
En Barranquilla, durante una noche de mojitos, Mayra Caridad Valdés, hija del legendario pianista Bebo Valdés, le contó a GACETA la historia de su carrera musical. Solfeo en clave de jazz.
Por Lucy Lorena Libreros
De lejos, caminando hacia el escenario del teatro Amira de la Rosa, Mayra Caridad Valdés parece una cantante de gospel extraviada en Barranquilla. Figura negra y robusta, mejillas regordetas, manos pesadas, voz rasgada al saludar.
Parece inevitable evocar a través de su figura colosal una postal de Aretha Franklin en sus inicios musicales. Se la imagina uno, ataviada de túnica larga y oscura, cantando aleluyas en el atrio de alguna iglesia bautista de Nueva Orleans.
De cerca, una vez frente al público que la esperaba en el Carnaval Internacional de las Artes, nada estuvo más lejos de parecerse a la protagonista de una escena de capilla y melodías espirituales. Quien se paró frente a todos fue una cubana gozona que dio, más bien, la sensación de invocar con su voz de trueno a Changó, a Oshún, a Yemayá, esas deidades yorubas que ella misma ha venerado.
El periodista costeño Gustavo Tatis Guerra se encargó de recibirla sobre aquel escenario con un diálogo franco y sonoro. Preguntas frescas, respuestas deliciosas. La noche parecía un asunto de esquina, como azuzado por el mar de La Habana, y no una charla de teatro perfectamente ventilado.
‘Cachita’ no se guardó nada. No ahorró carcajadas, ni anécdotas, ni canciones. Ella, la hija del legendario pianista cubano Bebo Valdés, una de las primeras cantantes de la isla en arriesgarse con el jazz, se paró de su asiento, dejó plantado a su interlocutor y correspondió con música al fervor de los asistentes.
Sonó ‘Drume negrita’, una melodía de cuna infaltable en el cancionero del folclor cubano. Llegó la ovación. Ella feliz. Después, como un regalo exigido con aplausos, la garganta de Mayra dejó escapar algunas ‘Lágrimas negras’: "Tú me quieres dejar, yo no quiero sufrir, contigo me voy mi santa, aunque me cueste morir"... Público al borde de la histeria.
Le recuerdo esa escena ahora, un día después y lejos de los focos encendidos, cuando la tengo frente a mí en la casa de un amigo suyo que quiso despedirla de La Arenosa con una velada inolvidable de mojitos, tamales y lechón asado.
Es casi la media noche. Alrededor se escuchan copas que se besan en el aire mientras el bochorno hace de las suyas. Ahora, en vez de un micrófono, Mayra sostiene un cigarrillo en unas manos vestidas de anillos y pulseras doradas. "Lágrimas Negras era una canción obligada, chica", me dice Mayra, con el efecto de varios mojitos bien servidos. "Ya sabes, eso me pasa por ser la hija del Bebo, que la ha hecho popular en todo el mundo. ¿Te imaginas bajarme de la tarima sin cantar esa canción?".
Y entonces quien brinda es ella. La mujer levanta el vaso y toma impulso para arrancar a contar la historia de su vida. Es el relato de una niña que venció los complejos físicos para soñar sobre los escenarios. El de un padre célebre al que ha visto triunfar en la distancia. El de una artista que, luego de veinte años de cantar para otros, se lanzó al agua y nadó en sus propios sonidos.
"La gente imagina que yo crecí junto al gran Bebo, pero no fue así. Cuando él salió de Cuba, buscando exilio en Suecia, yo apenas tenía 4 años, así que toda su carrera la he seguido de lejos. Quien sí lo disfrutó fue mi hermano Chucho, que es 15 años mayor que yo; por eso él heredó su talento para el piano".
Cobijada por la buena estrella de la saga familiar, Mayra intentó también seguir los pasos del hermano y el padre. Se sentó frente a ‘las negras y las blancas’ desde niña, recibió clases y ensayó tardes enteras. "Es que la música venía con el biberón, pero un día entendí que mis sentimientos no era capaz de expresarlos con las teclas y los dedos. Lo mío era cantar".
