Memorias de un lazarillo literario



El argentino Alberto Manguel prestó durante cuatro años su voz y sus ojos para acercarle a Jorge Luis Borges, ya en la ceguera definitiva, las líneas de Kipling, de Stevenson y de Joyce. El escritor reconstruyó esos días memorables junto al autor mayor de las letras argentinas y la nostalgia de afrontar un tiempo en el que los libros son ahora patria de unos pocos nostálgicos.


Quedaba sobre la Calle Corrientes, entre la San Martín y la Florida. Se llamaba Pygmalión. Cálida y rústica como todas las librerías de su tiempo, en esa Buenos Aires sesentera que deliraba con sus escritores. Un lugar suficientemente pequeño para que los libros interrumpieran el paso y suficientemente atractiva para que las amas de casa compraran ‘Rayuela’ y ‘Cien años de soledad’ con el mismo entusiasmo con que llegaban a casa con los víveres de la cena.

El recuerdo le pertenece a Alberto Manguel. Argentino, novelista, traductor, editor, ensayista y, antes que cualquier otro oficio, un lector romántico. Un abuelo de voz sedante que bien parece el último mohicano de una extraña tribu que profesa por los libros, por la letra impresa, el mismo respeto que un militar por las armas.

No cree en los artificios de Google, contará más adelante. Ni siquiera existe a su nombre una cuenta de correo electrónico. Sucede que si en sus faenas literarias lo apremia una fecha precisa, un nombre exacto o un hecho histórico, Alberto se aferra a ese delgado poder que tiene el papel de hacer más verosímil cualquier cosa. Ante una duda, acude al único cielo que le pertenece, a la única patria en la que cree: a sus libros. Posee más de cuarenta mil.

Tenía 16 años, “o 15, ya no tengo certeza”, cuando, después de pasar su niñez en Israel, se vio entre las estanterías de aquella tienda de libros porteña sirviendo de guía para lectores indecisos. Ganaba así unos pocos pesos mientras culminaba el bachillerato en el Colegio Nacional de Buenos Aires y ahorraba para partir luego hacia Europa para no regresar sino hasta muchas décadas después.

Y así de anodinas habrían seguido sus tardes de no ser por un hombre de párpados sombríos y atuendo impecable que, apoyado sobre un bastón para disimular la incertidumbre de sus pasos cuando pisaba la calle, le pidió sin rodeos que le sirviera de lector en las noches. En ese entonces, aquel sujeto trabajaba como director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires y solía frecuentar la librería con la sospecha, siempre fundada, de que allí encontraría a los ángeles tutelares de su carrera de letras.

Ese hombre, Jorge Luis Borges, apenas si encontró una frase dulce para justificar la petición repentina ante el muchacho: “Lo que pasa es que mi madre ya está en sus 90 años y se cansa mucho”.

No sería, en todo caso, la primera ni la última vez que entregaba en manos del azar la elección de un lector. Borges no tenía un tipo de persona ante la cual acudir para que le leyera sus libros; podía ser el cartero, la empleada doméstica, el dueño de un café. Él sólo necesitaba unos ojos y una voz.

Lo que siguió después, Alberto lo cuenta con discreta emoción desde su casa en Le Presbytère, sector de Mondion, un pueblecillo francés encaramado sobre una colina desde la que divisa todas las mañanas la tumba de Ricardo Corazón de León; una casa que en tiempos de la Revolución Francesa fue otro más de los fortines secretos de la Iglesia y que él reformó a placer para dedicarse al legítimo e incomprendido oficio de leer.

“Por supuesto que sabía que se trataba de Borges —aclara enseguida Alberto—. Era un autor maduro que se leía con fervor en las escuelas, pero que yo en la arrogancia de mi adolescencia, esa etapa de la vida en la que crees que nadie tiene que venir a enseñarte nada, lo consideraba como a un pobre cieguito al que no podía negarle semejante favor”.

Así, tres veces por semana, entre 1964 y 1968, una vez terminaba su turno en Pygmalión, el muchacho de mirada azul atravesaba la calle Maipú y presionaba el botón 6B en la fachada de mármol rojo que tenía el edificio habitado por Borges, entonces de unos 65 años.

