Jaque al reino de Jovita


Iván Montoya lleva tres décadas interpretando a Jovita Feijoo, personaje entrañable de la historia de esta ciudad y del Carnaval del Cali Viejo, que cada 28 de diciembre se toma las calles. Hoy, a sus 81 años, vive uno de los papeles más dramáticos de su carrera:
el miedo a terminar en el olvido
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Por Lucy Lorena Libreros
Foto: Bernardo Peña

Esa debe ser Jovita que está loqueando”, escuchó el muchacho que le gritaron, al preguntar por el tumulto de gente que sobresalía en una esquina de la Plaza de Cayzedo de Cali. Era enero de 1953. Iván Barlaham Montoya contaba apenas 20 años y sólo guardaba entre los bolsillos el recuerdo de ser un montañero feliz, criado en Sevilla, tierra del norte del Valle conquistada por paisas a lomo de bestias.

Acostumbrado a observar esas mismas romerías en la plaza de su pueblo, cuando se escurrían por las faldas de la loma noticias sobre asesinatos a manos de 'Los pájaros' y 'La chusma', Iván sospechó que quizá la Señora Muerte —protagonista de ese periodo oscuro de la historia nuestra que alguien bautizó La Violencia— había extendido su manto negro por Cali.

Después lo comprendió. Allí, en esa esquina de la plaza, arropada por las miradas de transeúntes desprevenidos, se alzaba una loca de ojazos verdes que los caleños de entonces conocían bien: Jovita Feijoo. Lucía maquillada como para una fiesta. Los años surcándole la piel de trigo. Se veía engalanada con sombrero de velo, guantes de encaje, collares abundantes y ropas finas que no parecían a su medida y se sostenían en su figura grácil a fuerza de remiendos.

La mujer conversaba con la gente. “¿Qué necesidades tienen en sus casas? No se preocupen, de eso me encargo yo. Ya tengo cita con el gerente del banco, con el gobernador y con el obispo. Ellos me escuchan y me hacen caso. Ya verán, ya verán…”.

Terminaba de decirlo y daba media vuelta. La espalda erguida y los pasos precisos. Jovita caminaba, obsequiando besos a los curiosos, hasta adueñarse de un nuevo costado del parque. Entonces llovían más promesas: “Yo los entiendo, y por eso es que me gusta ayudarlos, desde niña he conocido la pobreza, la diferencia con ustedes es que he conocido también la riqueza de que me llamen reina”…

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Es 2 de diciembre y medio siglo ha corrido desde aquel providencial encuentro. La voz de Jovita revive en la sala modesta de un apartamento del barrio Alameda, en las fronteras del centro de Cali. Una voz que después se hace recia para develar a su verdadero dueño: un abuelo con voluntad de guerrero que se las ingenió para permanecer vigente en el teatro y ser de alguna forma el albacea amoroso de los recuerdos que dejó Jovita, uno de los personajes más entrañables del Cali Viejo. Esa  reina eterna a la que él revive en cada Desfile de Carnaval del Cali Viejo, el día 28 del último mes del año, en plena Feria de Cali.

El de hoy no es el Iván de siempre. A sus 81 años, el actor de teatro más veterano de esta ciudad
—integrante orgulloso de esa pléyade de artistas que, junto a Fanny Mickey y Enrique Buenaventura, moldearon en los 70 el Teatro Experimental de Cali, TEC— conoció la soledad. El “complejo de sentirme viejo".

Iván aguarda una llamada, algún mensaje que lo saque del marasmo. Alguien que le confirme que como cada diciembre se subirá en un carro de bomberos para hacer parte del tradicional desfile callejero y así interpretar de nuevo a Jovita. Tal como lo ha hecho en los últimos 35 años.

—Debe ser que ya me ven muy viejo—, se lamenta de nuevo. —Por eso que este año no me han llamado de la Alcaldía para el desfile. Presiento que, ahora sí, el vestido y los collares de Jovita se quedarán colgados”.

Beatriz Monsalve —su amiga y fundadora junto a él del Teatro Salamandra del Barco Ebrio, otras de las compañías de teatro icónicas de esta esta ciudad— entiende ese dolor. Es que Iván, se le escucha decir, vive la actuación “más como una religión que como un oficio”.

