Mompox, o el arte de la paciencia

Los pescaditos de oro sólo brillan hoy en las páginas de Gabo y su recuerdo literario de un coronel que se encerraba a fabricarlos en un taller de Macondo. Lo que GACETA encontró en Mompox fue un pueblo que trata de endulzar el abandono y la pobreza con lo único que sabe hacer: tejer joyas en filigrana. Crónica.

Texto y foto: Lucy Lorena Libreros

El taller de orfebrería de Miguel es una especie de celda que cabe en la mirada. Todo luce estrecho, pero todo cabe al fin de cuentas: un crisol donde la plata que viaja desde Bogotá en forma en gránulos se vuelve líquida. Un laminador que transforma ese metal precioso en hilillos de grosores variopintos. Sobre una mesa rústica y pequeña de madera, desordenados, se asoman pinzas, alicates y martillos. Y apostado junto a ella, un abuelo que se sienta en este mismo espacio todas las mañanas, con disciplina de soldado, incluso en días en los que, como hoy, no resta más que esperar a que detrás del sol venga la luna.

Este miércoles de enero ese sol se encendió temprano sobre el cielo sin nubes de Mompox, la histórica isla que flota sobre un brazo del río Magdalena, al sur del departamento de Bolívar. Afuera del taller, las calles hierven alegres al calor de 37 grados centígrados, mientras don Miguel, con los lentos andares que le permiten sus 83 años, hace el esfuerzo de desplazarse hacia la caja que resguarda la mayoría de piezas de filigrana que fabricó, desde octubre pasado, a la espera de esos compradores ansiosos —europeos aventureros casi todos— que llegan por estas fechas con su mochila de trotamundos.

La luz dorada se escurre con dificultad por la ventana del lugar, pero es suficiente para reconocer la autoridad de un arte, la filigrana, que se ha mantenido desde los tiempos ingratos de la Colonia gracias a doscientos talleres como éste y a orfebres que, como Miguel Anaya, heredaron desde entonces la soberbia tradición de convertir hilos de oro y de plata en exquisitas piezas de joyería con los saberes de sus padres, sus tíos y sus abuelos.

Una vez sobre la mesa, la caja del hombre —que atesora medio siglo de tradición en este oficio— deja caer las piezas que sus ojos cansados por la edad, unas gafas mal recetadas y un astigmatismo en progreso no le han impedido fabricar con acierto. Don Miguel, lo entendí pronto, es un artesano que ve mejor con las manos.

De su caja saltan mariposas del tamaño de una insignia militar; aretes bellamente decorados con libélulas, hojas de árbol, pájaros y tortugas; anillos rematados en flores de pétalos generosos y gruesas pulseras tejidas en plata que le toman hasta dos semanas de confección. Todas ellas, piezas de una belleza deslumbrante que uno imagina fácilmente asomadas tras los vidrios de un refinado local de centro comercial.

Ochocientos gramos en total. Lo suficiente, advierte Miguel, no sólo para vivir con lo básico y sin angustias por lo menos durante tres o cuatro meses, sino para obtener bríos económicos para arrancar una nueva producción.

Pero ahí están las joyas. Hermosas sí, pero arrumasadas dentro de paredes de cartón. No como deberían permanecer en suerte, coqueteando desde un mostrador. Los turistas, que en otros años por este mismo mes —plena temporada alta— tenían al límite la ocupación de los seis hoteles con que cuenta Mompox, esta mañana apenas si se enumeran con los dedos de las manos.

Ni los propios momposinos tienen con qué hacer menos grave estos tiempos de escasez. Hace rato entendieron que era mejor no dejarse encandilar por la exquisitez de ese arte que sus ancestros hicieron suyo hace siglos. Que lo aprecien y lo compren otros. Los italianos, franceses y alemanes que llegan en sandalias, sudando a mares y con su español a media lengua. Los momposinos lo saben bien desde hace años: lo que pueden costar unos aretes —digamos, los más sencillos— $25.000, es el valor de la comida de un par de días para una familia entera.

“Qué enero más malo”, se le oye quejarse al viejo.