La ceremonia era siempre la misma: Fanny, devota empleada del padre de El Aleph, abría la puerta y de las entrañas de la vivienda —lóbrega y melancólica— moviéndose por entre los muebles con la seguridad que un murciélago entre las tinieblas, aparecía Borges con su corbata amarilla, el único color que le permitían las sombras indomables de su ceguera. “Era el color de sus amados tigres y de la rosas que prefería”, recuerda Alberto.

Cada noche, el escultor de ‘Emma Zuns’ elegía el autor y el libro. Y, de no ser por esa oscuridad intransigente que se tomó para siempre sus retinas cuando cumplió los 58 años, habría decidido también hasta las páginas que su lazarillo debía leerle en cada ocasión.

Alberto lo evoca como si se tratara de un recuerdo reciente: “A pesar de su limitación, el hombre conocía el camino para llegar a todos sus libros, tenía unos 600, casi todos de literatura anglosajona y literatura clásica argentina. Los había dispuesto en su casa en un orden que apenas conocido por él. Borges recorría con precisión la geografía de su voluminosa biblioteca y muchas veces, incluso, lo vi doblar billetes y dejarlos en alguno de esos títulos. Si debía pagar por algo, sabía exactamente en cuál libro había dejado su dinero; era como si sus manos vieran por él; aquello nunca dejó de sorprenderme”.

Tampoco esa costumbre tan borgiana de asumir esa severa limitación con un interés más literario que médico. Era para él más una celebración que una fatalidad. Si no fuera ciego, le confesó a Alberto una noche, no habría logrado escapar de su timidez. De no ser por esa ceguera, estaba seguro, jamás habría podido pararse frente a un auditorio lleno de personas.

Definía la ausencia de vida en sus ojos como una “demostración de la ironía de Dios —recuerda Manguel haberle escuchado decir— que le había dado libros, pero también la noche en sus ojos”. Borges era capaz de hallar luz en donde otros veían oscuridad y desesperanza: “La ceguera y un hombre viejo son sólo formas distintas de la soledad”.

Y de esa soledad parecía escapar ayudado por sus libros y sus lectores de ocasión. El maestro y el lazarillo, de Kipling saltaban a Stevenson. Hoy Joyce, mañana Wilkins, o Keats, o Webster o James. Nunca leían un libro completo. Alberto se veía obligado a leer sin entonación “pues Borges mismo quería darle el tono en su cabeza”. Y esas jornadas de lectura no rendían pues casi cada párrafo ameritaban un comentario, una interpretación, un análisis.

Había, en todo caso, algo delicioso en esa forma aleatoria y caprichosa con la que decidía a cuáles historias enfrentarse. Maguel sólo prendía y apagaba su voz al antojo del escritor y se entregaba a escuchar con deleite ese trabajo de orfebre del lenguaje con el que encaraba cada texto. “La suya, a esas alturas de su vida literaria, era una lectura más técnica, y yo debía leerle a los grandes cuentistas para aprender a entenderlos, a diseccionarlos, más allá de las historias aparentes que narraban”.

—Fíjese— le explicaba a Alberto— cómo tal palabra aparece en tal contexto. Cómo el autor utiliza la ironía, pero nos hace creer que somos más inteligentes que él.

Resignado a no poder entregarse de nuevo a la prosa por culpa de su ceguera —al cuento, el género de sus afectos— algunas de esas noches los dos se refugiaban también en la poesía. La lírica estaba más al alcance y, en los momentos repentinos de inspiración, Alberto tomaba papel y anotaba, verso por verso, lo que a Borges a su vez le iba dictando el corazón...

...Ya no es mágico el mundo, te han dejado, ya no compartirás la clara luna ni los lentos jardines, ya no hay una luna que no sea espejo del pasado. Cristal de soledad, sol de agonías...

“Terminaba, y entonces te pedía que lo leyeras dos, tres y hasta cinco veces, como si en cada repaso buscara la certeza necesaria para sentir que la ceguera nunca sería más fuerte que la poesía”.

En esos cuatro años Alberto Manguel no había sido sólo un lector a sueldo; también un testigo privilegiado de las manías, resabios y frustraciones del eterno candidato al Nobel. “No era un hombre fácil, sin duda, recuerdo que una mañana recibió, a manera de homenaje, la edición de lujo de uno de sus libros, en seda negra y letras de oro. ‘Parece una caja de bombones’, se quejó y, sin pensarlo dos veces, se la regaló al cartero”.