Iván insiste en que le sobran arrestos no sólo para interpretar durante horas a Jovita, en la calle y con el sol a cuestas, sino para enseñar y para actuar. Justamente, en esas andaba en septiembre del año pasado, cuando preparaba con sus alumnos de último año de la facultad de artes escénicas del Instituto Bellas Artes, la obra‘Los invasores’. Era la obra de graduación.

La pieza fue ensayada hasta el cansancio: una joven se balancearía por los aires hasta dejarse caer sobre un grupo de actores, entre ellos Iván. Pero el día de la presentación final, algo salió mal y el asunto se salió del libreto. La novel actriz no cálculo con acierto su caída y terminó sobre el cuerpo del viejo actor, que frente a padres de familia, maestros y alumnos quedó tendido en el suelo, inconsciente. Casi muerto. El accidente develó lo que hasta ese momento no habían sido más que algunas molestias que Iván prefería obviar: una anemia y un tumor en el estómago que debía extirparse de inmediato.

Imaginó que era el fin. “Alcancé a despedirme de todos los que estaban conmigo en aquel momento. Las cosas ocurrieron justo un 30 de septiembre, fecha de mi nacimiento. Supongo que alguien alcanzó a avisarles ese detalle a los médicos que me operarían porque mi recuerdo de ese día, cuando creí que me reencontraría con Jovita, allá en la otra vida, es el canto de cumpleaños de un grupo de personas vestidas con batas azules”.

Afuera del quirófano, en los pasillos de la Clínica Rafael Uribe Uribe, varios de sus amigos, estudiantes y colegas tampoco creían probable que el artista resistiera.

No sería en todo caso la muerte de Iván Montoya, pensaron todos. No moriría el hombre de teatro que un día, jalonado por Carlos Sánchez Jaramillo —a la postre el primer actor que encarnaría al mítico Juan Valdéz— ingresó a la escuela de teatro de Bellas Artes en Cali. No sería la muerte del creador de un centenar de obras de teatro ni del protagonista de películas y comerciales de televisión,  ni del ganador del Premio Nacional de Dramaturgia; del tipo que también hizo historia en el Teatro Popular de Bogotá, TPB.

Sería, por encima de todo, la muerte definitiva de Jovita, el personaje que él se ha esforzado por mantener vivo, durante décadas enteras, en la memoria de los caleños.

Al viejo Iván, sin embargo, no le había llegado aún la mala hora. Un par de meses más tarde, como cada 28 de diciembre,  Iván cubría una vez más su cuerpo frágil con un vestido verde; se vistió los ojos con pestañas rizadas, los labios con rojo carmesí y el cuello con collares pintorescos. Iván revivía. Jovita revivía.

Coronando un carro de bomberos, todos los vieron de nuevo cumplir su cita con el carnaval. Fue solo entonces que volvió a sentirse vivo. Muchos de quienes estuvieron allí, sobre la Autopista Sur aquel día, no daban crédito: allí estaba Iván Montoya, tan campante, tan vivaz, como si cargara el manual de la felicidad bajo el brazo. Ninguno sospechó que aquella Jovita que saludaba eufórica era en realidad un anciano al que aún le dolían los puntos sin suturar de una reciente cirugía.

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Sentado en la sala de su casa, el actor cuenta que está a la espera de una nueva operación que termine de sellar por completo las heridas de ese tumor descubierto a tiempo.

Ahora vive solo, fiel a su espíritu de soltero insobornable. Ha sido así  desde hace 11 años, el mismo tiempo que lleva habitando el último piso de un antiguo edificio frente al Parque Alameda. Y si uno no supiera de sus dolencias, creería que esta mañana de entrevista optó por una sudadera gris, más por comodidad que porque en realidad es una de las pocas prendas a las que puede aspirar para disimular ese estómago a medio hacer, como de plástico, que le dejaron los médicos temporalmente.

“Ando todo remendado y con un estómago de mentiras —se le oye decir, burlándose de sí mismo—. Ahora, no es fácil ser yo: a veces, cuando me despierto, me pregunto si de verdad no morí aquel día; si cuando me pare de la cama no me encontraré por ahí caminando a Jovita, a Fanny, y a todos esos que se han ido de este mundo de los vivos antes que yo”.

