Muchacho,
esta carta es para vos. Para vos que, seguro, no conocés la
historia de Héctor Lavoe, ese ídolo de la salsa que gozó y lloró
en Cali. Ese ídolo que jamás será un periódico de ayer..
Por
Lucy Lorena Libreros
No
hacía mucho, un año atrás, había llegado a manos de
coleccionistas y melómanos ‘De tí depende’, un álbum genial
del sello Fania en el que el hombre que ‘podía cantar debajo del
agua’ convertía un ‘Periódico de ayer’ en gran
acontecimiento.
De
seguro has escuchado esa canción. Es un temazo. Un clásico de la
salsa.
Vinieron
a divertirse y pagaron en la puerta. Ocho mil personas. Con tal
cantidad de gente dentro daba la impresión de que ese coliseo no
vibraba por tanto peso, latía. Héctor tenía 31 años, 12 álbumes
a cuestas, un pasado memorable junto a Willie Colón y una voz
poderosa que le regalaba a la salsa dura la promesa de que la clave y
el soneo tendrían larga vida.
Y
éxitos, Héctor Lavoe también tenía en Cali muchos éxitos. Casi
tantos como los que puede acumular ahora uno de esos cantantes de
reggaetón o vallenato llorón que solés escuchar en tu iPhone.
Y que derraman su mala voz sin mayor escrúpulo ni rigor.
Esto
de lo que yo te hablo —te escribo— es otra cosa. Oro en polvo,
muchacho. Los de Lavoe no eran éxitos efímeros, ya vas a ver.
Esta
historia sucedió en la Cali setentera. Una que ya se extinguió y
que te toca buscar en el recuerdo empolvado de tus papás y de tus
tíos: la de los ‘grilles’, la de Cabo Rojeño, la Costeñita y
Los Ahijados.
Ellos
te contarán que la rumba brava caleña se vivía en el centro, en plena Carrera
Octava. Los pelaos como vos agitaban a gran velocidad sus pantalones
de terlenca desde que descubrieron el milagro musical de hacer girar
sus Lp de 33 revoluciones —sus pastas, como ellos los llamaban con
cariño— en 45. Y ese Lavoe del que te hablo a veces también
sonaba así, frenético: “...Aguanile, aguanile mai mai”.
La
suya era, pues, una voz hospitalaria para esta ciudad. Aquí, mucho
antes de ese concierto en el Evangelista, el negro ‘Watussi’ ya
bailaba en los ‘aguaelulos’ Che Che Colé, Barrunto, El
Todopoderoso y Asalto Navideño, y muchos otros caleños entonaban
Calle Luna, Calle Sol. Era la época en que un pelado como vos,
digamos de 15 ó 18 años, uno de barrio popular, claro, entendía
bien a qué se refería ‘el rey del pregón’ cuando cantaba
—escoltado con los trombones alucinantes de Willie— eso de que
“en los barrios de guapo no se vive tranquilo, mide bien tus
palabras o no vales ni un tiro”...
Pero
te hablaba del concierto, de ese esperado concierto. Héctor saltó
al escenario en aquella primera presentación mucho después de la
hora pactada. Rayando casi la media noche, cuando el público era ya
un amasijo de espera y de ansiedad. No hay tiempo para tristeza,
vamos cantante, comienza...
Sucedía
siempre; era su estilo. Y Cali, como Nueva York y San Juan, entendió
que quien le cantaba era nada más y nada menos que ‘el rey de la
puntualidad’. Era un defecto que él justificaba con gracia: “No
es que yo llegue tarde, es que ustedes llegan muy temprano”.
El
hombre llevaba en sus manos unas maracas, quizás el único
instrumento que interpretaba en público; vestía de traje verde y de
chaleco. Y lucía flaquísimo, como vos seguro lo habrás visto en
tantas fotos viejas y videos. Apareció frente a todos, seguro,
firme, decidido. Entre estrofa y estrofa bebía sorbos largos de
aguardiente, mientras el sudor del cuerpo se le escurría por todos
lados.
