La historia que nos dejó Compay


Tras la muerte de Ibrahím Ferrer y ‘Compay Segundo’, pocos apostaban a que Buena Vista Social Club sobreviviría. Los escépticos perdieron y ganó su majestad el son cubano, que tiene en esta legendaria orquesta a su más brillante exponente.

Por Lucy Lorena Libreros


Buena Vista Social Club era, entonces, aquello que tenía frente a mis ojos: un pianista que ocultaba su rostro adolescente bajo una barba de retrato habanero de los años 40. Una voz dulce de mujer, Idalí, arropada con un traje violeta, largo y ceñido a su cuerpo imponente. Un trombonista mítico, Jesús ‘Aguaje’ Ramos. Un bajista, Pedro Pablo Rodríguez, negro y con manos de gladiador, cuyas notas se escuchan con devoción dentro y fuera de Santiago, tierra soberana. Un trompetista no menos genial y legendario, el ‘Guajiro’ Mirabal. Y, claro, varios nombres más que dicen poco, pero que viajan juntos por el mundo repartiendo nostalgias con sones, boleros y danzones ajenos.

Cinco mil almas habíamos aguardado por ellos en la Plaza de la Aduana en Cartagena. Era la primera vez que la orquesta cantaba en la ciudad y lo hacía ahora invitada a la versión del Hay Festival que recién terminó. Cinco mil almas, pienso, que quizás se preguntaban lo mismo que yo a esa hora: ¿a qué suena Buena Vista sin las ‘Dos gardenias’ de Ibrahím Ferrer? ¿Sin la descarga memorable de Barbarito Torres, el laudista loco de ‘El cuarto de Tula’? ¿De qué se trata todo esto sin el viejo ‘Compay Segundo’, sin Rubén González y su piano maravilloso?

El propio ‘Aguaje’ Ramos, hoy la batuta de la orquesta, horas antes del concierto y apurando un jugo de corozo en un parque de La Heroica, me había cantado una respuesta: “Nuestro trabajo no consiste en tocar y cantar igual que los fundadores del Buena Vista. Consiste, sí, en mantener viva la tradición de la música cubana, apegados a las raíces más puras que ellos nos legaron y eso lo aseguramos incorporando a nuevos artistas. De eso se trata niña, de eso se trata”.

Ya lo entenderé. Las luces del escenario en la Plaza se encendieron y la fiesta arrancó con un estribillo universal: “por el camino del sitio mío, un carretero alegre pasó”… Y sucedió que la canción sonó tan poderosa, tan estremecedora, que a nadie entonces le hizo falta que entrara a salvarla Eliades Ochoa —el montuno que, guitarra en mano, la encumbró con Buena Vista— para que el asunto se antojara más real de lo que ya era.

Lo que tenía frente a mí, finalmente, era el Buena Vista Social Club. El de ahora. El de antes.

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La historia, lo sabemos, inspiró incluso una película que ganó premio Oscar: hacia 1938, en el barrio Marianao de La Habana, existió el club social Buena Vista. Lejos de cualquier ínfula de cantina, como algunos han hecho creer, se trataba de un espacio pagado y disfrutado por los obreros de clase baja de la época —liderados por Julio Dueñas— que para llegar hasta allí se bajaban, al final de sus jornadas, en una estación de tranvía cercana.

Cubanos pobres a los que apenas les llegaba el eco de las luces destellantes de los casinos de la Cuba sin Fidel. Isla de la fantasía para los norteamericanos.

Los aires populares cubanos se fueron adueñando del lugar —hoy en día convertido en una casona de paredes descascaradas— y en escenario permanente de agrupaciones que con el tiempo se convertirían en los ángeles tutelares de la tradición afro-cubana: el Trío Matamoros, Benny Moré, ‘Cachao’, Arsenio Rodríguez, la Orquesta Aragón y el propio ‘Compay Segundo’, cuando integraba el grupo Los Compadres.

Días románticos. De serenatas en los balcones y en el malecón, y de boleros envueltos en brisa de mar. Lo rústico del club no impedía que los hombres se ataviaran de sombrero y ropas lustrosas. Tampoco que ellas no entendieran la señal más legítima por entonces del cortejo: el enamorado solía arrojar su sombrero sobre la pista de baile del Club y se sentía correspondido si la Julieta de ocasión lo pisaba en uno de sus extremos.

Hasta allá, hasta al Buena Vista, llegó alguna noche el propio ‘Cachao’ López, memorable compositor y a la postre maestro del mambo y el latin jazz, para regalarles a todos los gozones una canción que inmortalizaría el nombre del club. Centro social que muchos años después el visionario guitarrista estadounidense Ry Cooder convertiría en lo que todos conocemos hasta hoy: Buena Vista Social Club.