Con casi 20 años cumplidos, Alberto sintió que había llegado el momento de abandonar Argentina. Así se lo contó a Borges y éste, a modo de despedida, dejó en sus manos un ejemplar, comprado por él mismo en Ginebra muchos años atrás, de ‘Stalky and Co.’, una colección de cuentos publicada por Rudyard Kipling en 1899.

El libro vive aún, por supuesto, en esa biblioteca frondosa de su casa en Francia. Como viven también los recuerdos de esas noches al lado de Borges, el autor a quien Manguel le aprendería para siempre que “el escritor es aquel que escribe lo que puede; el lector, en cambio, lee todo lo que quiere”.

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Observándolo de cerca, mientras se desliza a paso suave por los pasillos de Corferias, en plena Feria del Libro de Bogotá, Alberto Manguel no está lejos de parecer lo que reseñan sobre él en abundancia: un hombre que sabe tanto de libros como un cirujano del cuerpo humano.

Que haya sido así es culpa de Ellin Slonitz, una niñera checa de familia judío-alemana a quien el padre de Alberto —que por los caprichos de Perón acabó convertido en el primer embajador de Argentina en el recién creado estado de Israel— le delegó por completo la labor de criar al pequeño mientras éste y su esposa cumplían con las labores diplomáticas que les encomendaban por medio mundo.

Fue ella, Ellin, quien despertó en su corazón el amor por la lectura, y le enseñó inglés y alemán, aunque los señores Manguel sólo hablaran francés y español. Por eso, cuenta Alberto entre risas, “además de que veía a mis padres muy poco, el escaso español que sabía apenas me permitía decirles ‘buenos días, señor’; ‘buenos días, señora’. Fue así hasta los 8 años cuando empecé a hablarlo de forma más fluida”.

Los viajes de la familia fueron permanentes. Así que la niñez de Alberto se escribió en tantos lugares como tantas páginas puede albergar un libro. “En medio de esa vida de trotamundos, mi único hogar, el único lugar del que podía entrar y salir de manera segura eran mis libros”.

Borges le había enseñado que no tuviese miedo si lo que sentía era el deseo rabioso de ser un lector. “Ya después encontrarás cómo ganarte la vida”. Y así fue. Una vez en Europa, Alberto trabajó en más de una docena de editoriales, recorrió el mundo cazando autores y reseñando libros para periódicos como New York Times y The Washington Post; dando conferencias en calidad de profesor y, claro, también escribiendo, escribiendo mucho.

Su primera novela, ‘News from a foreing country came’, se publicó en 1992; y paralelo a sus mundos de ficción han corrido también sus ensayos. Él mismo reconoce que la celebridad le llegó con ‘Una historia de la lectura’ (publicada originalmente en inglés por la Universidad de Yale), empresa investigativa en la que consigna la historia de los lectores “desde las primigenias tablillas de arcilla sumerias hasta el cd-Room, pasando por los antiguos escribas, los monjes de la Edad Media y la revolución de Gutemberg”.

Ahora mismo —revela con ironía— está escribiendo otro libro “que de seguro se venderá mucho menos que los anteriores que he publicado”. Quizá porque, lejos de los años borgianos y de los días de Pygmalión, hoy en día nos invaden los best-sellers y sus autores millonarios que aseguran tener la verdad revelada sobre el futuro y la superación. “Hoy el mercado de los libros funciona como la buena y la mala comida. La que alimenta es la que está hecha con ingredientes sanos, pero la que todos quieren se consigue en un McDonald’s. Y, sí, hay libros McDonald’s, que son como basura, que no nos dejan nada”.

Por fortuna ahí están sus buenos libros; sus poemas de San Juan de la Cruz y de Rimbaud; su biografía de Sancho —única en el mundo— publicada en 1723; todos sus ejemplares de ‘La divina comedia’ y esas rarezas que colecciona sobre el judío errante y Don Juan. Por fortuna, a sus 63 años, tiene cómo refugiarse en ese único cielo que le pertenece. “Quizá pudiese vivir sin escribir, pero no creo que pueda vivir sin leer".

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