Pero es él: Iván Barlaham de Jesús Montoya Correa de Las Partidas de la Española, este último el nombre de ese cruce de caminos ubicado cerca a Montenegro, Quindío, donde nació a la fuerza. La historia, recuerda, ocurrió así: su madre Ana de Jesús, con una barriga de nueve meses de embarazo, no se sentía capaz de aguantar el parto hasta que la familia terminara su travesía hasta hallar un lugar del sur colombiano donde echar raíces. Esa zona, decían, era la tierra prometida después de la Guerra de los Mil Días.

El periplo de los Montoya Correa terminó en Sevilla, población cafetera encumbrada en las montañas del Valle del Cauca, fundada por Eraclio Uribe, hermano de Rafael Uribe Uribe, abogado, diplomático y militar que se inscribió en la historia  precisamente por sus gestas en esa guerra.

Sería allí donde Iván, siendo un apenas estudiante de escuela, sembraría un eucalipto con un “indio de ropas elegantes que hacía campaña para convertirse en presidente” —como recuerda a Jorge Eliécer Gaitán—. Sería allí mismo donde comenzó a acariciar el sueño de convertirse en actor de cine, a lo Charles Chaplin, a lo Fred Astaire.

Ahora mismo, mirando la ciudad por la ventana, Iván recuerda esos días en los que solía pararse sobre los rieles del tren de su pueblo para imaginar qué camino tomar en la vida. Si siguiera el camino de ese riel que va hacia el sur —pensaba— llegaría al cine argentino y así compartiría set con Hugo del Carril. Si siguiera por el norte, llegaría a Hollywood, donde seguramente lo esperarían Sophia Loren y sus curvas de delirio.

La violencia feroz entre liberales y conservadores cambió los planes. Tras recibir amenazas de muerte, el padre de Iván —que se negó a contribuir económicamente a esa causa de sangre— emprendió otro nuevo viaje con toda su familia, esta vez a la Cali prometedora de los años 50.

Encallaron en al barrio Bretaña, justo donde se dibujaban las fronteras de la ciudad con el resto del Valle. Y desde allí, acompañado de su madre o de una vecina, era que Iván tomaba un bus que paraba justo en la Plaza de Cayzedo, escenario de las habladurías de esa “señora sueltica” —no le gusta llamarla loca— que se decía amiga de los poderosos, así pasara sus noches en una piecita de un barrio humilde, el barrio El Hoyo.

Sólo entonces vino a saberlo: mucho antes de que él llegara a Cali, Jovita Feijoo había conquistado en los años 30  —junto a personajes populares de la época como el Loco Guerra y Riverita— el corazón de los caleños. Ya para entonces le decían la Reina de Cali, ignorando a propósito que había nacido en realidad en Bolo Alisal, corregimiento de la vecina Palmira.

Su voz de señora encopetada comenzó a ser familiar desde aquella vez en que aceptó la invitación de participar en un concurso de canto del programa ‘La hora de los aficionados’. Se emitía por ‘La higuerona’, emisora que dejaba escapar su señal justo desde la plaza. Debutó con ‘La palmirana’, canción que si bien no le mereció elogios musicales, le dejó abiertas las puertas de la emisora. Jovita volvió, una y otra vez, hasta hacerse famosa, como si en vez de su voz sin gracia las ondas de la radio dispararan la intensidad melódica de una diva del canto.

Nada volvió a ser igual desde entonces. Sin ser la más bella, los estudiantes de medicina de la Universidad del Valle, maravillados con su gracia, la postularon como candidata para el reinado universitario, sin importarles que las demás 'mises' tuvieran más gracia y muchísimos menos años.

La imagen quedó escrita en la historia del Colegio Santa Librada donde fue elegida como reina de la alegría. Ni ella ni los estudiantes lo comprendieron entonces: con esa corona de flores simbólica que posaron sobre sus sienes había nacido una reina vitalicia que, 40 años después de su muerte, sigue sin ser destronada en el imaginario popular.

La misma corona de flores y la misma gracia que el artista plástico Diego Pombo plasmó en la estatua gigante que vive en el Parque de los Estudiantes de la Calle Quinta. Desde allí, la loca Jovita otea a su Cali querendona. Y nos recuerda que a pesar de tener razones para el llanto, se esforzó siempre por encontrar la risa: su locura hizo felices a una generación entera de caleños y le hizo olvidar que había sido violada en un cañaduzal siendo una adolescente.