Cantó
“sin esfuerzo, sobrado”, como lo recuerda ahora y lo ha
documentado muchas veces el escritor Umberto Valverde. “Era Lavoe
en persona, los caleños no lo podíamos creer”.
Pero
sucedió, muchacho: esa noche de 1977 Lavoe se enteró de que en
Cali, en esta ciudad fundada al pie de una cordillera, su música
despertaba devoción: él era el cantante al que todos habían ido a
escuchar. Él, Héctor Lavoe, era el cantante, muy popular donde
quiera. Nadie quería que su show acabara; en Cali, él no era otro
humano cualquiera.
Por
eso la idea de esta carta. Te escribo a vos. Sí, a vos. Que no sé
cómo te llamás. Sos uno de esos muchachos que hoy veo caminar,
morral al hombro, por la calle o viajando en MIO, siempre atado a
alguno de tus apéndices electrónicos. A veces a unos ‘beats’,
esos audífonos enormes que prometen hacerte escuchar casi cada pieza
del sonido. Me cuentan que la sensación que producen es de encierro
total. Lo que suceda y se escuche de audífonos para afuera, no
importa. Esa, dicen, es la gracia.
Qué
hubiera dado un pelado de la Cali de los 70 o de los 80 por tener uno
de esos. ¿Te imaginás? Contar con unos ‘beats’ y escuchar
fielmente cómo Ray Barreto castigaba el cuero de sus congas; los
‘rebateos’ felices de Ismael Rivera; el bajo de Bobby Valentín;
la flauta de Johnny Pacheco; el cuatro de Yomo Toro, el piano de
Richie Ray...
Eran
otros tiempos. Muchos de esos artistas sonaron en vivo para Cali. La
culpa fue de un tal César Araque, al que todos llamaban Larry Landa;
el ‘man’ fundó una discoteca de culto en Juanchito, Juan
Pachanga, y le devolvió a ese corregimiento de Candelaria la magia
de sus antiguos carnavales.
Además
del Hotel Petecuy y el salón Las Vallas, allá, en Juan Pachanga,
fueron la mayoría de las presentaciones de Héctor Lavoe todas las
veces en que visitó Cali, por si un día te lo preguntan, pelao.
Lo
cuenta Alfredito de la Fe, un violinista virtuoso que terminó
extraviado en la salsa. Él cargaba la responsabilidad de sostener
musicalmente la orquesta del lugar, por la que habían pasado ya Joe
Cuba, Pete ‘el conde’ Rodríguez y Andy Montañez.
Un
día, de labios de Larry, supo que el cantante de los cantantes haría
parte del grupo. Cantaría junto a una nómina de lujo: el ‘chiqui
Zúñiga en el piano; ‘Pichiliro’ en los timbales y Adolfo Castro
en la trompeta.
Lavoe
había decidido huir de Nueva York para alejarse de la heroína.
Todos lo creían un adicto irredento. La capital del Valle, le habían
dicho en Nueva York, era un buen lugar para enderezar el camino y
hacia 1983 llegó con deseos de quedarse largo rato.
Lo
recibió esa Cali que se escribía casi siempre enseguida de la
palabra narco. Esa Cali que había aprendido a dopar el sentido de la
ética. La del dinero fácil, donde en vez de un sol amanece un
dólar, diría Blades. Esa, seguro, no era la sucursal del cielo. Al
menos no lo fue para Héctor Lavoe.
Al
final, fueron solo seis meses en los que dormía todo el día y salía
en las noches. Seis meses de odios y amores con Landa. Fue una
relación siempre al límite: Héctor era la voz que a Larry daba
dinero. Larry era el señor de los contactos que le aseguraba al
cantante conciertos por el mundo.
Lavoe
vivió inicialmente en el piso 15 de la Torre Aristi; Carrera 9 con
10. Pero los buenos propósitos “del hijo de Panchita, la que
cantaba en los entierros, y de Luis, el que amansaba las guitarras”
—como escribió el poeta Jorge García Usta— se desvanecieron
rápido.