***

No es fácil llegar hasta Mompox. La sentencia la lanzó Luis Ramírez, el cartagenero que se encargaría de transportarme durante las ocho horas y media que toma llegar, desde su ciudad, hasta ese poético rincón que Gabo inmortalizaría, en los años 60 en ‘Cien años de soledad’, con los pescaditos de oro que el coronel Aureliano Buendía, retirado de tantas guerras y amores mal resueltos, fabricaba en su taller de Macondo.

Lo recomendable, advirtió Luis, era salir de Cartagena en la madrugada; cuando aún las flores sudaban el rocío. Su camioneta, en efecto, arrancó puntual el recorrido hacia las dos y media de la mañana para, luego de atravesar todo el sur de Bolívar —cinco horas pedregosas por una carretera acosada por el abandono— atracar en Magangué, puerto sobre el río Magdalena desde el que los habitantes de la región se conectan con el Caribe colombiano y resto del país.

Una vez allí, se aborda una chalupa que deja a los pasajeros en La Bodega, una villa que vive de la pesca y el rebusque. Más lo segundo que lo primero. El trayecto sólo toma unos treinta minutos. Lo que sigue después parece más la expedición ambiciosa hacia un pueblo escondido entre las selvas chocoanas y no a un municipio que cocinó nuestro grito de independencia dos siglos atrás. El mismo que por su valiosísima arquitectura fue declarado por la Unesco, en 1995, con el flamante título de Patrimonio de la Humanidad; ese que el Estado tiene además como parte de sus monumentos nacionales desde 1959.

Nada de eso parece cuando te explican que desde La Bodega hay que tomar un taxi o mototaxi que, tras veinte minutos, te deja a los pies de una carretera rota —producto de la fuerza descomunal que despertó el reciente invierno sobre el río— lo que obliga a que turistas y habitantes deban cruzar, equipaje en mano, un puente improvisado que conecta con el resto de la vía.

A bordo de otro vehículo siguen a continuación cincuenta minutos tortuosos por una carretera, dominada por el polvo, en la que es necesario zigzaguear permanentemente para esquivar los enormes huecos que han dejado los políticos y sus promesas de cartón y, claro, sendas olas invernales. La más reciente y devastadora, la que acosó a todo el Caribe a finales de 2010.

Son los estragos de ese invierno demoledor, de esos meses reducidos al rumor de las lluvias torrenciales, que destruyeron el único acceso con que cuenta Mompox hoy en día —ya no es posible arribar por el río— lo que tiene al viejo Miguel y a decenas de orfebres más al borde de la desesperación. Ahí están sus mercancías, sin vender, por la ausencia de grandes compradores extranjeros. Y sin más salida que la resignación pues “eso de ser patrimonio no sirve pa’ un carajo”, grita el abuelo.

Lo mismo cree José Dávila, otro maestro de la filigrana. Bogotano de nacimiento, abandonó su carrera de medicina para dedicarse a trenzar hilos, primero de oro y después de plata. Aquello fue hace 28 años y desde entonces nunca se arrepintió de haber torcido el destino. Llegó a tener hasta 14 artesanos a su cargo en su taller Don Blas y unos niveles de producción de joyería tan agitados que alcanzaron 15 mil gramos de sus joyas vendidas. Eran otros tiempos.

Los de ahora son menos gratos. Ya no se trabaja con oro, como en los 60 y 70, cuando comprar ese metal precioso era tan fácil como conseguir una bolsa de leche en una tienda. Los turistas, atraídos por la historia de los afamados pescaditos de oro, compraban en grandes cantidades y volvían por más.

Hoy, un solo gramo dorado puede alcanzar los cien mil pesos. Entonces la plata, igual de maleable y no menos bella, les lanzó el salvavidas. Los momposinos la consiguen hasta en mil seiscientos pesos el gramo. Ese fue el camino eficaz para que el arte de la filigrana no quedara confinado a las páginas de Macondo.

“Esa bitácora de viaje para llegar hasta Mompox que usted se llevará consigo como anécdota —alerta José— es lo que nosotros debemos enfrentar por cuenta del invierno. Del que pasó recientemente y de todos los que nos han golpeado en los últimos años. Es una vergüenza. Creo que somos el único municipio con aspiraciones de convertirse en corregimiento. Ya lo ve, eso de ser patrimonio nos quedó grande”.

