Alguien
escribió que Santa Cruz del Islote es la única isla del Caribe que
está lejos de parecer una isla del Caribe. No se equivocó: en una
hectárea viven apiñadas 1.247 personas, sin agua y sin luz, que
cargan la supervivencia como marca de nacimiento.
Texto y fotos: Lucy Lorena Libreros
Aquí,
en Santa Cruz del Islote, hay un colegio, un puesto de salud, un
kiosko que hoy puede funcionar como una gallera y mañana como una
iglesia evangélica. Hay un celular que recibe llamadas para todos
los habitantes de la isla, tres tiendas, una planta eléctrica que
opera a media marcha y una cancha de fútbol, pequeñísima sí, pero
la hay: seis metros por cuatro; los chicos, pues, ya están
acostumbrados a que los tiros de esquina se cobran más con
precaución que con técnica.
Hay
una calle del ancho normal de una vía cualquiera: ‘La calle del
adiós’, de apenas 15 metros de largo. Las demás son retazos de
asfalto que juegan a encontrarse en medio de las casas. Aquí es
posible hallar, de vez en cuando, a un médico y un odontólogo que
vienen a dar más consejos que remedios. También 97 casas, una
pegadita de la otra. Y en ellas 1.247 habitantes, todos
afrodescendientes, bautizados con los mismos ocho apellidos desde
hace un par de siglos. De ese total, se estima que cerca de 750 son
menores de 15 años.
Lo
único que no hay aquí, en Santa Cruz del Islote, lo único que
usted con toda seguridad no va a encontrar en esta isla con pinta de
barrio pobre extraviada en el Caribe colombiano, es espacio. Fernando
Salinas, un cartagenero que visita el lugar con frecuencia por
asuntos de pesca, lo dice con más gracia y menos números: “En
Santa Cruz del Islote duermen tan juntos que sueñan lo mismo”.
Es
que la casi una hectárea sobre la que se extiende la isla —ubicada
en lancha rápida a una hora y cuarenta minutos de Cartagena y a 30
de Tolú— no tiene un solo metro sin construir. Ya amenaza con
romper sus costuras. Mil habitantes en apenas una hectárea.
Quizá
por eso, y con justa razón, fue bautizada como la isla más
densamente poblada del mundo, después de Java. No es exageración:
el dato que salta de la calculadora es que por cada 10 metros
cuadrados, viven 1,25 personas. El promedio nacional, según el Dane,
es de 41 habitantes por cada mil metros cuadrados.
Que
lo diga con un ejemplo simple Mamá Elena, dueña del único
restaurante. Ella, a sus casi 80 años, vio cómo tuvieron que
llevarse del lugar donde nació una vieja mesa de billar. Había una
razón de peso que parece sacada de la prodigiosa fantasía de un
libro de ficción: ocupaba mucho espacio.
Hoy
es jueves de lluvia. Y eso tiene contentos a los habitantes del
Islote, como ellos lo llaman a secas. Es que llevaban seis meses de
sed; seis meses sintiendo el azote de la canícula del Caribe. Que
llueva hoy quiere decir que podrán recoger agua dulce en gran
cantidad en varios tanques dispuestos sobre los techos de las casas.
Que podrán bañarse más de seguido y hacer más aseo dentro de sus
viviendas, ya de por sí maltratadas por la falta de alcantarillado.
La
mayoría de esas casas no supera los 40 metros cuadrados, pero en
ellas habita un promedio de diez personas. Usted ve eso y se
pregunta al instante cómo logran el milagro de hacer rendir dos
camas para tanta gente; es que tres ya son muchas. Pero lo hacen.
Usted
advierte esa estrechez y enseguida entiende que la lluvia es, en
últimas, una noticia feliz: hace olvidar a los ‘isloteños’ de
que deberán llenarse de paciencia, como ocurre tantas veces en el
año, a la espera del barco de la Armada que les lleva agua potable
desde Cartagena; no es mucha —coinciden—. Pero no hay de otra:
La Heroica es la ciudad de la que dependen, de la que son, indican
los mapas, un corregimiento. Ellos, los del Islote, son cartageneros.
La
lluvia les alivia lo del agua. Pero para la energía eléctrica, “la
más cara de todo el país”, como se queja Juvenal Julio Berrío,
un isleño, no hay más remedio que esperar a que sean las 7 de la
noche para enchufar el televisor y la nevera. La dicha dura poco, muy
poco: solo hasta la media noche. “Si a esta hora —3:00 p.m.—
usted escucha un equipo a todo volumen en alguna casa es porque el
dueño tiene planta propia”, enfatiza Juvenal. Porque la planta de
todos los demás, donada por el gobierno de Andrés Pastrana, se
alimenta de Acpm con los $5.000 diarios que recoge la Junta Cívica,
casa por casa. Justo ahora, en esta tarde de jueves, lo hace: los que
tienen más de tres electrodomésticos cancelan $8.000. Y si la
vecina no tiene con qué pagar “porque la pesca ha estado floja”,
hay un fondo común para paliar las desgracias.
