Santa Petrona del bullerengue


Fue descubierta para la música en 1984 mientras sacaba arena de un arroyo en Palenquito, Bolívar. Ya no lava ropas arenas, ni vende cocadas, pero su espíritu insobornable de campesina la ha mantenido a flote de los caprichos de la fama. Historia a golpe de tambó.

Por Lucy Lorena Libreros


El arroyo, el bendito arroyo de Lata que corre pegadito a Malagana. Al pie de sus aguas cantaba Petrona Martínez una mañana de agosto de 1984, mientras sacaba arena y lavaba ropa "a manduco limpio". Un músico cimarrón que pasaba cerca, Marcelino Orozco, alcanzó a escuchar aquel lamento vigoroso y lo dibujó instantáneamente sobre una tarima, acompasado con tambores de amarres, bombardinos y gaitas indígenas.

Cerca de allí —en Gamero, Bolívar— andaban a la caza de vocalistas para integrar un nuevo grupo folclórico. Marcelino lo sabía. Petrona, en cambio, cantaba sin pretensiones, nada más para aplazar el tedio y los apuros de su pobreza campesina.

Así lo había aprendido de la bisabuela Carmen Silva y de la abuela Orfelina Martínez, doctoradas en hacer de sus labores domésticas verdaderas fiestas del bullerengue. Cantaban mientras barrían, mientras pelaban yuca, mientras hervían el ñame a fuego alegre en el fogón. Y a su manera lo hacía también Manuel Salvador Martínez, ‘Cayetano’, autor legendario y un papá parrandero que agotó calendarios rodando de pueblo en pueblo al son de décimas y puyas gozonas.

Fue de esas negras que Petrona aprendió que no era necesario tener muchos libros en la cabeza —a decir verdad, ni siquiera saber leer y escribir— para componer. La música en su familia era tan natural como respirar. Bastaba con saber interpretar las necedades del clima y las penurias y alegrías de los habitantes del pueblo para tener una canción necesitada de ser bailada y entonada.

Gustavo Tatis Guerra, periodista cartagenero, escribe por eso que Petrona no da vueltas para hacer una canción: "Puede cantarle a los doce patos que tiene en el patio, a las hojas del mango que han comenzado a caerse en verano, a la tristeza del tamarindo. Los motivos parecen escogerla a ella para hacer de un episodio minúsculo una canción".

De ese acaudalado pasado musical y ancestral vino a enterarse Marcelino mucho tiempo después, cuando por fin logró el sí de Petrona para acompañarlo con su voz en los Soneros de Gamero. La negraza de ojos verdes, a esas alturas, ya ajustaba "cuarenta y tantos", tenía siete hijos y nunca había pasado una noche fuera de la cama de Tomás Enrique Llerena, ese esposo de espaldas anchas, tan trabajador como ella, que un día le prometió amores y ese ‘castillo’ de palma amarga y bahareque que comparten desde hace años en Palenquito, rinconcito ubicado a diez minutos de San Bacilio de Palenque, sobre las faldas de los Montes de María, donde esta matrona del folclor vive todavía y del que se resiste a salir a pesar de las obvias tentaciones de la fama.

La negraza se había acostumbrado a ganarse la vida vendiendo cocadas en Malagana, Mahates, Sincerín y San Cayetano, dejando impecables ropas ajenas sobre los ríos de Montería y esperando con paciencia los días de mayo, cuando los mangones dejan sobre el suelo la hojarasca de frutos dulzones que ella recogía para vender.

¿Qué podía perder entonces si se paraba a cantar en las fiestas? ¿Qué de malo tendría uno que otro aplauso en los pueblos vecinos? Petrona probó y le gustó. Y entonces, tocada por la providencia infinita de su talento, fue por más, y junto a otros músicos silvestres, extraviados como ella en las faenas de la tierra, parió la agrupación ‘Petrona Martínez y los tambores de Malagana’. "Y desde ese tiempo, niña, no he parado en la música un solo día. Ya ve, nunca me arrepentí, siempre he creído que lo que conviene a casa viene".

Ahorita mismo, la reina del bullerengue —bautizada así en honor a ese aire Caribe que ella ha paseado por el planeta— descansa su figura pequeña y sus recuerdos sobre la silla de mimbre de la casa de un primo suyo en la capital del Atlántico. Allí se hospedó durante dos noches, mientras esperaba su turno para saltar a los escenarios que aguardaron por ella en el Carnaval de Barranquilla, que recién apagó sus tambores y calló sus letanías el pasado martes.

