En su versión más reciente, el
Premio Luis Caballero, el más importante de artes plásticas que se
entrega en Colombia, puso sus ojos en una obra que rescata la labor
de los corteros de caña. Esa obra fue hecha por un humilde joven de
Barbacoas, criado en el Valle, del que pocos habían escuchado
hablar: Fabio Melecio Palacios. Y esa obra, claro, tiene una
historia. Aquí está.
Por Lucy Lorena Libreros
Foto: Bernardo Peña
Era
poco más que intimidante: 582 machetes pendían, con sus filos
angulosos mirando hacia el suelo, bajo el techo de la Galería
Santafé, en Bogotá. Era viernes y era de noche. Y nadie entendía
qué carajos era eso.
Entonces
Fabio Melecio tuvo que repetir varias veces la historia —la suya—:
aquello era el homenaje del hijo orgulloso de un cortero de caña de
azúcar. Aquello era, también, una obra de arte contemporáneo que
aspiraba a ganarse un premio. El Luis Caballero. Ese baloto de las
artes plásticas que solo se ha entregado seis veces desde 1996,
cuando fue creado por el desaparecido Instituto Distrital de Cultura
y Turismo, y que desde entonces es considerado el más importante de
su tipo en el país.
Esa
apuesta artística que muy pocos entendían por su rara economía, la
modestia de sus materiales y, sobre todo, por ser a la vez arte y
denuncia, se llamó —se llama— ‘Bamba, martillo y refilón’,
BMR.
Son
las iniciales de los machetes que don Felipe Palacios, el papá de
Fabio Melecio, sostuvo entre las manos durante las cuatro décadas en
las que rodó buscando suerte en los ingenios de Pradera y de Palmira
—entre ellos Central Castilla, Mayagüez y María Luisa— después
de emigrar con su familia desde Barbacoas, Nariño, en 1980. Y bamba,
martillo y refilón son, además, tres tipos de machetes distintos.
Ninguno
de los asistentes esa noche conocía todas estas cosas. Ahí estaban
esos machetes, suspendidos, tan acechantes, tan ruinosos algunos. Tan
de no creer. ¿A quién pudo ocurrírsele algo así?
Y
ahí, con ellos, o bajo ellos, tres corteros de caña de carne y
hueso, con trapo rojo al cuello, que simulaban el fragor y la dureza
de su oficio y afilaban sus herramientas, una y otra vez contra la
lija, frente a todos, como si no estuvieran en un salón cerrado sino
arropados por el sol lacerante en un cultivo cañero. ¡Zas, zas,
zas!... Ese bendito sonido ancestral que convirtió al Valle en la
tierra del azúcar prometida y que a Melecio, inevitablemente, lo
transporta a la niñez.
Aquello
pasaba mientras el propio artista —un negro de 36 años y ojos
mansos— seguía hablando. Decía que había definido los detalles
del proyecto con su propio padre, sentados en el patio de la casa.
Fabio propuso 500 machetes usados en escena. El papá lo tildó de
loco. Pero padre e hijo terminaron en un bus rumbo a Bogotá, no solo
con la cifra impensable empacada en maletas, sino con otros dos
corteros, como cómplices, amigos de don Felipe.
Fabio
contaba que tamaño montaje, que había estado abierto al público
desde junio de 2011, tenía un propósito clarísimo: resaltar la
labor de los corteros de caña. Solo que no quiso hacerlo de
cualquier forma. Su deseo era que el espectador sintiera como suyos
la amenaza y los riesgos permanentes del oficio del cortero, eso de
“cortarse, enfrentarse con animales venenosos, cansarse hasta más
no poder, pero tener que seguir haciendo esfuerzos físicos para
dejar la tierra desnuda”. Sin caña.
Lo
explicó cuantas veces se lo preguntaron. Algunos con intriga, otros
con ironía. Y al final sucedieron dos cosas que le cambiaron al
artista la vida para siempre: los asistentes entendieron qué
carajos era lo que pasaba en esa sala inmensa y Fabio Melecio
Palacios, el hijo del cortero; el marido de Teresa, el padre de Luis
Fernando, Daniel Mauricio y Kevin David, se quedaba con el premio
Luis Caballero. Dejaba en el camino a otros siete nominados, casi
todos artistas consagrados, Clemencia Echeverri, Mauricio Bejarano,
Wilson Díaz.
El
muchacho que se gana la vida en una fábrica de icopor de Palmira
hacía historia: no sólo era, con 36 recién cumplidos, el artista
más joven en adueñarse de ese galardón. Era el primer
afrocolombiano. Y el primer artista del Valle en figurar en ese
escenario de las artes.
****
Hoy
también es viernes. Es una de esas típicas tardes de Palmira en las
que el sol recuesta su pesada barriga sobre los techos y las calles.
Es 25 de mayo de 2012. Ahora mismo, Fabio Melecio reconstruye su
vida, sentado en su humilde casa del barrio Colombia.
