Este 2013, cuando se conmemora una década de la muerte de Enrique Buenaventura, muchos le dan las gracias a Jacqueline Vidal, su esposa, por mantener vivo el legado del maestro y de su obra cardinal: el Teatro Experimental de Cali. GACETA reconstruye la historia de la mujer que un día llegó de Francia y nunca quiso buscar el tiquete de regreso. Arriba el telón.
Por Lucy Lorena Libreros
Foto: Bernardo Peña
Vista de lejos, se confunde entre los bellos cuadros que penden de las paredes de la casa. Bien puede ser uno de esos que el maestro Buenaventura pintaba al óleo: sobre fondo rojo, la figura grácil, el rostro delicado y los cabellos plateados y algo desordenados de una mujer de semblante dulce. Esa mujer, que no luce artificios de tocador para disimular la vejez, aspira un Malboro y se ríe. Hará ambas cosas, varias veces, en las próximas dos horas: fumar y celebrar con sonrisas luminosas los recuerdos. Fumar otra vez. Y esos recuerdos son muchos. Jaqueline Vidal tiene 75 años recién cumplidos y una vida entera dedicada por completo al teatro. De niña, allá en esa Marsella francesa que aún no conocía la guerra, la niña Jacqueline jugaba a crear personajes e historias. Lo hacía en esa escuela de señoritas bien portadas que ella no disfrutaba mucho. Su memoria sin goteras le trae al presente una escena de entonces: dos enamorados se contemplaban sin prisa mientras miraban la luna. “Y como yo era la más grande del salón, me tocó hacer de hombre”.
Y ríe de nuevo. Suave. Igual a como habla: en voz baja, con su acento galo discretamente difuminado. Su voz suena en tono menor, como si hablara en minúsculas.
A esta hora de la mañana esa voz es lo único que se escucha en la casa dormida, cuyo paisaje domina un frondoso árbol de mango que se alza en el centro del patio. Estamos en la casa del Teatro Experimental de Cali. La casa amable de siempre: la que está en Santa Rosa, a pocas cuadras del centro histórico. Fachada de ladrillo, puerta metálica. Calle Séptima. Carrera Octava. La que el maestro Enrique Buenaventura compró con el dinero de un premio generoso —de esos que ya no se ven para el teatro— poco tiempo después de haber fundado, en 1963, una escuela que acabó por formar a una generación memorable de actores en el país.
Esa casa ha sido siempre la sede del TEC. La sigla hablaba en sus inicios de un asunto que se diluyó pronto, Teatro Escuela de Cali. Luego, una pequeña variación —Escuela por Experimental— y luego también la sensación extraña y grata de que los nombres del TEC y de esta ciudad jamás volverían a escribirse por separado.
Fue también la casa a la que llegó Jacqueline en 1961, después de que Buenaventura —así lo llamará siempre— le cumpliera la promesa de traérsela consigo tras decirse adiós en Francia. Se habían conocido allá no hacía mucho.
La historia previa ocurrió así: el maestro Buenaventura había sido invitado por el Teatro de las Naciones de París para presentar sus obras y había ganado una beca para quedarse en Europa durante un año y dedicarse a placer a ver teatro por todo el continente.
Por aquellos días, un amigo chileno, periodista, le dijo a Jacqueline, casi de manera providencial: “ojalá puedas conocer al colombiano que anda por aquí, es igual de apasionado por el teatro que tú”.
Picada por la curiosidad, ella —por entonces de 22 años— asistió a una de las obras que presentaba el caleño en el Teatro Sarah Bernhardt, el más importante de la capital francesa. “Y yo no tuve más que verlo para saber que a él, a Buenaventura, lo había soñado. No en el sentido de cuento de hadas, había soñado a un hombre que entendiera el teatro como yo, con toda su riqueza; un teatro profundo, comprometido”.
Es que Francia y Jacqueline, a comienzos de los 60, se preparaban, quizá sin saberlo, para aquel mayo de “hagamos lo imposible” y “prohibido prohibir”. Los estudiantes desafiaban el mundo. Las clases obreras alzaban la voz. La mujer había puesto sus ojos en personajes como Ho Chi Minh, poeta y político comunista vietnamita, que le vendía al mundo la idea de una sociedad libre y a ella y miles de su generación el pensamiento anticolonista. La chica de Marsella se sentía asfixiada por la mirada secular masculina y patriarcal con la que se contaba la historia. Jacqueline quería alas. Y sucedió que un poeta y narrador colombiano las hizo para ella.
