El profe que enseña sonidos de paz



¿Es posible enseñar música en medio de la guerra? ¿Es posible que un docente, armado únicamente con trombones, flautas traversas y guitarras, pueda dar cátedra de paz en un pueblo que ha sido hostigado por la guerrilla más de 600 veces, en los últimos 30 años? Edinson López, director de la Escuela de Música de Toribío, está seguro que sí. Notas afinadas de resistencia.


Por Lucy Lorena Libreros


El profesor Edinson Fernando López dibuja con su dedo índice, en el aire, lo que sus ojos verdes vieron en un dibujo infantil varios años atrás. Tres líneas curvas que anhelaban parecerse a unas montañas, algo que se semejaba con mucho acierto a un helicóptero, rayitas en picada que no eran gotas de lluvia sino balas y varios trazos más cuyas líneas resultaban inconfundibles: unos rifles de asalto.

Era un dibujo triste, pero extrañamente bello. Lo había plasmado en cartulina una de sus alumnas como resultado de un ejercicio simple: los niños de la clase debían recrear lo que para ellos era Toribío. Y para todos, en ese salón, Toribío era eso: un pueblo acostumbrado a sentir las balas que descienden a cada rato desde las montañas y a veces, también, desde el cielo.

Para el resto de Colombia es casi lo mismo: una población del nororiente del Cauca que ha sido crucificada en las secciones de orden público de los periódicos con la fama triste de ser el municipio del país más atacado por la guerrilla. Las cifras, como los niños, no mienten. Desde 1979, grupos de izquierda alzados en armas, especialmente las Farc, realizaron unos 600 hostigamientos y se tomaron el pueblo en 100 oportunidades. Así que la vida de los toribianos ha consistido, durante los últimos 30 años, en remendar su pueblo con paciencia de costurera, una y otra vez.

Lo sabe de sobra el profesor Edinson, que con su piel blanca y sus ojos verdes no da muchas pistas, una vez lo conoces, de que se trata de un hombre nacido entre estas montañas, hace 37 años, en el resguardo de San Francisco, conformado como el 98% de los habitantes de Toribío por indígenas nasa.

Sentado junto al escritorio donde prepara sus clases diarias, aclara que no es que el dibujo de su alumna lo haya sorprendido. Al fin de cuentas, dice, casi todos sus alumnos han vivido siempre a pocos pasos de las trincheras. Lo que sucede es que, en vez de armas, él hubiese preferido que los chicos dibujaran clarinetes, flautas traversas, guitarras, trombones o cualquiera de los instrumentos a los que a diario los enfrenta en la Escuela de Música de Toribío.

A esa escuela llegó diez años atrás, convocado por el Ministerio de Cultura y un ambicioso programa que aún existe y se conoce como Plan Nacional de Música para la Convivencia. Y en ella está sentado justo ahora, en una oficina ordenada y pulcra, preparando sus cátedras al pie de un computador.

La escuela, que solo cuenta al año con un presupuesto de 22 millones de pesos, tiene su sede en una casa estrecha, de dos plantas, ubicada justo frente a la pequeña plaza del pueblo y a pocos pasos de la Iglesia San Juan Bautista. En el primer piso —donde estamos ahora— funciona la Casa de la Cultura, hay varios salones desnudos y uno, oscuro, especialmente abarrotado de instrumentos, guardados con cuidado en estuches negros; la segunda planta es una seguidilla de oficinas públicas, desde la Umata hasta la Secretaría de Salud.

Es una mañana de viernes de abril de 2013 y, mientras el profe conversa, afuera los beneficiarios del programa Familias en Acción cobran con celeridad su subsidio pues el humor del cielo ha empezado a descomponerse y amenaza con una lluvia de llanto incontenible. “Usted y el fotógrafo —dice el profe— vinieron en buena época. Llevamos mes y medio de una calma hasta sospechosa, muchos creen que tanto silencio, tanta ausencia de bala, se debe a que de pronto la guerrilla se está preparando para hacer un ataque peor”.

Es, en estos tiempos, una sospecha básica de la supervivencia en Toribío. Una señal al parecer igual de inequívoca a que pase un día entero sin ver un solo carro subiendo hacia el pueblo. Algo malo va a ocurrir, se cree enseguida. Es que los 32 mil toribianos, pese a tantos años de guerra, tantos días de sangre y terror, no han aprendido a dopar el sentimiento del miedo. Cree uno, más bien, que lo han domesticado.