Y con esa voz cultivada por pianos ajenos se presentó a los 20 años en el programa de aficionados ‘Todo el mundo canta’. Terminó en tercer lugar y en la mira de Harry Belafonte, conocido como el ‘rey del calypso’, que había llegado a Cuba por esos días buscando talentos femeninos para una gira por toda la isla. Ella entonó ‘Tú, mi delirio’, un bolero que transformó en jazz. El tipo la escuchó y asintió con los ojos. "La quiero a ella", se le oyó decir. Sólo Mayra y Omara Portuondo pasaron la prueba.
Corría 1979. La negra ingresó a la prestigiosa Escuela Nacional de Arte de Cuba y se graduó de música coral. Y, así, lo que antes parecía un asunto de ratos libres se convirtió en una carrera que ya completa tres décadas. "Ahí empezó la cosa, la descarguita... los lugares".
Después de ese primer contacto con los escenarios, ‘Cachita’ alistó maletas y viajó al Japón para nuevas presentaciones, fue su primer viaje al extranjero. Hizo lo propio después en festivales de jazz que bien podían ocurrir en Alemania o en Puerto Rico.
De lejos, caminando hacia el escenario del teatro Amira de la Rosa, Mayra Caridad Valdés parece una cantante de gospel extraviada en Barranquilla. Figura negra y robusta, mejillas regordetas, manos pesadas, voz rasgada al saludar.
Parece inevitable evocar a través de su figura colosal una postal de Aretha Franklin en sus inicios musicales. Se la imagina uno, ataviada de túnica larga y oscura, cantando aleluyas en el atrio de alguna iglesia bautista de Nueva Orleans.
De cerca, una vez frente al público que la esperaba en el Carnaval Internacional de las Artes, nada estuvo más lejos de parecerse a la protagonista de una escena de capilla y melodías espirituales. Quien se paró frente a todos fue una cubana gozona que dio, más bien, la sensación de invocar con su voz de trueno a Changó, a Oshún, a Yemayá, esas deidades yorubas que ella misma ha venerado.
El periodista costeño Gustavo Tatis Guerra se encargó de recibirla sobre aquel escenario con un diálogo franco y sonoro. Preguntas frescas, respuestas deliciosas. La noche parecía un asunto de esquina, como azuzado por el mar de La Habana, y no una charla de teatro perfectamente ventilado.
‘Cachita’ no se guardó nada. No ahorró carcajadas, ni anécdotas, ni canciones. Ella, la hija del legendario pianista cubano Bebo Valdés, una de las primeras cantantes de la isla en arriesgarse con el jazz, se paró de su asiento, dejó plantado a su interlocutor y correspondió con música al fervor de los asistentes.
Sonó ‘Drume negrita’, una melodía de cuna infaltable en el cancionero del folclor cubano. Llegó la ovación. Ella feliz. Después, como un regalo exigido con aplausos, la garganta de Mayra dejó escapar algunas ‘Lágrimas negras’: "Tú me quieres dejar, yo no quiero sufrir, contigo me voy mi santa, aunque me cueste morir"... Público al borde de la histeria.
Le recuerdo esa escena ahora, un día después y lejos de los focos encendidos, cuando la tengo frente a mí en la casa de un amigo suyo que quiso despedirla de La Arenosa con una velada inolvidable de mojitos, tamales y lechón asado.
Es casi la media noche. Alrededor se escuchan copas que se besan en el aire mientras el bochorno hace de las suyas. Ahora, en vez de un micrófono, Mayra sostiene un cigarrillo en unas manos vestidas de anillos y pulseras doradas. "Lágrimas Negras era una canción obligada, chica", me dice Mayra, con el efecto de varios mojitos bien servidos. "Ya sabes, eso me pasa por ser la hija del Bebo, que la ha hecho popular en todo el mundo. ¿Te imaginas bajarme de la tarima sin cantar esa canción?".