Lo que siguió después se llamó amor. “Buenaventura me prometió que una vez llegara a Colombia montaría ‘La discreta enamorada’, una obra de Lope de Vega. Estaba seguro de que con ella se ganaría un premio nacional de teatro y que con ese dinero podía mandarme el tiquete”, cuenta Jacqueline.
El maestro cumplió y ella cruzó el Atlántico a bordo de un ‘avianco’, como decía Buenaventura, durante 38 largas horas. “Pero lo que siempre he dicho es que a él se le olvidó darme el pasaje de regreso”.
Y ríe.
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Poco a poco esta casa del TEC va despertando. Es un viernes de Semana Santa, un día festivo. Y sin embargo, cuando aún no son las diez de la mañana, a la sede van llegando los actores. Todos son muy jóvenes, se nota enseguida. Al fondo ves a un chico de camiseta negra que no debe tener más de 20 años. Luego sabré que se llama Daniel Gómez y que en pocos días dirigirá su primera obra. Muy cerca de él aparece una jovencita de jeans y gorra rosada, Daniela Rodríguez, que se sienta junto a la maestra Jacqueline para acompañarla con otro Malboro —otro más— y escucharla recordar.
La escena se repite a diario. El actual elenco del TEC está conformado por 16 actores, jóvenes casi todos. Casi. Por ahí anda el afable Serafín Arzamendia, actor que completa 20 años en el TEC y que no ha encontrado motivos para saltar del barco, ni siquiera en la mala hora de la casa, hace una década, cuando Enrique Buenaventura perdió su batalla con la muerte. El hombre bebe un café negro y a lo lejos también toma asiento para escuchar hablar a Jacqueline, la actual directora.
Ya entiendo a qué se refería Nicolás Buenaventura —hijo de ambos maestros—, desde un teléfono en Francia, cuando decía que no había crecido en Cali “con una familia sino con una comunidad”.
La gente del TEC, generación tras generación, ha aprendido a guardar la serenidad de esos viejos actores que se acostumbraron a la escasez y no a la fama. Es uno de los legados de Enrique Buenaventura: actor no es solo el que interpreta un personaje, actor es también el que barre el escenario y pega la puntilla para que la escenografía quede en su punto. Nadie se hace actor en el TEC con la idea de hacerse divo. Si quieres eso, vete a hacer comedias.
Por eso es que todos llegan temprano. Lo hacen para ensayar y estudiar, sí. Pero también para que esta vieja casa de dos plantas esté ordenada, para que el patio de la entrada luzca amable, para que las graderías de la sala de teatro permanezcan limpias.
Hace poco, me cuentan, como parte justamente de la conmemoración de los diez años de la muerte del maestro —fallecido el 31 de diciembre de 2003—, todos ayudaron a montar una exposición de 27 pinturas y retratos suyos.
Jacqueline parece la más activa de todos. Vive a pocos pasos del TEC, en el segundo piso del edificio Los Alpes, y llega a diario antes de las 8. Participa del entrenamiento físico y de las jornadas de investigación y de ensayo junto a los demás actores. A veces hay cartas que mandar a una ministra o a un secretario. Y ella se encarga también de esas minucias de la supervivencia.
El elenco almuerza junto. Uno de los actores cocina. Así que en el TEC notas pronto que la vida se va contando en la más absoluta fraternidad, sin olvidar que todos están ahí para mantener prendida la llama del legado de su fundador.
“Él no solo fue dramaturgo. Ahí nos dejó su poesía, sus cuentos, su música, su pintura. Todos sabemos que ya no vive entre nosotros, pero todos sabemos también que solo de nosotros depende que siga vivo en la memoria de esta ciudad”, dirá Daniela, antes de que Jacqueline, con otro cigarrillo entre sus dedos largos, continúe con la memoria encendida, dispuesta a seguir recordando.
Habla de su arribo a Cali. Había estudiado español desde los 14 años y conocía Latinoamérica gracias a un profesor guatemalteco que la ayudó a bucear con éxito en su historia y su literatura. Con ese insumo llegó a América. Solo diez meses después quedaría en embarazo de Nicolás y un par de años más tarde comenzaría a trabajar en el TEC, primero como directora de escenografía y luego como actriz y directora.
Tuvo que hacer, antes de eso, un ‘curso acelerado’ para poner de acuerdo el castellano aprendido en Europa —demasiado cercano al de España— con la jerga locuaz y desabrochada que la recibió en Cali. Durante sus primeros meses aquí prefirió callar. Hoy evoca esos días con picardía porque al poco tiempo se hizo una caleña más, exiliada por completo de las formalidades de la exquisita Francia.