El simple sonido seco de un tambor logra alterar los nervios, hacer que la gente se tire al suelo temiendo el inicio de una nueva emboscada. Fue lo que sucedió el pasado Jueves Santo, minutos antes de una procesión nocturna. Los unos decoraban santos, las señoras ponían flores. Alguien hizo sonar el tambor de una banda, invitada desde Jambaló, y la escena que siguió a continuación quedó grabada en las retinas de este maestro obstinado: gente corriendo en todas las direcciones y personas acurrucadas buscando refugio.

Solo vinieron a salir de la duda cuando se escuchó el sonido dulce de una lira. No era, pues, el inicio de uno de esos conciertos de balas que en los días más pedregosos del conflicto se prolonga hasta dos días. Eran sonidos de paz. El pueblo respiró aliviado.

Y eso ocurre pocas veces. No fue así, por ejemplo, el 11 de julio de 2011, cuando un bus escalera, de esos que conocemos como chivas —el medio de transporte más común en la zona, después de las motos— voló por los aires al pie de las trincheras ubicadas cerca de la estación de Policía.

Fue un sábado, día de mercado. Al disiparse la humareda, los toribianos supieron que cien de ellos habían quedado heridos. El cerrajero, un gallero y el carnicero habían muerto. Un sargento de la policía acabó tan destrozado que de él solo hallaron una pierna. Se contaban en más de un centenar las casas que quedaron destruidas, como dispuestas para una autopsia.

¿Y la escuela? ¿La escuela del profe Edinson? Varias partes de la chiva que salieron disparadas tras la detonación fueron a caer en un salón trasero, cuyo techo no resistió y se fue al suelo. Por fortuna, no fue una mañana de clases. Los instrumentos resultaron ilesos. Fue como si el criminal accionar de las Farc se hubiera permitido la debilidad de no dañar del todo el lugar donde el maestro les enseña a sus muchachos sonidos de la vida. Sonidos de la paz.

Entonces, pronto adviertes que la labor de Edinson López no consiste enseñarles a sus alumnos cómo se lee la gramática musical sobre un pentagrama. Cómo se le arranca a un fagot o a una flauta traversa una nota Si y otra Fa. Eso es sencillo, a la larga.

En un pueblo donde llegan tantos con la intención de darle a la muerte la dirección equivocada, su trabajo consiste en realidad en lograr que sus estudiantes interpreten pasillos y bambucos ignorando que desde el vientre de sus madres vienen afinando el oído, sin querer, para distinguir con acierto los sonidos de la guerra: el estallido de los tatucos, la explosión de cilindros bomba, las ráfagas de fusil.

Acá, en Toribío, donde vivir y morir sigue siendo para tanta gente un cara y sello, el anverso y el reverso de una misma cosa, el profe Edinson López se las ha ingeniado para lograr que las tres generaciones que han pasado ya por su escuela conviertan la música en necesidad, en una vía para salvarse del extravío.

Lo dice a su manera Luis Ángel Murillo, un joven flaco de 14 años, a quien Edinson enseñó a interpretar la corneta y a cultivar un amor sanguíneo por la música. Luis Ángel se imagina estudiando su instrumento de manera profesional cuando termine el colegio.

No hace mucho, el chico llegó hasta la Casa de la Cultura. Son poco más de las 2:30 de la tarde de este viernes y en pocos minutos veré cómo el lugar se irá llenando con las voces y las notas distraídas que empiezan a hacer sonar los 45 niños y jóvenes, entre 8 y 17 años, que actualmente reciben clases.

Luis Ángel asiste desde hace cinco años. Y en ese lapso ha vivido tres hostigamientos guerrilleros, en plena clase. “A mí siempre me da tembladera y el susto me dura varios días, aunque ya uno después se va acostumbrando, a veces hasta se me olvida. Cuando las balas ya no se escuchan, cojo mi instrumento y salgo caminando para mi casa. Yo no sé el profe cómo hace, pero nunca lo he visto con miedo. Mientras la guerrilla y la policía disparan allá afuera, él llama a nuestros papás para tranquilizarlos”.

Otros niños no reaccionan igual. El profe Edinson piensa en Frank. En el miedo de Frank. Hace un par de meses, el pequeño clarinetista engrosó la cifra triste que el docente tiene dibujada en un cuaderno: entre el 10% y el 15% de los chicos que recibe cada año deben abandonar la escuela pues sus familias se desplazan por culpa de la violencia.

Casi todas lo hacen hacia el sur del país, Nariño o Putumayo, explica el alcalde de Toribío, Ezequiel Vitonás; otras familias más migran hacia los Llanos Orientales y otras menos hacia el Valle del Cauca.