Una
casa —Fabio, vos lo sabés— que nadie confundiría en realidad
con la casa de un artista plástico. Al menos no uno que se haya
ganado un premio como el Luis Caballero.
Hay
flores de plástico en un jarrón que descansa sobre una mesa
rústica. Hay porcelanitas blancas en una repisa, como esas de las
abuelas de los pueblos. Tres cuadros pequeños de colores pálidos
que decoran una de las paredes. Y en cada uno de ellos un poporo sin
volumen. Y la plancha que tranca la puerta del balcón. Y las
cortinas discretas de las ventanas. La casa de Fabio Melecio guarda
la serenidad de la gente que está acostumbrada a la escasez.
Los
tres jurados que fallaron unánimente no conocían que se trataba de
un tipo que brotó de la hojarasca social; uno de esos tréboles de
tres hojas que crecen en esa patria amable que puede llegar a ser la
sonrisa de una ama de casa y los consejos de un padre cuya marca de
nacimiento ha sido la supervivencia.
Ignoran,
quizás, que todos los días, mientras otros artistas del país se
refugian a placer en sus lienzos, Fabio se monta en su bicicleta
para llegar hasta Palmipor, la fábrica en la que trabaja desde hace
17 años como diseñador, desde bien temprano hasta cuando el sol se
ha marchado hace rato. Esa fábrica le paga un salario mínimo que
le permite sostener a su familia. Y, vaya uno a saber cómo, también
costear sus estudios de artes plásticas en Bellas Artes.
Así
que lo de crear, contará mientras sigue sentado en el sillón, lo de
ser artista, ocurre en las noches, casi siempre después de la nueve.
Ocurre en un cuarto pequeño, ubicado al fondo de la casa, detrás
del patio, donde reposan las ideas que poco a poco toman forma hasta
convertirse en obras de exposición.
Fabio
ha pintado al óleo; ha experimentado con la acuarela y
elcarboncillo, los vinilos y el temple. Se la ha jugado con el
performance y la instalación, como aquella vez que quiso mostrarles
a los caleños, en el pasado Salón Nacional, cómo se come el
pescado allá en su tierra, en Barbacoas, a orillas del río Telembí.
Con la mano. Con harto plátano. En ese performance participó su
mamá. Y la mamá hizo lo de siempre: preparó un sancocho de pescado
épico, con toda la lujuria del Pacífico. Lo sirvió. Mordisco y
espinas. Todos comieron.
En
el arte ocurren cosas así. Doris Salcedo hizo de un zapato sin
dueño, hallado en la Bojayá de la masacre, una obra de arte.
Antonio Caro, pionero del arte conceptual de este país, fabricó una
escultura de sal con la figura de Alberto Lleras Camargo y la puso
bajo una llave cuyas gotas de agua la iban desmoronando.
El
propio Fabio reconoce, con algo de incomodidad, que ‘Bamba,
martillo y refilón’ es su obra más política. Lo que sucede —se
apresura a explicar— “es que con el tiempo fui descubriendo que
la única manera de ser artista, de sentirme artista, era
reflexionando de manera profunda sobre la realidad social de la
comunidad afro. En el caso de los corteros, lo que siempre vi fue un
trato injusto en términos salariales. Mi papá, después de trabajar
directamente con un ingenio, de repente se vio presa de la
inestabilidad de las cooperativas de trabajo asociado, en medio de
despidos injustificados y desigualdades sociales”.
Fabio
lo entiende así. Y el jurado de Luis Caballero lo advirtió. Halló
en su propuesta la mirada sin pudor de un artista de provincia que
hizo de su cotidianidad, literalmente, una obra de mostrar.
“‘Bamba,
martillo y refilón’ trasmite la sensibilidad del artista frente a
una realidad que lo toca de manera cercana, tomando una herramienta
que en otro contexto haría referencia a la violencia, pero que en
este reivindica un oficio silencioso, poético y ancestral (...) La
galería quedó transformada en el fragmento de un latifundio que, en
su propio silencio, reclamó ser escuchado. La obra es una especie de
protesta silente”. Así la entendió María Angela Méndez,
curadora y una de las integrantes del jurado.
Lo
cree también Carlos Quintero, artista, curador, historiador y
director del centro cultural Frontera Sur. Para él, el gran acierto
del hijo de Barbacoas fue encontrar belleza en un objeto tan
amenazante como el machete. Y lo hizo, aclara, “con una propuesta
inusual para nuestro medio, acostumbrado más a la pintura, el
grabado y otras formas más formales de entender el arte. Fabio
celebra en su trabajo la integración del arte con la vida”.
Y
él, Fabio, lo sabe de sobra. Hizo del arte su necesidad, una vía
para salvarse del extravío. Su arte fue el único leño al que pudo
aferrarse en ese mar de pocas oportunidades que le deparaba ser hijo
de un cortero. Pero ese hijo no quiso vivir a la sombra de un padre
que se ganó la vida machete en mano. Quiso hacerlo a la luz de él.
Comentarios
Publicar un comentario