Y entonces quien brinda es ella. La mujer levanta el vaso y toma impulso para arrancar a contar la historia de su vida. Es el relato de una niña que venció los complejos físicos para soñar sobre los escenarios. El de un padre célebre al que ha visto triunfar en la distancia. El de una artista que, luego de veinte años de cantar para otros, se lanzó al agua y nadó en sus propios sonidos.
"La gente imagina que yo crecí junto al gran Bebo, pero no fue así. Cuando él salió de Cuba, buscando exilio en Suecia, yo apenas tenía 4 años, así que toda su carrera la he seguido de lejos. Quien sí lo disfrutó fue mi hermano Chucho, que es 15 años mayor que yo; por eso él heredó su talento para el piano".
Cobijada por la buena estrella de la saga familiar, Mayra intentó también seguir los pasos del hermano y el padre. Se sentó frente a ‘las negras y las blancas’ desde niña, recibió clases y ensayó tardes enteras. "Es que la música venía con el biberón, pero un día entendí que mis sentimientos no era capaz de expresarlos con las teclas y los dedos. Lo mío era cantar".
Y con esa voz cultivada por pianos ajenos se presentó a los 20 años en el programa de aficionados ‘Todo el mundo canta’. Terminó en tercer lugar y en la mira de Harry Belafonte, conocido como el ‘rey del calypso’, que había llegado a Cuba por esos días buscando talentos femeninos para una gira por toda la isla. Ella entonó ‘Tú, mi delirio’, un bolero que transformó en jazz. El tipo la escuchó y asintió con los ojos. "La quiero a ella", se le oyó decir. Sólo Mayra y Omara Portuondo pasaron la prueba.
Corría 1979. La negra ingresó a la prestigiosa Escuela Nacional de Arte de Cuba y se graduó de música coral. Y, así, lo que antes parecía un asunto de ratos libres se convirtió en una carrera que ya completa tres décadas. "Ahí empezó la cosa, la descarguita... los lugares".
Después de ese primer contacto con los escenarios, ‘Cachita’ alistó maletas y viajó al Japón para nuevas presentaciones, fue su primer viaje al extranjero. Hizo lo propio después en festivales de jazz que bien podían ocurrir en Alemania o en Puerto Rico.
Esa negrita gritona
Mayra interrumpe el relato y suelta una bocanada de humo generosa. La música se escurre a todo volumen en esa sala en la que estamos. Ella aprieta los labios y acompasa los sonidos con sus manos de boxeadora.
Le pregunto por qué el jazz y no el bolero. Por qué no el son. Ella se ríe. Casi siempre se ríe antes de responder. Así deben ser las cantantes de gospel, pienso yo. Así también se les ve en el cine.
"No es que no cante música cubana. Lo que pasa es que les imprimo mi estilo y hay que ver lo que eso me costó en un comienzo". Un sorbo de mojito y se devuelve en el tiempo. "Años atrás, el jazz en Cuba era la música de un público selecto, no de multitudes. Al principio no entendían lo que yo hacía sobre el escenario. "Es una gritona", decían los periodistas. Otros me pusieron apodos, fue horrible. Hoy, por fortuna, es difícil que alguien no te entienda cuando le hablas de latin jazz".
Lejos de hacerla desistir, Mayra continuó explorando el género. Perseguía en las tiendas de discos los sonidos de Sarah Vaughan y Ella Fitzgerald, que ya escuchaba desde niña. Eran las voces del jazz en su más pura expresión.
Y por esas sonoridades andaba caminando, a buen paso, cuando su hermano Chucho la invitó para que se uniera a Irakere, grupo fundado por él en los años 60, a quienes muchos le dan las gracias por replantear el jazz afrocubano dotándolo de arreglos modernos, sin perder las raíces.
