El filósofo del balón



Al exfutbolista y escritor Jorge Valdano le gusta conversar una y otra vez sobre ese largo matrimonio entre fútbol y literatura, visto con desdén por muchos intelectuales. ¿Qué lleva a un filósofo a amar lo que él mismo llama “lo más importante de las cosas menos importantes”?   

Por Lucy Lorena Libreros

Jorge Valdano se parece mucho en realidad a Juan Antonio Felpa. Del primero no es necesario ofrecer mayores pistas, al menos no a los feligreses del fútbol que entienden este deporte como un asunto de memoria: Valdano fue campeón con la Argentina de Maradona en México 86, goleador con el Real Madrid, además de su técnico, director deportivo y hasta gerente general. También el futbolista que menos se parece a un futbolista: Valdano lee, recita a Borges y a Cortázar. Y es capaz de conversar con solvencia lo mismo sobre la crisis de los precios del petróleo que sobre la izquierda en América Latina.

Del pobre Felpa viene uno a acordarse cuando se repasan las páginas que el propio Valdano escribió después de que la Hepatitis B lo alejara del área chica en 1987, tras 14 años de brillante carrera, desde que debutara con en las categorías inferiores del Newell’s Old Boys.

Felpa es el protagonista de un estupendo cuento suyo que narra la historia de un obrero, célebre en su pueblo por ser el arquero del Sportivo Atlético Club. Quiso Valdano que un día su personaje viviera la fantasía de cumplir un sueño largamente aplazado: salvar a su equipo, con una atajada genial, a un penalti pitado en el último minuto.

El Valdano que se la pasaba leyendo clásicos en las pausas de sus entrenamientos deportivos, primero con la selección de su país, después en la liga española, mientras sus compañeros jugaban cartas, creó —como suele pasar en la buena literatura— un ambiente excepcional.

El Sportivo Atlético Club enfrentaría a su rival de patio en la primavera de 1964. Faltando cuatro minutos para que el árbitro acabara todo, ocurrió una falta en terrenos de Juan Antonio. El hombre, que durante el encuentro se había protegido del calor con una gorra, quiso quitársela para la que sospechaba sería la atajada de su carrera. La dejó al fondo, en una de las esquinas de la portería que custodiaba.

A once metros de distancia, el ‘Beto’ Nieva, delantero del equipo rival, pateó el balón mientras Felpa volaba ya en dirección de su anhelo de infancia. Al lado del palo derecho, nos cuenta Valdano, el arquero se abrazó a la pelota en el aire y antes de caer al suelo se vio frente a la alegría más grande de su vida.

Un detalle, uno solo, acabó con la fantasía. El pobre Felpa, aún con el balón de la gloria bajo el brazo, caminó hasta el fondo del arco para recoger su gorra. El estadio entero, con las manos sobre la cabeza, no podía creer tamaña estupidez. Tampoco su padre, don Jesús Eladio, que junto a su esposa seguía por radio el partido. Al final del desastre le soltó a la mujer la frase demoledora que da título a este cuento: “Creo, vieja, que tu hijo la cagó”.

Como Felpa, Valdano también arrastraba un sueño desde niño:  “Jugar un Mundial y una final dentro de ese mundial”.

Y sucedió: fue contra la Alemania de Beckenbauer y Lothar Matthäus en el Estadio Azteca. México 86. En el minuto 56, los 114 mil espectadores vieron la figura grácil de Valdano dejar a Argentina con un empate 2-2, que poco después se convirtió en victoria y en una copa del mundo.

Casi treinta años más tarde, con la memoria en carne viva, Valdano recuerda haberse preguntado, mientras aquella tarde histórica pasa ante sus ojos: “¿Será verdad, será mentira? ¿Es el mundo real o es otra vez el sueño de toda la vida de que estoy metiendo un gol en la final de un mundial. En segundos como esos, vives el temor de que tu madre te despierte”.   
      
El cuento de Valdano apareció por primera vez en 1988 en el diario El País de España. Pero mucho antes de eso ya era famosa en los camerinos su elocuencia, su labia culta, sus frases refinadas. Valdano tuvo siempre la rara condición de ser un futbolista —un delantero izquierdo— que lo mismo podía maravillar con el balón que con la palabra.