Dueña en poco tiempo de una renovada confianza, Jacqueline Vidal fue convirtiéndose en el ángel tutelar del sueño fundado por Buenaventura. “Pero no porque detrás de todo hombre haya una gran mujer, como dicen, él no permitió eso y nos dejaba pasar a las mujeres delante suyo”, dice ella entre risas.
No fue, pues, Jaqueline Vidal una de esas mujeres que, a manera de premio, reciben de parte de críticos y biógrafos el crédito de ser la musa de, el sustento emocional o, en la mejor de las situaciones, la influencia reveladora de su esposo.
No señor. Durante medio siglo, la dramaturga francesa se ha metido en la piel de los personajes de clásicos del TEC como ‘Crónica’, ‘El lunar en la frente, ‘Ópera bufa’, ‘Siete pecados capitales’, ‘La importancia de estar de acuerdo’, ‘A la diestra de Dios padre’, ‘El maravilloso viaje de la mentira y la verdad’.
También ha dirigido varios de esos montajes y se hizo un soldado más de esa batalla del TEC y su creador para convencer a los escépticos de que había que formar actores para el arte y no para el espectáculo. Más preocupados por el cuento que por las cuentas. Ese asunto, me explicará, fue la razón de que Fanny Mickey se fuera del TEC y de que varios actores migraran a otros escenarios como la televisión. “Ese era el tipo de teatro en el que todos empezamos a creer, teatro que celebra pero que también cuestiona la vida, el país, la injusticia”, dice la maestra.
Era un teatro —ya es historia y está documentado— que celebraba también un método antiguo, proveniente de la literatura rusa, que hizo del TEC una república independiente en el escenario del teatro colombiano: la creación colectiva. Ha sido su sello en más de 60 años de existencia.
Lo sabe Aída Fernández, una de las primeras actrices del lugar, hoy docente del Instituto Bellas Artes. “¿Qué es la creación colectiva? Es difícil explicarlo. Es algo que tienes que vivir porque no tiene una receta. Es una experiencia que se pasea por la improvisación, que explora en la esencia de cada actor, que es lo más importante que tiene el teatro. No es una ciencia exacta, porque así la obra hubiera sido montada otras veces, llevarla de nuevo al escenario implicaba empezar de cero y aportar entre todos. Gracias a eso fue que el TEC creó una dramaturgia y un lenguaje propios”.
Fue un método que Aída vivió durante más de treinta años como actriz de planta. Y es el mismo con el que Daniel y Daniela se hacen actores hoy. Y, si eso es así, ¿cómo ha logrado permanecer vigente en Cali la creación colectiva, un tipo de teatro que puede oler a añejo, a polvo de los años?
La respuesta la entrega enseguida Beatriz Monsalve, actriz de fuste, hija orgullosa del TEC y hoy directora del grupo de Teatro Barco Ebrio: “Esa ha sido la gesta de Jacqueline Vidal: mantener vivo el legado y la propuesta teatral de Enrique Buenaventura desde su muerte, hace diez años, cuando muchos temimos que ese teatro, que es patrimonio de la ciudad, fuera a desaparecer”.
Es lo mismo que se le escucha decir a Orlando Cajamarca, director de Esquina Latina. “Suele pasar que cuando los procesos artísticos están amarrados a una figura, estos naufraguen cuando esa figura ya no esté. Lo loable aquí es que Jacqueline ha logrado mantener, contra viento y marea, el interés por la obra de Enrique Buenaventura, impulsando incluso un Centro de Documentación para preservar su obra completa en otras áreas distintas al teatro. A ella, sin duda, le debemos haber dado esa pelea y estarla ganando. De no ser por ella, hoy el TEC sería apenas una casa con una placa en la que se leyera: aquí vivió y murió Enrique Buenaventura”.
Qué cantidad de aplausos, sí. Pero no ha sido fácil. El asunto no estaba igual de claro aquél diciembre de 2003 cuando la maestra francesa tuvo que recibir un año nuevo con el sol indeseable de la mañana sin él, sin Buenaventura.
Solo en la muerte, ella aprendió a medir toda la fuerza de su amor. El hombre al que tantas veces había visto calzar sus sandalias peregrinas y viajar con su teatro de autor por el mundo, se marchaba sin remedio.