Ya
todos se acostumbraron a tropezar con esa realidad. Pero uno la
escucha —la lluvia como salvación, un centenar de casas apiñadas
y gente practicando la pobreza como un método— y termina por
comprender a qué se refería el escritor argentino Martín Caparrós
cuando decía que Santa Cruz del Islote “es la isla del Caribe que
menos se parece a una isla del Caribe”.
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Antes
de pisar tierra firme, lo que usted ve a lo lejos es una isla que
cabe en la mirada. Seguro, le parecerá un bote viejo en el mar,
huérfano de un gran naufragio.
Santa
Cruz del Islote es una de las diez islas que conforman el
Archipiélago de San Bernardo, frente al Golfo de Morrosquillo. El
que lo explica es Ricardo Aguirre, guía turístico del Hotel Punta
Faro, ubicado a solo cinco minutos del Islote, en otro de los
terrenos del archipiélago: Isla Múcura.
Después
de la pesca artesanal, que se aprende desde la niñez, ese hotel es
la mayor fuente de empleo de los ‘isloteños’: “65 personas del
Islote trabajan como meseros, mucamas y ayudantes de cocina. Los
recogemos a diario, a las 6 de la mañana, y acá no solo laboran,
sino que comen y se bañan; y a sus casas están de vuelta antes de
las 8 de la noche”, cuenta Patrice Renaud, gerente de ese hotel
cinco estrellas.
Pero
volvamos a Ricardo, que en este momento, cerca del medio día, a
bordo de una lancha, hace lo que todo guía de turismo: disparar
datos sin tregua frente a viajeros curiosos. El Islote, según una
leyenda que él repite como credo, fue fundado hace casi dos siglos
por un grupo de pescadores que no solo encontraron buena cosecha en
sus aguas aledañas sino un terreno ajeno, por alguna extraña razón,
a ese pequeño mosquito que puede llegar a convertirse en verdadera
pesadilla y que habita a sus anchas en las islas del Caribe: el
jején.
Y
cuenta más: que en esa isla la gente se muere de vieja porque a
Santa Cruz el desarrollo no es lo único que se demora en llegar.
También la muerte. Lo que más enferma a los habitantes son
enfermedades de la piel, dice. “Debe ser porque se come harto
‘pescao’ y camarón con patacón y yuca sancochada; si mucho, hay
uno o dos muertos al año, que se entierran en ‘Renacer de paz’,
cementerio de Tintipán, una isla vecina”.
El
más reciente fue Tío Pepe, que se fue del mundo de los vivos a los
97 años, en 2012. Con 32 hijos y un centenar de nietos, lo llamaban
cacique. Era una suerte de abuelo tribal que desde su taburete de
cuero repetía, una y otra vez, la historia de la isla.
Quizás
Tío Pepe contaba sin querer, como ahora lo hace Ricardo, cómo Santa
Cruz del Islote acabó convertida en un barrio pobre con vecinos
ricos. En el recorrido para llegar a la pequeña isla, se ve una
cabaña que un cantante paisa alzó sobre el mar
esmeralda alterando el valioso ecosistema de coral que habita bajo
estas aguas.
Para
crear una especie de tierra firme donde fundar su isla de la
fantasía, el artista tuvo que echar mano de escombros, caracoles,
espolones y cemento. Pero cómo se ve de bonita. Parece flotar
milagrosamente en el mar. Contiguas hay otras cabañas, de otros
ricos que hicieron lo propio, y que las bautizaron con títulos de
ensueño: ‘La isla del amor’, ‘Las gaviotas’, ‘La
española’.
Ricardo
narra que a sus dueños solo se les ve tres o cuatro veces al año.
Llegan en sus yates, pernoctan una semana o poco más, comen langosta
(que abunda en la zona) y se van. Vacacionan ignorando que a sus
espaldas más de un millar de colombianos se las arreglan como
pueden, todos los días, para olvidar que llevan la supervivencia
como una marca de nacimiento.
Ignoran
por ejemplo que Adrián de Jesús Caraballo, un chico de 14 años, ha
tenido que repetir cinco veces grado séptimo pues es el último año
de enseñanza que se imparte en el único colegio de la isla con una
única profesora. “Y yo prefiero que el ‘pelao’ repita, en vez
de quedarse sin hacer ná’. Cuando tenga plata lo mando a que se
gradúe en Cartagena”, grita Julia Arrieta, su mamá.
Mientras
tanto, Jesús hace lo que los demás muchachos en Santa Cruz del
Islote. Aprender a manejar el cayuco, una pequeña canoa que se
utiliza para pescar, especialmente langosta. Es la única forma de
distraer las horas muertas después del colegio. A veces también
baila champeta. Le gusta hacerlo con Yojaira, su amiguita de 12 años.
Pelvis con pelvis, movimiento cadencioso, los dos abrazados. A veces,
cuenta la seño Julia, se van juntos a pasear al mar. Debe ser porque
en esas aguas sobra lo que acá no hay: sueños... y espacio.
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