Jorge Alfaro, representante de Irakere, recuerda bien ese momento. Lanza una mirada hacia ‘Cachita’ y pide licencia para interrumpir. Ella accede. "Chucho entendió en buena hora que a su grupo, ya famoso y con un par de premios Grammy encima, le hacía falta una voz femenina, una voz como la de Mayra, capaz de alcanzar tonos agudos, pero también muy negroides. Esa es su gran fortaleza".
Acompaña la afirmación con un ejemplo: "En la música hablamos de fantasías afrocubanas. Hay un tema, ‘Yemayá’, que se interpreta con tambores batá; la armonía recae en los tambores, pero se necesita una voz potente y rajada para que la letra no se pierda al golpear los cueros. Son muy pocas las artistas que logran hacer eso, ‘Cachita’ es una de ellas".
La negra ríe otra vez. "No es para tanto Jorgito, no te vayas con rodeos, yo sólo soy una jazzista, una jazzista por naturaleza. Eso na’ má".
Tal vez fue eso mismo lo que sintió Chucho Valdés cuando en 1993 la incorporó en sus filas musicales. Juntos han recorrido el mundo, han estado en España, Francia, Italia, Finlandia, China, Japón, Suecia, Colombia y Argentina. Han grabado más de diez álbumes.
Pero, ¿cómo se fragua el concierto de dos hermanos amamantados en el mismo seno musical? ¿Acaso hay peleas, discusiones acaloradas? "Nada de eso", apunta Mayra. "Sí acordamos nuestra propuesta musical, pero de tanto tiempo trabajando juntos, no tenemos que ensayar largas horas. Basta mirarnos a los ojos para decirnos lo que va a pasar".
Así, tal cual, ocurrió con el propio Bebo Valdés, su padre —hoy de 92 años—, durante una presentación en el Festival de Jazz de Barcelona años atrás. Era la primera vez que los tres saltaban juntos a escena. Dos pianos magistrales, una voz poderosa. "Si tu me preguntas cuál ha sido el momento más emotivo de mi vida, no dudaría en responderte que ese. Empezábamos con una canción y, de repente, pasábamos a la letra de otra. Esa noche terminamos llorando, fue como una conversación en tiempo de bolero y de jazz".
La toman por asalto las lágrimas cuando recuerda aquella noche. La nostalgia le pide permiso a las carcajadas y la Mayra que ahora está frente a mí debe parecerse, pienso yo, a la niñita que intentaba, frustrada, arrancarle notas al piano.
Susurra para sí misma, como si se hallara sola en aquella sala estridente, que aún le parece increíble haber construido un nombre en los escenarios a pesar de sus complejos. "De joven solía pararme frente al espejo con un micrófono en las manos, pero me llenaba de miedos. Qué vas a servir tú para eso, me repetía. ¿No ves que las cantantes son bonitas y delgadas?".
Su mamá, Pilar Rodríguez, encontró cómo espantarle con palabras honestas aquellos fantasmas: "Si no serás la más linda, preocúpate por ser la mejor. En la música no hay reinados".
Y la negrita hizo caso. La memoria le hace trampa —"sobre todo si tienes varios mojitos encima"— cuando intenta recordar a los artistas con los que se ha parado sobre una tarima. Al final logra una cuenta escueta: "Pon en tu nota a Tiana María, Gladis Naim, George Benson, All Giraud, Thainer, mucha gente niña, mucha gente".
¿Y qué canta Mayra Caridad Valdés cuando la cosa no es con jazz, ni con piano, ni con tambores africanos? "Si yo te digo, no me crees. Soy una baladista, una romántica. Imagino mi próximo disco como un asunto de novios, mucho bolero, mucho beso, mucha caricia, mucho abrazo. Mucha balada. Apunta eso niña, apunta".
El próximo será el tercer disco. ‘Cachita’ se lanzó como solista con ‘La diosa del mar’, una colección de melodías de jazz afrocubano, en el que se atrevió a ponerle letra a una de las canciones insignias del jazzista británico Charlie Parker, ‘Billie’s Bounce’. Años más tarde, sorprendió con ‘Obatalá, estoy aquí’, con varios temas dedicados a la Virgen de las Mercedes, su representante en el santoral católico.
