas prolongadas al dialogar. Acento ‘porteñísimo’. Palabras que se arrastran al final.

En frente de sus páginas, uno parece asomarse a otra mujer. En el planeta de Leila Guerriero hay historias de espanto, la de la mujer que mata a sus amigas con tazas de té. De tragedia, un gigantón que después de pasar por la NBA consume sus días en la pobreza y en una diabetes sin dolientes. De tristeza contagiosa, un grupo de chicos que escoge el último rincón del mundo, La Patagonia, para suicidarse.

Todo eso se lee como si fuera literatura cuando en realidad es periodismo. Bueno, periodismo narrativo. Un oficio que no estudió en ninguna universidad. Porque para su verdadero oficio, escribir, no ha necesitado domesticarse “con teorías de la comunicación y todas esas cosas inútiles que enseñan en la universidad”. Es una suerte, entonces, de periodista salvaje.

Leila, ¿cómo sintió que había una historia para contar en ‘El rastro en los huesos’?
Había leído en prensa un par de notas publicadas sobre el equipo argentino de antropología forense. Eran muchachos que habían llegado a esta labor siendo muy jóvenes y que habían tenido que aprender a sobrellevar la relación con los familiares de las víctimas de la dictadura argentina, cuyos cuerpos era su responsabilidad recuperar. Era sorprendente cómo tenían que aprender a mantener la distancia, a guardarse las lágrimas por más desgarradora que hubiera sido la desaparición de estas personas. No es fácil que tu trabajo gire en torno a las secuelas de una dictadura, una especie de máquina estatal que traga personas y escupe huesos.

Está clara su teoría de que un periodista no necesita pasar por la U para aprender del oficio. Pero menos necesita ser un experto en turismo, ¿cómo termina usted metida en esos terrenos?
No lo sé, a mi en realidad lo que siempre me gustó fue escribir. Y desde esa época comprendí que escribir me organizaba el mundo. Mi papá y mi abuelo eran grandes contadores de cuentos y desde chica construí un mundo fantástico en la cabeza. Cuando crecí no supe cómo resolver ese asunto, sentía que no quería que un profesor viniera a decirme cómo colocar sujetos y predicados porque era mucho lo que había leído. Con más dudas que certezas estudié turismo pues en esa carrera aprendías geografía, historia, arte; y además siempre había alimentado el sueño de viajar. Pero cuando comencé a trabajar en una agencia de viajes sentí que estaba del lado equivocado del mostrador: no era yo la que viajaba, eran los otros.

Pero, ¿por qué esa fascinación por la literatura no la arrastró por otros caminos?
Lo intenté, estudié dos años de letras, pero sentí que me estaba embalsamando en la lectura. Esa carrera en Argentina, no sé si es igual en todas partes, está más enfocada a la crítica literaria que a la creación. Entonces no hay cursos de escritura creativa y mi única certeza era que quería era escribir. Yo era la típica chica que escribía en los periódicos del colegio y a la que todo el mundo felicitaba por ser la mejor alumna en literatura. Pero, como buena adolescente, era soberbia, y desde entonces tuve claro que para aprender escribir no necesitaba pasar por una universidad.

Uno imagina que le han llovido muchas críticas con eso de que para hacer periodismo no hay que pasar por una universidad...
Es probable, pero siento que le debo mi formación al buen periodismo que consumí durante años. Los textos de Rodrigo Fresán, Martín Caparrós, Jorge Lanata. Durante tiempo me la pasé ‘canibalizándolos’, aprendiendo de la forma en que construía sus historias porque sentían que lo hacían con la misma sensualidad con que los grandes escritores hacían sus novelas. De todos modos, siento que ni la mejor universidad puede salvar a un del peor de los pecados: escribir textos aburridos, monótonos, sin ni matices.

Pero entiendo que sus planes nunca estuvo tampoco ejercer el periodismo...
Sí. De hecho, mi primer contacto con un periódico fue a través de un cuento, no de una crónica o un artículo. Fue un cuento que le mandé a Jorge Lanata, de Página/12, pero sin muchas esperanzas en realidad de que me lo publicara. Y sucedió que sí, que le interesó. “Vení que te quiero conocer”, me dijo cuando lo llamé a darle las gracias. En ese momento sentí que había algo del orden de la oportunidad, aunque el periodismo seguía sin figurar dentro de mis planes, ni siquiera cuando pisé la sala de redacción. De Jorge varios consejos valiosos. Me dijo que si quería escribir lo primero que debía hacer era emigrar de Junín, el pueblo en el que había nacido. Y después, cuando me contrató como periodista, me dijo con ironía: “andá y defendete como puedas. Cuando te cierren las puertas no las golpees, tíralas abajo a patadas”.

Se nota que le ha hecho caso...
Bueno, no sé si soy buena periodista. Pero ahora que está tan de moda decirse cronista, prefiero llamarme periodista, me harta esta cosa de que ahora todos somos cronistas y periodistas narrativos. Mi empeño es alejarme de esas notas de vidas chatas, planas y sin aristas que se cuentan en los diarios. Cuando se trata de contar una historia lo que importa es la mirada, que sea distinta y curiosa. Siempre he creído que la fórmula es aplicar curiosidad, derrochar paciencia y cultivar discreción: preguntar como quien no sabe, esperar como quien tiene tiempo y estar allí como quien no está.

Aún así, la crónica se mira con recelo y muchos medios la tratan casi a como a una Cenicienta...
Es una realidad que hay más periodistas con intenciones de hacer periodismo narrativo, que espacios donde publicarse. Ahora bien, no creo que los lectores que consuman crónicas e historias largas sen los mismos que devoran los libros de Pablo Cohelo, se trata en realidad de un arte de minorías porque se hace con tiempo, a mí me puede tomar hasta tres días construir un párrafo. Así, como la poesía o el cine oriental, que no son artes masivos. Pero existen, tienen su público, siempre habrá quien los reclame. Un muchos, lo sabemos, reclaman el periodismo narrativo.

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