La vía misma que conduce hasta Mompox cuenta la historia de esos días mojados y azarosos cuando la lluvia cayó con un llanto incontenible. La crudeza del calor de este enero ha secado ya lo que antes era lodo e inmensos charcos. Pero la marca de la altura que alcanzó el agua desbordada, más de un metro, quedó dibujada a lo largo de varios kilómetros en las fachadas de los ranchos que terminaron por ser inhabitables y en las casas que resistieron la intromisión de esas aguas intrusas y violentas.

Las pérdidas, por cada uno de los talleres del municipio, advierte José, llegaron a los $12 millones.

La crudeza de las lluvias no alteró, sin embargo, el calendario de labores de los momposinos orfebres. Trabajaron a toda marcha entre octubre y noviembre pasados con la esperanza de verse compensados con las ventas jugosas de diciembre y enero. Esta vez no ocurrió.

Y pensar que un día —se lamenta el historiador Alfonso Ramos, docente de la Universidad de Cartagena— Mompox fue la ‘niña mimada’ de la Colonia. Nada de lo que se vendía y se traficaba en territorio nacional dejaba de pasar primero por esta isla que llegó a ser más importante que la propia Cartagena, pues su otrora ubicación estratégica permitía el arribo de los buques que recorrían, a fuerza de vapor, las aguas del Magdalena.

Así, llegó a ser destino de todas las comunidades religiosas de España que arribaron hasta la isla con su cristo sangrando entre las manos y su Inquisición. El destino también de familias adineradas de La Heroica, que llegaban huyendo del acoso mortal de los piratas. Escenario del quintaje real, era en la Villa de Santa Cruz de Mompox, como la bautizaron, donde se pesaba todo el oro de la Nueva Granada que después cruzaba el Atlántico hasta parar a los grandes salones de la Corona.

Nadie lo valoró entonces, pero tras esas riquezas, el pueblo fue convirtiéndose en cuna fértil de un arte, la filigrana, en el que manos pacientes tejen delicados hilos de metal, tan delgados como cabellos humanos.

Lo que sucedió aquí fue una suerte de diáspora de medio mundo. “La zona era habitada por indígenas zenúes que dejaron un brillante legado de orfebrería y cerámica prehispánica. Los españoles que llegaron trajeron consigo sus propias técnicas en joyería, influenciados, entre otras cosas, por esa invasión árabe que los sometió durante siglos. Y todo eso —explica el profesor Ramos— acabó mezclándose con la sabiduría de los negros esclavos que no sólo sabían cómo extraer oro en cantidades, sino cómo transformarlo”.

Tres siglos más tarde, Colombia se hizo libre y los españoles se marcharon. Pero ese sincretismo artesanal de manipular metales preciosos quedó afincado en la memoria popular de un pueblo que en cuestión de décadas vio esfumar toda su grandeza.

Durante el Siglo XIX, la guerra de Independencia —cuyo primer grito se dio en realidad en Mompox y no en Santa Fe, como se ha enseñado siempre, y que llevó al propio Bolívar a proclamar “si a Caracas debo la vida, a Mompox debo la gloria”— sumado a las siguientes guerras civiles, financiadas en su mayoría con los recursos de la isla, empezaron a marcar el ocaso.

La naturaleza tampoco ayudó. La erosión y sedimentación lograron que el río perdiera profundidad. Así, los barcos de gran calado quedaron inhabilitados para llegar hasta el puerto y la villa tuvo que despedirse de su esplendor.

Pero ahí quedó la filigrana. Y ahí quedaron las manos pacientes de don José, don Miguel y unos 450 orfebres, según datos de la fundación que los agremia, que luchan para que su arte heredado no se pierda como las glorias de los tiempos pasados de Mompox.

No ha sido fácil. Los tejidos y rellenos más sencillos se han conservado con los años, pero la exquisitez de otras técnicas de levantado y repujado se extraviaron.