El popular templo rumbero se había clausurado para siempre en 1961, pero a Cooder lo sedujo esa historia musical que se contó al interior de sus muros. El estadounidense trabajaba en 1996 con los esposos Stefan y tenía en mente un proyecto de oro que incluía la participación de varias generaciones de músicos cubanos con otras provenientes de Malí, África. Quería grabar un disco, ‘Afro cuban all stars’.

Con esa meta atracó en Cuba, pero no tuvo suerte en su búsqueda. Trámites burocráticos impidieron también el aterrizaje en la isla de los artistas africanos.

La aventura habría acabado ahí mismo, de no ser porque Juan de Marcos González, arreglista cubano, le sugirió a Cooder que afinara su cacería tocando de puerta en puerta hasta dar con esos músicos que crecían silvestres por toda la isla.

El hombre de la guitarra hizo caso. Y fue así como llegó hasta ‘Compay Segundo’, que ya se asomaba a sus 90 años, un sonero y repentista de quilates. A la de un lustrabotas orgulloso, Ibrahím Ferrer. A la de Rubén González, que aspiraba jubilar su vejez tocando las teclas de su piano en una escuela de danzas de La Habana. Y detrás de ellos, Omara Portuondo y Orlando ‘Cachaíto’ López (sobrino de ‘Cachao’)…

Diecisiete virtuosos en total. Todos viejos. Todos músicos naturales que no sabían de partituras ni conservatorios, graduados con honores en la universidad de la parranda callejera. Ninguno sin la culpa de no ser famoso. Todos con los horizontes puestos justo hasta donde se asomaban las fronteras de la isla. ¿Qué había más allá de las aguas del Caribe? Quién sabe. Nadie hablaba de balseros, nadie soñaba con irse.

Pero lo hicieron. Y sucedió que también se metieron en un estudio de grabación para parir tres delicias musicales: ‘A toda Cuba’, ‘Presentando a Rubén González’ y ‘Buena Vista Social Club’. Este último trabajo vendió seis millones de copias en todo el planeta y cambió para siempre aquello del ‘world music’. Con los sabios músicos había nacido una leyenda, un suceso musical sin precedentes en la tierra de Maceo y de Martí.

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Ahora, las cinco mil almas baten las palmas al son de ‘Chan chan’. Canción obligada. El público ardía. Buena Vista lo entendió y en esa senda de clásicos tomó ‘El camino a la vereda’. Su majestad, el folclor cubano, sentado en su trono, se soltó después con ‘El bodeguero’, canción que hizo famosa Nat King Cole, después de tomarla prestada de la Orquesta Aragón. Luego terminaría enredada entre los viejos de Buena Vista.

El paisaje de esta noche caribe es conmovedor: una pareja de italianos, ya entrada en años, desafía la rigidez de sus pálidos cuerpos para bailar el cha cha chá. Otros, con mayor altivez, cartageneros quizás, deslizan sus pies sin dificultad sobre el suelo. Los de más allá cantan a coro con la orquesta. Los de más acá sólo nos dedicamos a escuchar, buscando que el recuerdo del Buena Vista que está ante nosotros quede imborrable en un cuartico de la memoria. “Toma chocolate, paga lo que debes”...

De la canción se acordará, varios minutos más tarde, tras dos horas de concierto memorable, Rolando Luna, el pianista con rostro de adolescente. Cuenta en realidad 32 años y hace parte de esa nueva generación que intenta, como lo aseguraba ‘Aguaje’ Ramos en su banca de parque, preservar la tradición de los sonidos raizales de Cuba.

“Fíjate en mi historia —arranca a contar el joven músico—: yo admiraba muchísimo a Rubén González. Crecí escuchándolo en mi casa. Un día, trabajando con Omara, cuando ya no hacía parte de la agrupación, y sin decirme nada, ella me puso a compartir escenario con él. Fue mágico. Por eso, cada vez que me subo a una tarima pienso que mi graduación como músico fue aquella noche que me oyó tocar el gran Rubén González”.

Rolando y el resto de integrantes del Buena Vista Social Club descansan, tras el concierto, en un salón pequeño de la Casa del Marqués, edificio antiguo y de estilo republicano ubicado en un costado de la Plaza de la Aduana. El de la orquesta fue un viaje relámpago. Mañana mismo partirán de nuevo a La Habana para seguir con una gira que los llevará por República Dominicana, Estados Unidos y varios países de Europa.