Es que la mayoría de los intelectuales, todo hay que decirlo, han mirado el fútbol con desdén. El propio Borges lo hacía. No importa que Camilo José Cela y Mario Benedetti hubiesen escrito  cuentos maravillosos, como ‘Puntero izquierdo’, sobre la pasión que se despierta cada domingo en los estadios. O que el mismísimo Miguel Hernández le dedicara unos versos preciosos a Lolo, un portero del Orihuela. Que Rafael Alberti convirtiera en uno de sus mejores poemas esa alegoría que escribió para Platko, el extraordinario arquero húngaro que defendió al Barcelona y que murió en Chile en la  completa miseria. Que Javier Marías les explicara a todos, de una buena vez, cómo es eso de que los hombres vuelven a ser niños a través de la camiseta de sus afectos: “El fútbol es la recuperación semanal de la infancia”. O que Albert Camus sentenciara aquello de que “el máximo goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año”.

Daniel Samper Pizano resume el asunto con una plumada brillante: “Si Sartre no fue futbolista o Kafka no terminó jugando como centro delantero de la selección checa, debió ser porque no les quedó tiempo para hacerlo. Pero no porque hubiese mucha diferencia entre escribir ‘La náusea’ o ‘La metamorfosis’ y meter un gol olímpico como el que hizo empatar 4 a 4 a Colombia con Rusia en 1962”.

Ya llamaban a Valdano el ‘filósofo’ del fútbol’ cuando fungió en los 90 como técnico del Tenerife, el Valencia y el  Real Madrid. A este último llegó en plena  crisis y una larga deuda económica que acumulaba la pérdida de varios millones de dólares. Valdano entonces —porque encima resultó un gerente de quilates— puso la casa en orden, depuró la plantilla e incorporó a varios de los mejores jugadores del mundo: Zidane, Ronaldo, Beckham y Figo.

Los resultados, claro, llegaron en cascada para los merengues: siete títulos en tres años, finanzas con buena salud  y un superávit de  60 millones de dólares por año.

Valdano hacía gala de otra destreza personal que también había dejado ver tempranamente en sus tiempos sobre las canchas: la de motivador, la de un tipo que conocía los misterios de esa droga milagrosa llamada autoestima. 

Este diálogo sucedió en los días previos a una de sus visitas al Hay festival de Cartagena, siendo reportera del diario El País de Cali. Quien llegaba a Colombia era el Valdano 'motivador' que asesoraba empresas a través de ‘Make a team’, su compañía consultora en recursos humanos, pero que siempre encontraba la forma de regresar a lo que mejor sabe: conversar sobre fútbol y literatura.

¿Qué fue primero en la vida de  Valdano: el fútbol o la literatura?
Ambas cosas me acompañan desde que era muy niño. En mi formación intelectual siempre he sido un autodidacta pues nací en un pueblo, Las Parejas, de Santa Fe, un pueblo pequeño, industrial, de poca vida cultural y en donde no había una biblioteca para ir a leer. Mi padre nos faltó en casa cuando yo tenía apenas cinco años, así que tampoco crecí en un hogar con muchas posibilidades para comprar libros. Al comienzo leía de modo casual; después un libro tira de otro libro, un autor de otro autor, así que me fui haciendo a una cultura muy desordenada. Pero me divertía. Desde entonces, siempre me he considerado mucho mejor lector que escritor.

Cuando se es un intelectual, de alguna manera se es también muy racional. Pero el fútbol es emotivo y pasional, es sufrimiento, está en la orilla contraria. Y eso, dicen, es lo que ha alejado a los intelectuales de este deporte...
Yo no me considero un intelectual. Ni una persona que va por el mundo pretendiendo convencer a otros de sus ideas sobre el deporte. No me la paso evangelizando sobre el fútbol.

Pero por el mundo sí va con ese pesado apellido de ‘filósofo del fútbol’...
Eso fue algo que se inventaron los periodistas deportivos que necesitan diferenciar en el paisaje a ejemplares de distinto tipo y, en ese ejercicio, a mí me tocó el papel de intelectual. A mí nunca un compañero me reprochó porque me viera leyendo en las concentraciones, eso fue un invento de periodistas.