Mayra ha cantado de todo y con todos. No le huye a ningún ritmo. Ella misma es como el jazz, no tiene libretos, no tiene reglas. Con ella se vale improvisar. En ocasiones ‘Cachita’ conversa con el bajo, con el piano mismo. Otras veces, la mayoría dice Jorge Alfaro, juega con ellos a su antojo. "Pide un tono alto, después le sale agudo. Ella es así", repite el hombre.
Mayra lo escucha y se excusa enseguida. "Es que la música es el alma. Eso te lo pudo haber dicho mucha gente ya, pero ahora te lo repito yo porque así lo siento". Cuando no hay música —dice— se siente como un náufrago en una isla desierta, lejos de toda civilización posible. "Yo puedo llegar a un país donde hablan esperanto, pero les canto en español y me entienden. Es que yo canto con el alma lo que les quiero decir".
Brindemos por eso, me dice esta negra gozona que les enseñó a los cubanos a cantar bolero en tiempo de jazz. "Brindemos para no sentirnos como náufragos... Apunta eso niña, apunta".
Mayra interrumpe el relato y suelta una bocanada de humo generosa. La música se escurre a todo volumen en esa sala en la que estamos. Ella aprieta los labios y acompasa los sonidos con sus manos de boxeadora.
Le pregunto por qué el jazz y no el bolero. Por qué no el son. Ella se ríe. Casi siempre se ríe antes de responder. Así deben ser las cantantes de gospel, pienso yo. Así también se les ve en el cine.
"No es que no cante música cubana. Lo que pasa es que les imprimo mi estilo y hay que ver lo que eso me costó en un comienzo". Un sorbo de mojito y se devuelve en el tiempo. "Años atrás, el jazz en Cuba era la música de un público selecto, no de multitudes. Al principio no entendían lo que yo hacía sobre el escenario. "Es una gritona", decían los periodistas. Otros me pusieron apodos, fue horrible. Hoy, por fortuna, es difícil que alguien no te entienda cuando le hablas de latin jazz".
Lejos de hacerla desistir, Mayra continuó explorando el género. Perseguía en las tiendas de discos los sonidos de Sarah Vaughan y Ella Fitzgerald, que ya escuchaba desde niña. Eran las voces del jazz en su más pura expresión.
Y por esas sonoridades andaba caminando, a buen paso, cuando su hermano Chucho la invitó para que se uniera a Irakere, grupo fundado por él en los años 60, a quienes muchos le dan las gracias por replantear el jazz afrocubano dotándolo de arreglos modernos, sin perder las raíces.
Jorge Alfaro, representante de Irakere, recuerda bien ese momento. Lanza una mirada hacia ‘Cachita’ y pide licencia para interrumpir. Ella accede. "Chucho entendió en buena hora que a su grupo, ya famoso y con un par de premios Grammy encima, le hacía falta una voz femenina, una voz como la de Mayra, capaz de alcanzar tonos agudos, pero también muy negroides. Esa es su gran fortaleza".
Acompaña la afirmación con un ejemplo: "En la música hablamos de fantasías afrocubanas. Hay un tema, ‘Yemayá’, que se interpreta con tambores batá; la armonía recae en los tambores, pero se necesita una voz potente y rajada para que la letra no se pierda al golpear los cueros. Son muy pocas las artistas que logran hacer eso, ‘Cachita’ es una de ellas".
La negra ríe otra vez. "No es para tanto Jorgito, no te vayas con rodeos, yo sólo soy una jazzista, una jazzista por naturaleza. Eso na’ má".
Tal vez fue eso mismo lo que sintió Chucho Valdés cuando en 1993 la incorporó en sus filas musicales. Juntos han recorrido el mundo, han estado en España, Francia, Italia, Finlandia, China, Japón, Suecia, Colombia y Argentina. Han grabado más de diez álbumes.
