Hombre de palabra


El profesor Fernando Ávila tiene el raro hábito de cazar gazapos en la calle, resolver dudas ortográficas de sus amigos y atender llamadas, tarde en la noche, para responder si bonsái lleva tilde o no. Lejos de mortificarle, enseñar el correcto uso del español le divierte. Confesiones con buena ortografía.

Por Lucy Lorena Libreros
Foto: Raúl Palacios / Colprensa

Sí, al profesor Fernando Ávila lo han corchado alguna vez. Le han preguntado, por ejemplo, cómo se escribe ‘kárdex’, un fichero que se utiliza en las empresas para controlar las cantidades y los costos de las mercancías que entran y salen. Ese día enmudeció. No supo qué decir. Apenas si alcanzó a pedirle a su interlocutor un correo electrónico al que pudiera enviarle, horas más tarde, una respuesta rigurosa.

También le ha ocurrido con palabras que no creía ajenas. Una señora, en uno de esos talleres que Ávila dicta por todo el país, le increpó sobre la escritura de un vocablo del que se valen las abuelas para referirse a los hombres que no conocen de modales. De nuevo un silencio incómodo. Sólo salió de la duda cuando esculcó las páginas de un antiguo diccionario de colombianismos que tenía en casa: ‘atarván’, sin h, con v y con tilde en la a.

Otras veces, que son la mayoría, este profesor bogotano de 58 años, una autoridad para cazar tildes y comas en el lugar equivocado, resuelve incertidumbres idiomáticas con la extraña virtud de trasmitir su sabiduría como si se fuera un asunto de coser y de lavar.

En esas se la pasa todo el tiempo: no falta el periodista que lo asalta con una duda sobre el ‘de que’; el amigo que lo despierta a altas horas de la noche para averiguarle si bonsái se tilda o no; el ejecutivo exitoso, que sin embargo se ve en aprietos cuando debe distinguir entre el sujeto y el predicado; no falta el conocido que se cruza con él en la esquina y lo saluda con un “ya que te veo, quisiera saber si”… Todos lo escuchan con oídos benévolos y crédulos.

Miles de colombianos más no tienen esa suerte. Entonces se aferran a los libros de Ávila como náufragos al último salvavidas del barco. La lista de sus títulos es larga, y didáctica y, mejor que eso, útil: ‘En busca del vocablo preciso’, ‘Dígalo sin errores’, ‘Manual de redacción periodística’, ‘Español correcto para Dummies’ (que se vende en más de 15 países) ‘Cómo se escribe’, ‘Cómo se conjuga el verbo’.

Este año, de la mano del Círculo de Lectores, tomó prestado lo mejor de su experiencia de 30 años en estas lides y volvió a la carga con ‘La vuelta al español en 80 guías’, una colección de 8 títulos que no persigue propósito distinto al de lograr que los hispanohablantes —que sumamos cerca de 450 millones en el mundo— redescubramos nuestra lengua, la escribamos bien y la pronunciemos mejor.

El suceso editorial asaltó las librerías hace apenas un par de meses con los dos primeros textos, ‘Puntuación sin misterios’ y ‘Redacción lógica, inteligente y eficaz’, y fue necesario dar la orden para una segunda edición. Ambos se agotaron velozmente.

Él, feliz. “Mi propósito es que la gente vuelva a poner los ojos en su lengua materna. Gastamos mucho dinero y mucho tiempo aprendiendo idiomas extranjeros, eso no está mal. Pero sería bueno en algún momento volver al propio, repasarlo. Sé de mucha gente que prefiere pronunciar los términos en inglés porque ‘le da oso’ hacerlo en español. Y eso sí que no está bien”.

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La culpa de que Ávila terminara convertido en una rara especie de vademécum del español se la achaca, él mismo, a la educación de hierro que recibió siendo alumno del Instituto del Carmen, en Bogotá, donde la norma no sólo se estudiaba, se respetaba. Sentado en la sala de su apartamento, desde donde decidió evocar sus inicios en esta batalla inacabada que es la defensa del idioma, Fernando recuerda que en esa época la gramática era la reina del pizarrón por encima de las matemáticas y el inglés.

Nadie, en aquellos años, podía atreverse a llamarse bachiller si antes no distinguía entre un adverbio calificativo o uno determinativo. Si no tenía claro qué era una conjunción copulativa o una oración subordinada.

Vestido de bluyín —“no blue jean, porque así lo enseña la Real Academia”— camisa vaquera y chaqueta de cuero, el ‘profe’ Fernando, tipo sencillo y buena gente, se toma su tiempo para recordar que en esos años era obligatorio “aprenderse de memoria las tablas de conjugar los verbos y las desinencias de los vocablos”, es decir, sus partes finales, esas que pueden indicar algún tipo de variación gramatical, como el género, el número o el tiempo verbal.