Volvamos a eso de lo que le hablaba: del fútbol como una forma del sufrimiento. En eso los colombianos tenemos doctorado...
Es que el sufrimiento es consustancial al fútbol. Es un juego dramático donde estamos siempre con el alma en vilo. Y no es exclusividad de los colombianos. Fíjate lo que le pasó a Argentina para clasificar a México 86, donde después nos hicimos campeones del mundo. En el último partido de la eliminatoria, contra Perú, en Buenos Aires cayó el diluvio universal y solo pudimos empatar el partido a cinco minutos del final. Nos clasificamos por casualidad. Así que sufrimos, sufrimos mucho.

El fútbol está también plagado de personajes extraordinarios, como la buena literatura...
Por supuesto, es que la literatura es otra manera de jugar. Se me viene a la cabeza Guardiola, a quien yo llamo el Steve Jobs del fútbol. Un innovador, un hombre de altísima sensibilidad y un amante de la belleza en su obra.

Con todo y que Guardiola fue su ‘rival de patio’ mientras usted estuvo en el Real Madrid...
De alguna manera fue una pesadilla porque lo sufrí desde la trinchera contraria. Me incomodaba tener a Guardiola enfrente, pero eso de negar los valores del otro solo porque viste una camiseta de otro color es un signo de mediocridad. Como hincha del fútbol agradecí su enorme capacidad para innovar. El Barcelona cada seis meses se transformaba en un equipo diferente. Messi empezó en una banda y terminó jugando en el medio. Puso a jugar primero a cuatro y luego a tres defensas. Hubo partidos en los que jugó con siete medio campistas y sin delanteros. Eran innovaciones profundas que hacía mucho tiempo no se veían en el fútbol. Y ganando. Es el personaje más interesante que me he encontrado en mi vida futbolística.

Lo devuelvo a sus orígenes. ¿Cómo explicar esa relación delirante de los argentinos por el fútbol?
Creo que fue una respuesta natural a un país con una historia dura. En tiempos de dictadura, de desapariciones, la gente se refugió en el fútbol, ese deporte odiado por Borges. Él alegaba que cuando el hombre dejó de jugar al ajedrez para jugar al fútbol comenzó nuestra degradación social. Que los argentinos amemos el fútbol es una consecuencia de esa combinación entre la escritura literaria de El  Gráfico y de la palabra poética de los narradores en la radio. Porque en Argentina el fútbol fue primero tango y verso y luego otra forma de poesía, esta vez en los pies de DiStéfano y Maradona.

Si los ‘best sellers’ de generaciones pasadas fueron Maradona y Pelé, hoy parecen serlo Messi y Cristiano Ronaldo...
Cristiano es un jugador excepcional que tuvo la mala fortuna de nacer en la misma generación de Messi. Eso es todo. A cada rato me preguntan a cuál de los dos creo mejor como si el fútbol, antes que un juego, tuviera la misma lógica de la guerra.

Pero es que a un personaje como Jorge Valdano eso hay que preguntárselo. ¿No?
El mejor jugador del mundo es Leonel Messi y, a muy poca distancia, Cristiano Ronaldo. Recuerdo que cuando me asomaba por las divisiones inferiores del Real Madrid, veía que muchos de los chicos se cortaban el pelo como Cristiano Ronaldo. Yo les decía: ‘no hay que peinarse como él, hay que entrenar como él y entender la profesión con el rigor que él lo hace’. Cristiano está obsesionado con la perfección, se preocupa por mejorar cada día, entrena como un gladiador y vive como una monja. Es un auténtico ejemplo.

¿No le parece que la literatura se parece también al fútbol en el sentido de que importa por igual no solo sobre qué se escribe sino la forma en que se hace?
Es lo que en fútbol llamamos la fantasía. Pero eso es algo que ha ido desapareciendo. Ahora en la cancha se impone más el físico que la técnica y los jugadores con fantasía.


Suponga que a alguno de los personajes de sus cuentos le preguntaran qué es el fútbol. ¿Qué se leería en ese diálogo?
Que el fútbol es lo más importante de las cosas menos importantes. Y que la cancha no solo es un espacio donde no solo juegan once tipos en contra de otros once, sino el lugar perfecto para conocer lo mejor y lo peor de lo que somos los seres humanos.

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