Tomar la decisión de dirigir el TEC llegaría mucho tiempo después. Nicolás Buenaventura —que muchos creían heredero natural— ya había expresado que ese no era su camino, que le “quedaban grandes la silla y los zapatos de Enrique”, como llama a su padre.
Jacqueline piensa en esos días. “Me dolió mucho su muerte. Yo no quería dirigir el TEC porque hasta entonces el encargado había sido él y no me sentía capaz… Me aterraba la idea”. Casi cuatro años después de un silencio triste, se decidió a no dejar morir el teatro. Lo hizo con terquedad de Acuario; aprendió a ser esposa en la vida y en la muerte. Quizá sucedió lo que repite Gabo: la trampa de la nostalgia quita de su lugar los momentos amargos y los vuelve a poner donde ya no duelen.
Ya no dolía la muerte de Buenaventura. Dolía más no celebrar su legado. Y era mucho lo que había por hacer. La sala del TEC se deshacía, se caía en módicas cuotas. Entonces, ella hizo lo que su esposo siempre: tocar puertas, pedir auxilio. La Cámara de Comercio dio la bendición y la empresa privada se metió la mano al bolsillo. Hoy da gusto sentarse en una sala renovada y tomada por asalto por actores jóvenes que siguen llevando a escena las casi 60 piezas escénicas que dejó Enrique Buenaventura.
Ha sido una lucha en la que a veces se ha sentido sola, reconoce ahora. “Pero no hay porqué quejarse. Solo también lo dejaron a él durante mucho tiempo. El TEC se la ha pasado con saldo rojo desde hace más de 50 años”.
Esa soledad, dicen otros, se debe quizá a que Jacqueline Vidal se ha negado a permitir que el TEC se oxigene con otro tipo de propuestas teatrales. Eso cree Fernando Vidal, dramaturgo, director de teatro y hasta hace poco decano de la facultad de teatro de Bellas Artes.
Pese a que reconoce que la maestra Jacqueline ha sabido conservar una escuela que forma actores en el difícil arte de la improvisación y que ha perpetuado el método de creación colectiva, “uno siente al TEC aislado. Cerrado a otras posibilidades. Es un modo de hacer teatro que tiene cierta fragilidad, que no se adapta a las exigencias de lo que la gente busca hoy cuando va a teatro; porque este, seamos honestos, no es un país de teatro ni de dramaturgos”.
Nicolás, desde Francia, escucha estos planteamientos. Sabe que de por medio está la labor de su madre —de “Jacqueline”, como prefiere llamarla, Jacqueline a secas— y dice que ella ha hecho en estos diez años lo que debía. ¿Qué era eso acaso?
“Conservar más de 60 años de teatro independiente. La obra de un teatro que, en todo este tiempo, se ha ido construyendo ladrillo a ladrillo. Debía conservar un tipo de teatro que no busca que el espectador se recree sino que piense el mundo. El primero es mero divertimento, el segundo es arte. Es un tipo de teatro que busca hacer pensar al espectador; y pensar, claro, no es fácil”.
Fernando Vidal cree, sin embargo, que “asumiendo la realidad de que el teatro no es un prioridad para los políticos”, el TEC debería “entender que el estilo del maestro Buenaventura no es inamovible y que buscar nuevos públicos no va en contravía de su legado. Fijémonos en Santiago García y su teatro La Candelaria, que son de la misma generación de Enrique: él fue más flexible y se adaptó a nuevas exigencias estéticas”.
La maestra Jacqueline sigue fumando en el patio. Y para esa suerte de críticas solo tiene un pensamiento: “El teatro que yo sé hacer y el teatro que todos amamos aquí es el de Buenaventura. Lo otro es comercial, superficial”.
Alguien ya lo había dicho: la única muerte verdadera es el olvido. “Imagínese, pagarme él hace tantos años un pasaje de avión para que yo terminara olvidándolo. Buenaventura sabía lo que hacía, por eso creo que nunca me dio el tiquete de regreso”.
Y hay risas otra vez.
jacqueline...hermosa mujer...su energía...su sonrisas...gracias por mantener el teatro vivo...gracias por seguir abriendo las puertas a todos los que venimos con ganas de continuar creciendo en el arte de hacer teatro...de vivirlo...transmitirlo y no dejarlo morir...porque sabemos que el teatro superficial new...esta matando al teatro en su escencia...y que si no existieran guerreros como tu y todos los que nos tomamos el teatro enserio(..y sonriendo)...el verdadero sentido del teatro ya hubiese muerto y su recuerdo también...gracias maestra...
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