Junto a sus músicos, apuraba el ensayo de la canción que entonaría junto al Joe Arroyo, en un concierto del barrio Cevillar al que había sido invitada por un canal de televisión. Músicos que siempre son los mismos, nueve en total. Petrona es la voz líder y lo integran además dos coristas, un bombardino, dos gaitas y tres tambores.

Este viaje a Barranquilla no parece hecho a la medida de una mujer de 72 años, como ella. Ensayos, conciertos. Homenajes, aplausos. Mañana mismo, a las cinco de la madrugada, deberá estar montada en una flota, con toda su pléyade de músicos, rumbo otra vez a Palenquito, donde les espera un festival y nuevos ensayos para sus presentaciones en el exterior. "¿Vieja yo para estos trotes?" —se pregunta a sí misma Petrona— "para nada. Apenas si me canso cuando me montan en un avión y me hacen atravesar medio mundo amarrida en una silla".

Esos viajes agotadores la han dejado a orillas de festivales en Canadá, Brasil, España, Chile, México, Italia, Holanda, Estados Unidos, Alemania, Noruega, Panamá, Malasia, Inglaterra y Francia. Su voz ha sonado en Marruecos, lo mismo que en Buenos Aires. Se ha encerrado para grabar su música en estudios discográficos de París y de Londres.

Y de esos viajes ha guardado anécdotas inolvidables en su mochila de trotamundos. Como la vez en que, encerrada en una habitación de hotel en París, se obligó a sí misma a ver una novela "en un idioma maluco". Imposibilitada para volcarse a las calles de la gran ciudad con su carácter de campesina insobornable, prefirió prender el televisor mientras llegaba el momento de cantar. Se propuso entender, a su manera, la novela que estaban transmitiendo. Al final acabó con los ojos anegados en lágrimas. "Es que el amor, dice Petrona, es un sentimiento que a veces no necesita de las palabras".

Lágrimas como esas se le escurren cuando su show en estos países termina y esas gentes de lenguas variopintas que han ido a verla aplauden con ganas de más. La negraza de mirada de aceituna a veces se pregunta qué tiene su música que logra exaltar de tal manera el espíritu. Vaya usted a saber: "Yo lo único que hago es cantar los ritmos que conocí desde niñita, allá en San Cayetano —el pueblo donde nació en 1939— las mismas cumbias, las mismas chalupas, las mismas puyas, los mismos fandangos, los mismos porros, el mismo y delicioso bullerengue"...

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Le llaman la ‘Noche del tambó’. Es viernes y la brisa en Curramba, la bella, se mide en fuerzas con el golpe de cueros que retumban en la Plaza de la Paz, escenario que año tras año acoge este evento, que ya llega a su décimo séptima versión, y es preámbulo de los ardientes carnavales de La Arenosa.

Mabel Zúñiga, jefe de patrimonio y turismo de la Secretaria de Cultura de Barranquilla, aproxima una explicación sobre lo que este espacio significa para el pueblo currambero: "Es un encuentro con los valores culturales autóctonos del Caribe, una forma de preservar las raíces folclóricas de la región y varias de sus expresiones, entre ellas la Rueda de Cumbia".

Oteando desde un rincón de la plaza lo que sucede en este lugar es más sencillo de entender: se trata de una noche en la que suenan a placer flautas de millo, gaitas cortas, gaitas largas, palmas de mujeres respondonas y el quejío de los decimeros. Una auténtica fiesta de polleras y velas encendidas.

Alrededor de la tarima, y con una sensatez que no se compadece con una fiesta a la que están invitadas las cervezas y el Old Parr, propios y extraños danzan en rueda. Las mujeres batiendo sus caderas al ritmo de los tambores y los hombres resbalando sus sombreros de paja a los pies de sus parejas.

Un nutrido grupo de artistas desfilan sobre la tarima. Pasan Víctor Segura, Catalino Parra, Pedro Ramayá Beltrán, Aurelio Fernández y Lisandro Polo. Y así está la vaina hasta que el presentador de ocasión anuncia la llegada de la homenajeada: Petrona Martínez. El público arde bajo el mismo aplauso: "...Déjala venir a su tierra santa, déjala venir a su tierra santa, Petrona Martínez, caramba, bonito que canta"...