Pienso entonces en los de antes. En esos abuelos de otros tiempos que pasaron por Buena Vista con su fama tardía. Esa resurrección musical que logró Cooder a finales de los 90. Bendito YouTube. En esa página de videos se observa a Cooder y a sus ‘muchachos’ cantando en Francia, en Holanda, haciendo levantar de sus sillas a los asistentes de un teatro en República Checa. Incluso en el mítico Carnegie Hall de Nueva York. Y pensar que muchos de ellos, a sus cerca de 80 años, ni siquiera habían montado en un avión.

Salvador, el hijo de ‘Compay Segundo’ —cuyo nombre en realidad era Francisco Repilado— y que a veces participa en esta nueva etapa de la orquesta, lo ha contado varias veces: “Mi padre nunca quiso abandonar Cuba porque estaba seguro de que la pobreza de su país era más digna que la de cualquier otro lugar del mundo”.

Ni siquiera seis millones de copias de su propia música le hicieron torcer su determinación. Ni siquiera un premio Grammy. Y eso mismo pasó con González y con Ibrahím, el último de los grandes de Buena Vista que apagó sus ojos para siempre en 2005.

Carlos Calunga —que junto a Idalí son los vocalistas del grupo— dice, mientras lanza por los labios bocanadas de humo de tabaco, que tras la muerte de Ferrer, a los 78 años, buena parte de La Habana musical comenzó a temer la desaparición de Buena Vista Social Club.

‘Compay’ había muerto ya en 2003. Y tras él, Rubén González, cuyas manos acosadas por la artritis reventaron sobre el piano, sin embargo, hasta el último suspiro; Pío Leyva y Manuel ‘Puntillita’ Licea también se fueron. ‘Cachaíto’ supo resistir hasta 2009, pero ya había abusado demasiado de la suerte de contar con una vejez calma.

A Jesús ‘Aguaje’ Ramos lo sorprendió la mala noticia en su casa de La Habana una mañana de sábado. Y casi de inmediato –cuenta– sin consultas, ni reuniones, se abrogó la misión de no dejar que Buena Vista Social Club, ese sueño del que también había hecho parte, sólo nueve años después de haber sido fundada terminara como el salón de bailes que la inspiró, en el olvido.

Contagió con la misma idea a los sobrevivientes; y todos dijeron sí. Y es desde entonces que Jesús se ha empeñado también en incorporar a jóvenes talentos a la agrupación que aprendieron a valorar los sonidos de la Cuba de los años 40 y 50 —entre ellos el pianista Rolando Luna y el trompetista Luis Manuel Mirabal— para que aseguren la continuidad de esa coincidencia afortunada de un gringo que quiso formar una orquesta memorable y unos músicos longevos que estuvieron a la altura de ese sueño.

El ensamble del nuevo Buena Vista tomó poco, recuerda ‘Aguaje’. Los músicos virtuosos seguían creciendo silvestres por los rincones de La Habana, sólo que ahora, a diferencia del viejo ‘Compay’, estaban más interesados por la Academia y por recorrer el mundo. “El viejo Cooder puede volver ahora mismo a La Habana con el mismo proyecto de hace quince años y encontrará músicos valiosos en el camino. Es que la música cubana es el latido del corazón”, le escucho decir al célebre trombonista.

El Buena Vista Social Club de estos tiempos es, básicamente, el que vi hace un rato en esa plaza cartagenera. No siempre logran contar para sus giras con los fundadores que aún siguen vivos, con la diva Omara, con Manuel Galván, con Amadito Valdés o con ‘Guajiro’ Mirabal.

A ‘Compay’, Ibrahím y Rubén la vida no les alcanzó para cristalizar ese anhelo loco con el que hace tres lustros llegó Cooder a la isla. Pero Jesús ‘Aguaje’ y sus nuevos muchachos al fin cerraron la historia y el año pasado, junto a músicos de Malí, grabaron ‘Afrocubism’, catalogado por la revista National Geographic como el álbum del año.

El dato lo cuenta Carlos, el vocalista, antes de despedirse. El camerino improvisado para los artistas en esa Casa del Marqués comienza a quedarse vacío. Los músicos tienen prisa de llegar a su hotel para regresar de nuevo a La Habana, bien temprano, al día siguiente. En mis oídos vibra aún el sonido de esas ‘Dos gardenias’, que hace rato escuché en la Plaza, huérfanas de la voz de Ibrahím Ferrer. Con esa canción se despidió de Cartagena Buena Vista Social Club. El de ahora. Y el de antes.

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