Cuando eso ocurre —confiesa el maestro con voz quebrada— se siente una impotencia tremenda. Es una lucha desigual con la guerra. Ellos tienen armas que amedrantan, yo solo tengo guitarras y trompetas para hacer felices a estos niños. ¿Qué puedo yo hacer frente a una mamá que me dice, desesperada, ¡profe, no aguanto más! Solamente desearle suerte, a ella, y a ese niño que probablemente se perderá de la música para siempre”.

Fue también lo que sucedió con Cristian Darío Julicué. También clarinetista. Vivía con su mamá, una enfermera, en la vereda Pueblo Viejo de Toribío. Años atrás, caminaba todos los días, con entusiasmo, los 45 minutos que separaban su casa de la escuela de música.

Un día de tantos, con su clarinete empacado en un estuche, dando pisadas sobre una trocha de la loma, sintió un láser rojo en el pecho, señal inequívoca de que alguien lo apuntaba con un arma en la distancia. Luego vino una requisa. Después explicaciones temerosas. No, señor policía, salvo mi instrumento en ese maletín no llevo otra cosa. Su mamá creyó que en otra oportunidad el ángel de la guardia del pequeño no sería tan diligente y prefirió enviar al niño a terminar sus estudios en un colegio de Pasto. Adiós clarinete.

Uno escucha esas historias dolorosas y entonces se pregunta porqué, después de diez años, el profesor Edinson sigue en Toribío. Resistiendo, haciendo patria. Exponiendo el pellejo a diario. Viviendo solo en un cuarto, lejos de Santiago Alejandro y María del Mar, sus hijos de 15 y 7 años, que aguardan a que su padre llegue cada fin de semana sano y salvo a Popayán, donde los dos viven con su mamá desde hace varios años, después de que el docente entendiera que no podía seguirlos exponiendo a la intransigencia de la guerra.

Claudia Cruz, directora de la Fundación Polifonía, que lidera proyectos de formación musical en el Cauca y es Coordinadora del Plan Nacional de Música para la Convivencia en ese departamento, aventura una sola palabra como respuesta: gratitud.

La única razón por la que el profesor Edinson no abandona su labor, pese a las dificultades, es el sentido de pertenencia que tiene hacia su pueblo. Él no solo nació allá, sino que tuvo la oportunidad de aprender música. Lo hizo de manera profesional, en la Universidad del Cauca, pero él sabe bien que hay muchísimos otros jóvenes que no corren la misma suerte y la vida no les hace ese guiño”.

Es que cuando eres joven o niño en un pueblo como Toribío tropiezas con una realidad difícil: pese a que representas el 53% del total de la población son escasas las opciones de progresar que tienes enfrente. El alcalde Vitonás, en su despacho, enumera algunas: sembrar tomates, zapallo, arracacha, papa sidra o esa cebolla larga tan famosa en Cavasa, que se vende bien en las plazas de mercado de Cali. También puedes asociarte para cultivar truchas o sembrar ese café que desde hace cuatro años tiene marca propia ‘Quescafé’, que en lengua nasa quiere decir ‘Nuestro café’.

Y eso suena bonito, sí. Pero se trata de un municipio que, según el propio alcalde, tiene el 68% de sus necesidades básicas insatisfechas. De las 66 veredas (donde vive el grueso de la población), 40 no cuentan con energía eléctrica. Un 90% no recibe agua potable en sus casas, 2.884 familias hacen sus necesidades en campos abiertos y unos 4 mil niños se quedan sin cupo para estudiar. Para lograrlo, el alcalde Vitonás tendría que construir 60 aulas de clases. Y en este pueblo no hay plata.

Mientras esa realidad abofetea a sus chicos, el profe Edinson resiste. No se queja. Propone. Hace tres años pidió ayuda para fundar una escuela similar en San Francisco, el resguardo donde nació, pero no tuvo eco. No importó: armado con flautas improvisadas con tubos de PVC, fabricadas por él mismo, llegó hasta allá para seguir seduciendo con música, cual flautista de Hamelin. Pronto, una decena de chiquillos acudieron al llamado.

Intuye uno que el profesor Edinson López ha hecho de su oficio una forma de rebeldía. Él ignora a propósito la dureza de la realidad del pueblo y prefiere hablar de sueños. El más grande: conformar una orquesta de 200 niños músicos. “¿Se imagina? Todos tocando al tiempo”, dice emocionado. 

Quizá lo logre. A él no le importa que lleve cuatro meses sin recibir salario o que su contrato de prestación de servicios tenga tanta estabilidad como una casa al pie de un volcán. Qué va: llegará el día en que sus alumnos dibujen guitarras en lugar de fusiles. El día en que gracias a su sentido dramático del deber, Toribío cambie para siempre los sonidos las balas por los de una flauta traversa.


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