Pero, ¿cómo se fragua el concierto de dos hermanos amamantados en el mismo seno musical? ¿Acaso hay peleas, discusiones acaloradas? "Nada de eso", apunta Mayra. "Sí acordamos nuestra propuesta musical, pero de tanto tiempo trabajando juntos, no tenemos que ensayar largas horas. Basta mirarnos a los ojos para decirnos lo que va a pasar".
Así, tal cual, ocurrió con el propio Bebo Valdés, su padre —hoy de 92 años—, durante una presentación en el Festival de Jazz de Barcelona años atrás. Era la primera vez que los tres saltaban juntos a escena. Dos pianos magistrales, una voz poderosa. "Si tu me preguntas cuál ha sido el momento más emotivo de mi vida, no dudaría en responderte que ese. Empezábamos con una canción y, de repente, pasábamos a la letra de otra. Esa noche terminamos llorando, fue como una conversación en tiempo de bolero y de jazz".
La toman por asalto las lágrimas cuando recuerda aquella noche. La nostalgia le pide permiso a las carcajadas y la Mayra que ahora está frente a mí debe parecerse, pienso yo, a la niñita que intentaba, frustrada, arrancarle notas al piano.
Susurra para sí misma, como si se hallara sola en aquella sala estridente, que aún le parece increíble haber construido un nombre en los escenarios a pesar de sus complejos. "De joven solía pararme frente al espejo con un micrófono en las manos, pero me llenaba de miedos. Qué vas a servir tú para eso, me repetía. ¿No ves que las cantantes son bonitas y delgadas?".
Su mamá, Pilar Rodríguez, encontró cómo espantarle con palabras honestas aquellos fantasmas: "Si no serás la más linda, preocúpate por ser la mejor. En la música no hay reinados".
Y la negrita hizo caso. La memoria le hace trampa —"sobre todo si tienes varios mojitos encima"— cuando intenta recordar a los artistas con los que se ha parado sobre una tarima. Al final logra una cuenta escueta: "Pon en tu nota a Tiana María, Gladis Naim, George Benson, All Giraud, Thainer, mucha gente niña, mucha gente".
¿Y qué canta Mayra Caridad Valdés cuando la cosa no es con jazz, ni con piano, ni con tambores africanos? "Si yo te digo, no me crees. Soy una baladista, una romántica. Imagino mi próximo disco como un asunto de novios, mucho bolero, mucho beso, mucha caricia, mucho abrazo. Mucha balada. Apunta eso niña, apunta".
El próximo será el tercer disco. ‘Cachita’ se lanzó como solista con ‘La diosa del mar’, una colección de melodías de jazz afrocubano, en el que se atrevió a ponerle letra a una de las canciones insignias del jazzista británico Charlie Parker, ‘Billie’s Bounce’. Años más tarde, sorprendió con ‘Obatalá, estoy aquí’, con varios temas dedicados a la Virgen de las Mercedes, su representante en el santoral católico.
Mayra ha cantado de todo y con todos. No le huye a ningún ritmo. Ella misma es como el jazz, no tiene libretos, no tiene reglas. Con ella se vale improvisar. En ocasiones ‘Cachita’ conversa con el bajo, con el piano mismo. Otras veces, la mayoría dice Jorge Alfaro, juega con ellos a su antojo. "Pide un tono alto, después le sale agudo. Ella es así", repite el hombre.
Mayra lo escucha y se excusa enseguida. "Es que la música es el alma. Eso te lo pudo haber dicho mucha gente ya, pero ahora te lo repito yo porque así lo siento". Cuando no hay música —dice— se siente como un náufrago en una isla desierta, lejos de toda civilización posible. "Yo puedo llegar a un país donde hablan esperanto, pero les canto en español y me entienden. Es que yo canto con el alma lo que les quiero decir".
Brindemos por eso, me dice esta negra gozona que les enseñó a los cubanos a cantar bolero en tiempo de jazz. "Brindemos para no sentirnos como náufragos... Apunta eso niña, apunta".
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