De esa violación, se creyó siempre, habría quedado un hijo del que nunca se conoció su paradero. Era el único tema vedado en las largas conversaciones de Jovita en la Plaza. Lo único que le borraba la risa amable y la obligaba a reaccionar con violencia. Nunca reconoció aquello del hijo: “Yo me quedé señorita para siempre y cerrada con siete llaves, chapa, candado, cerrojo, aldaba, cinto duro, perro y seguro”, solía pregonar.

Para entonces, también, eran pocas las familias de la ciudad que escapaban de esculcar los clósets de sus casas para rescatar vestidos y joyas baratas que Jovita lucía gustosa después en el Club Colombia, a donde se hacía invitar para conversar de tú a tú con los poderosos. O para sus citas con José Pardo Llada, el cubano que cambió la historia de la radio caleña, y con el padre Hurtado Gálvis, a quienes trataba de convencer de que ella, en su calidad de reina, tenía derecho a ser la dueña y señora de la Casa del Virrey, en Cartago.

Iván Montoya, el albacea amoroso de aquella locura, vino a conocer todas esas credenciales cuando se instaló definitivamente en Cali y asumió como un deleite personal frecuentar el centro caleño sólo para adueñarse de los gestos de Jovita, de su entonación, de su manera de caminar, de su dulce locura. “A veces sentía que ella me miraba fijamente, como si intuyera que yo la adivinaba, como si presintiera que estábamos hechos de la misma locura; eso me intimidaba”, confiesa el artista.

El fotógrafo Johnny Rasmussen conoció de cerca la pasión de Iván por ese personaje. Ambos solían frecuentar, a comienzos de los 80, un café restaurante ubicado en un caserón tulueño que en las noches servía de refugio a artistas bohemios de todo el Valle.

Iván se subía al escenario y hacía su show. “Al terminar mi función, los asistentes le pedían que se quedara. Y así fue, hasta un día en que sonó una canción de Louis Armstrong y a él se le ocurrió, desprevenidamente, comenzar a hablar como esa Jovita que tantas veces había visto en la Plaza de Cayzedo”.

Fue el comienzo de una historia de amor, como la califica Rasmussen, escrita sin traiciones. “Iván se ha metido tanto en el personaje que le ocurrió lo mismo que a Johnny Weissmuller, el actor que personificó a Tarzán: aquel papel lo consagró, pero se convirtió también en su alter ego, en su otro yo. Sospecho que si él dejara de personificar a Jovita, sería como si una parte de él se muriera”.

El propio Iván lo sabe bien. Autor de ‘Elogio a la locura: reina en jaque’, guión teatral que le mereció el Premio Nacional de Dramaturgia en el Festival de Teatro de Cali en 2006, el actor asegura conocer mejor que nadie la vida y milagros de ese personaje popular que solía decir que la cabeza sólo le había servido “para lucir coronas di’ oro, perlas y piedras finas, nada más”.

Esa Jovita que, está seguro, de haber tenido "una dosis pequeñita de cordura” habría sido otra Fanny Mickey: “ella fue en realidad la fundadora en Cali del teatro callejero”.

Esa Jovita que se entromete en su vida, incluso cuando duerme. Sin apartar la mirada de la ventana por la que se dibuja una mañana fría, Iván, el loco Iván, recuerda la noche en que la reina eterna de Cali lo asaltó en sueños, después de interpretarla por primera vez en el desfile del Cali Viejo.

Se le apareció en una pesadilla de la que le costó repornerse. De repente, Iván se vio sentado en su cama de frente a la calle, pues las paredes de su cuarto habían desaparecido por completo. Entonces vio los ojos de la mujer, unos ojos de aceituna que se acercaban, acechantes, a toda velocidad, "como dos farolas de un camión dispuesto a arrollarme". Un miedo terrible le recorrió el cuerpo. Y así, asustado, abrió los ojos, sentado sobre su cama real. No había sido más que un mal sueño. Pero ni siquiera por ese susto dejó de invocar su nombre. “Jovita me quiere, lo sé. Ella entiende que mientras viva no dejaré que se pierdan su cetro y su corona”.

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