Cuentan que cincuenta o sesenta años atrás, la fiebre por la filigrana era tal que cada familia momposina atesoraba una técnica propia, sólo conocida por el maestro del taller. El proceso, que se conserva hasta hoy, era el mismo: el metal se depositaba en un crisol o cuchara de barro para fundirse con un soplete de gasolina. La mezcla, hirviente, se vertía sobre una ‘rielera’, molde varias cavidades en forma de rieles, de los cuales se extraían luego barras o lingotes, que se forjaban con un gran martillo para probar su ductilidad y transformarlo en una varilla delgada.

Don Miguel me lo enseñó: esa varilla se procesa todavía con una máquina artesanal llamada laminador, provista de canales de diversos grosores. De lo que se trata es que el aparato aporte al orfebre hilos de todos los grosores. Los más delgados pasan a ser el relleno de la pieza; los más gruesos, los que moldean el esqueleto del diseño previamente plasmado en papel. La pieza, una vez lista, se solda y se baña con diferentes químicos.

Suena complejo, pero en la práctica es más dispendioso que difícil. Pregúntenle a Julio César Padilla, momposino de 26 años, orfebre desde niño, que vio cómo Antonio, un turista español que se enamoró de la filigrana, prefirió perder el vuelo que lo llevaría de regreso a su país, sólo para poder quedarse dos semanas más en el pueblo y así poder aprender a fabricar los benditos pescaditos que fundía, una y otra vez, Aureliano Buendía. “No es difícil, ya le digo. Más que la técnica y el metal, lo que se necesita es paciencia”.

En los tiempos de los orfebres celosos de su arte, este proceso era el mismo; lo que variaba era el trenzado, la forma particular como se disponía de los hilillos. Eso sólo lo sabía el viejo maestro. Ni los orfebres auxiliares, ni siquiera los hijos y nietos del orfebre, pudieron servir de albaceas de esa tradición y se limitaban a ver en el día lo que ese maestro tejía laboriosamente y a la luz de la vela en las noches. Un sabio que, al morir, se llevaba consigo los secretos de su técnica.

Algunas sobrevivieron, pero la mayoría de compradores —dice José— no está dispuesto a pagar por ellas. “Sabemos manejar aún esas técnicas, pero lo más probable es que se pierdan por la poca demanda que tienen. Un comprador no suele valorar una pieza que a nosotros nos toma meses fabricar”.

Curtidos en la faena de moldear plata y oro, no tuvieron el mismo atino con el mercadeo de sus creaciones. Desesperados por la pobreza y la falta de oportunidades de trabajo que campean en Mompox, los orfebres comenzaron a rebajar —sin mayores cálculos— el costo de sus joyas. Si el de aquí pedía diez pesos, el de más allá vendía por ocho. Y el de al frente, atento a la situación, finalmente cerraba el negocio en cinco. “Ese ha sido uno de nuestros grandes errores, nosotros mismos nos encargamos de quitarle valor a nuestro trabajo. Fíjese, lo vendemos por gramos, como si fuera arroz, cuando debería venderse como lo que es: una pieza de arte”, sentencia José.

Error o no, la única certeza cuando uno recorre las calles de Mompox es la sonata del martilleo de los orfebres en sus talleres. Ellos entendieron que esa tarea artesanal era la única forma de endulzar la pobreza. En los días de desespero, como ahora, se dedican a vender boletas y chance. Pero, a las pocas semanas, terminan de nuevo rendidos ante la magia de ver la plata transformada en artesanía.

Ya vendrán soles mejores. Les espera abril con su Semana Santa, una de las más tradicionales del país. Y con ella turistas. Y con ellos la posibilidad de vender.

Error o no, en estas calles se escribe una paradoja difícil: la filigrana puso a Mompox en el mapa del Siglo XX; Gabo la convirtió en memoria poética. Pero el aislamiento y el olvido del Estado lograron lo que ninguno de los dos alcanzó: que Mompox se encerrara en sí misma para preservar ese legado centenario.

“Es que la filigrana —le escucho decir a don Miguel antes de salir de su taller— se parece a nosotros, los momposinos. Somos tranquilos y pacientes. No nacimos pa’ otra cosa”.

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