Cerca de tres décadas dedicada por completo a la promoción del bullerengue hacen de este un tributo más que merecido para Petrona. Una matrona que en palabras de Guillermo Valencia Salgado —veterano folclorista monteriano— ha bebido de la tradición impuesta por otras grandes cantadoras de su región como Etelvina Maldonado, Totó la Momposina, Carmen Silva, Tomasita Martínez, Graciela Salgado, Manuela Torres, Estefanía Caicedo y Martina Carmargo.

El ‘Compae Goyo’, como lo llaman todos, asegura que "más que las músicas negras del Caribe, lo que recoge Petrona Martínez con su poderosa voz es el legado del África ancestral en nuestras tierras. Cuando Petrona canta un bullerengue o una puya nos devuelve en el tiempo al África que vivía sus rituales y cantos espirituales de la siembra y la cosecha con danzas. Sólo que Petrona lo vive y lo reivindica como una fiesta".

Eso bien lo han entendido los señores de la Academia Latina de la Grabación, que la nominaron en dos oportunidades a los premios Grammy; primero en 2003 con ‘Canta bonito’, y el año pasado con ‘Las penas alegres’, en la categoría de mejor álbum folclórico. En ambos casos, la matrona enfrentó la noticia con una sonrisa calma; "qué bonito", alcanzó a decir en la primera nominación. "Es que en la vida hay tiempo y hay tiempitos. El primero es cuando nos llegan las cosas en abundancia, como los aplausos y los reconocimientos. Los tiempitos son esos días en que aparece la enfermedad y la falta de alimento".

Ni siquiera esos buenos "tiempos" han impedido que Petrona deje de sentirse más campesina cimarrona que cantante ilustre. Hace años, un alcalde de Cartagena quiso enamorarla con la idea de tener una casa en esa ciudad para que ella se desplazara con su familia hasta allí. Varios músicos le han llegado con palabras de ilusión para que se instale definitivamente en Bogotá, para así garantizar nuevas giras y conciertos. Y otros más han pretendido endulzarle la vanidad con la posibilidad de un futuro de lujos en Estados Unidos.

Pero, viéndola sentada en esa silla en Barranquilla, uno siente que Petrona no ve la hora de subir a la flota para llegar a Palenquito y seguir al tanto de sus gallinas, de sus marranos y de sus cultivos; para recoger con sus manos los manguitos a punto de desvanecerse de los árboles. "A mí nadie me echa el cuento cuando se trata de sembrar una yuca, un ñame o un maíz. No me duele el brazo para alzar el machete y cortar un palo pal’ fogón. A todos les digo, déjenme ser feliz en mi casa, en mi patio, con mi negro Tomás y con mis nietos".

Joselina Llerena, una de sus hijas, y que a veces acompaña en el coro las presentaciones de su madre, es de las que cree que la vitalidad de esta matrona, la vitamina que le permite seguir tan alegre y cándida frente a los males del cuerpo a pesar de su edad, es precisamente que nunca se ha alejado de sus tradiciones: "Mi mamá —confiesa Joselina— nunca se ha enfermado de vanidad, es una campesina feliz".

No es difícil imaginar a Petrona en ese patio de Palenquito cocinando para los suyos. Lavando ropa en el río a manduco limpio y haciendo blandas esas faenas pesadas con la autoridad de su voz. No es difícil imaginarla cociendo en su máquina —acaso uno de los pocos lujos que se ha permitido— las polleras de sus nietas y biznietas (en total son cuarenta nietos y siete bisnietos), esas que ahora dicen querer seguir los pasos que fundara, hace más de un siglo, la bisabuela cantadora.

No es difícil imaginarla de nuevo en ese arroyo, en el bendito arroyo de Lata, allá en Malagana, al sur de Bolívar, tan desprevenida ante el talento infinito de esa voz cimarrona que tiene por dentro. "Y vea usted, niña, ese arroyito es el mismo que pasa ahora por mi casa, allá en Palenquito. Allí me descubrieron para que le cantara al mundo hace treinta años y al pie de ese arroyo es que me pienso morir. Eso ya lo decidí: moriré cantando, feliz, mis bullerengues".

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