En
ese hotel quiso una mañana quitarse la vida atándose el cordón de
una persiana al cuello para luego saltar al vacío. Lavoe acechó
siempre a la muerte, a lo Janis Joplin, a lo Kurt Cobain.
Fue
entonces cuando Alfredito de la Fe decidió llevarlo a vivir consigo
a su apartamento de la Autopista Sur con 52. El
violinista intuyó, con buen juicio, que el mal de Lavoe no eran las
drogas. Estaba en realidad enfermo de una insaciable soledad, que
años más tarde se agudizaría con la noticia del asesinato de su
suegra, madre de la ‘Puchi’, el amor de su vida; la muerte
temprana de Tito, uno de sus hijos, y una enfermedad que se regaba
como plaga, el sida.
Pero
eso sucedió mucho después. Antes de que perdiera su contienda
estéril con la fatalidad, Lavoe, como su canción, siguió siendo
tristeza y sonrisa pagada, muchacho.
El
abogado Miguel Yusti, compañero de rumba durante sus años en
Colombia, dice sin remilgos que quizás Héctor Lavoe sea “el único
cantante al que no le gustaba cantar. Lo hacía porque se lo pedían,
pero no porque lo disfrutara”.
Fue
el mismo pálpito que Celia Cruz le confesó a Valverde, el escritor,
tras un concierto en Barranquilla: “Héctor no sabe lo que vale y
es. No sabe quién es él”.
Tal
vez el propio Lavoe intuía su naufragio cada vez que cantaba esa
línea gozona de El Todopoderoso: “cada cabeza es un mundo”... Y
el suyo, ya lo has notado, estaba lleno de nubarrones y fantasmas. No
te sorprendas si te cuento que alguna vez, Alfredo de la Fe lo
sorprendió casi al punto de acabar con su casa pues buscaba a un
hombre gigante que, según Lavoe, andaba con una ametralladora
dispuesto a matarlo.
“Otro
día, en Juan Pachanga, —cuenta también De la Fe— escuché un
escándalo en la puerta; el portero discutía con alguien. El
problema era un tipo que quería entrar sin zapatos a la discoteca.
Ese tipo era nada menos que Héctor Lavoe y a mi me tocó mediar en
el asunto. El lugar estaba a reventar y, a pesar de eso, él se
negaba a cantar. Me costó convencerlo. Sólo aceptó empezar el show
si no lo obligaba a mirar a nadie”.
No
hubo de otra: lo que el público vio esa noche fue un hombre sentado
en el piso, ya con zapatos, que después de poner su cara en medio de
las rodillas, cual nene consentido, comenzó a cantar.
Ya
lo ves, pelao, ese al que todos llamaron El cantante de los
cantantes, La Voz, El Sabio, era una astilla casi siempre a punto de
quebrarse... de “momentos malos y de cosas buenas”.
De
esas se acuerda Yusti. Emocionado, habla de una amanecida en
Santander de Qulichao, Cauca, donde Héctor la noche anterior se
había presentado en una discoteca. “Aún con traguitos en la
cabeza nos fuimos en un jeep para la plaza y, aprovechando que
estábamos en época electoral, comenzamos a pregonar por un megáfono
que votaran por Lavoe para alcalde. Héctor se prestó para el juego
y comenzó a sonear, de pie sobre el carro. Al final, se armó una
rumba tremenda en ese pueblo de negros.”
También
se acuerda el escritor y periodista Medardo Arias, quien vivió junto
al ‘rey de la puntualidad’ una escena memorable en Buenaventura,
cuando Lavoe se presentaría por primera vez.
El
coliseo del Puerto era un hervidero de gente y se quedó corto para
la gran cantidad de boletas que se habían impreso. Justamente los
que aguardaban por un cupo, tiquete en mano, armaron un zaperoco de
padre y señor mío. Al final, presas de la decepción de no poder
ver al ídolo salsero, no hallaron más remedio, recuerda Medardo,
que cargar un tronco de madera para derribar la puerta.
Adentro,
la euforia era total: “Lavoe arrancó con las líneas de ‘Calle
luna, calle sol’ y fue como si en ese momento comenzara un temblor
de tierra”.
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