“Hoy en día —se lamenta— a los profesores les preocupa más que sus muchachos expresen sus emociones a través de la palabra. ¿Cómo lo hacen? Eso es lo de menos. Por eso, muchos de esos jóvenes se gradúan sin saber siquiera qué es una esdrújula”.

Ese fue el punto de partida de su veneración por la lengua de Cervantes. Después de graduarse en bellas artes de la Universidad Nacional, se especializó en redacción en la Universidad de Navarra de España. Dedicó años a estudiar filosofía y diseño gráfico; también coqueteó con el periodismo y trabajó en el departamento de reportajes de Europa Press, en Madrid, bajo la tutela del maestro José Luis Cebrián.

De regreso al país, intuyó que en adelante el castellano bien escrito sería una causa irrenunciable y decidió dedicarse a la docencia en varias universidades hasta que Rafael Santos —entonces director del periódico El Tiempo— lo sorprendió con la propuesta de adueñarse, como novedad en Colombia, de una figura que iniciaron los diarios suecos y prontamente asumieron los anglosajones en sus salas de redacción: el ‘ombudsman’.

Corría 1996 cuando nació en ese diario el ‘Defensor del lenguaje’, un personaje que no velaría porque las noticias tuvieran el cómo, el qué y el cuándo. Era simple: Ávila debía asegurarse de que la información estuviera correctamente redactada, con cada signo en su lugar.

Han pasado cerca de 15 años desde entonces y el diagnóstico del profe Ávila sobre los errores que asaltan a los colombianos cuando se trata de enfrentar la hoja en blanco, así sea para escribir una carta elemental, sigue siendo el mismo: le huyen al ‘de que’, están esperanzados en que el computador resuelva todas las tildes y no saben cuándo escribir con mayúsculas y minúsculas.

Son errores —advierte el profesor— sobre los cuales siempre será necesario insistir. Desde la sala de su casa comienza a dar cátedra: “Muchos me han confesado en los talleres que se atienen a las tildes que coloca automáticamente el PC, como si una máquina pudiera distinguir entre ejército, ejercito o ejercitó. Otros más sienten una especie de ‘dequefobia’ y se atreven a escribir ‘se dio cuenta que’ “porque el ‘de que’ les parece horrible”.

Entonces, en esos momentos Fernando lee, subraya, corrige y da argumentos de peso sobre la causa del error. No siempre puede hacerlo. Tentado siempre a cazar gazapos en cuanto letrero advierte en la calle o volante le llega a las manos, a veces debe resignarse a pasar de la ‘ferreteria’ a la ‘drogueria’ o transitar por una ‘cicloruta’ chueca a la que le falta una doble r.

El dolor es más punzante cuando se topa con libros mal escritos. El profe recuerda un ejemplar sobre el Cartel de Cali, escrito por Fernando Rodríguez Mondragón, y —como si no llevara tres décadas repasando errores ajenos— se sorprendió de que “un libro editado por una firma reconocida y que se vendía en las librerías, tuviera hasta 20 errores de ortografía y puntuación en una misma página”.

¿Acaso no se supone que la forma más expedita de tener buena ortografía es leyendo en cantidades? “No se supone. Es así. Por eso me parece inaudito que una persona no termine comprando un libro, sino una lección de errores. Eso pasa cuando se privilegia la coyuntura y la novedad por encima de la exigencia en el lenguaje. Flaco favor se le hace al idioma con estos libros, que por tratarse de literatura sobre el conflicto, se sabe que tienen gran demanda entre los lectores”.

Pero el profe Ávila insiste. En medio de tantos golpes, sigue creyendo que los colombianos son quienes menos maltratan el español, si se les compara con el resto de Latinoamérica.

Si se les pone en la balanza, por ejemplo, con los venezolanos, que esta es la hora en que insisten en decir “vinistes, entrastes y bajastes”. O con los centroamericanos y caribeños que no se sonrojan cuando incluso sus propios mandatarios dejan colar en sus discursos que “habían muchos recursos” o “habrán varios planes de gobierno”.

Y como el hombre no ha perdido la fe, mantiene el olfato agudizado para la caza de nuevos usos idiomáticos. De la jerga del tipo que vende jugos. Del muchacho que ‘chatea’. Del tipo que maneja taxi. El profe Fernando llega a su casa con esos vocablos desconocidos hasta entonces, los analiza, los confronta, los somete a discusión con sus colegas. Sólo después de eso se interna nuevamente en las calles y hace lo que mejor le resulta: enseñar.

Es ahí cuando usted le escucha decir cosas como éstas: que para referirse al servicio de internet inalámbrico se puede pronunciar wifi, tal como suena, y se puede escribir con todas sus letras en minúscula. Que la famosa ‘doble u’ es un invento de quién sabe quién, porque lo correcto es uve doble. Que ya no es necesario recurrir al inglés para referirse a la ropa interior de las señoritas, ahora se puede escribir panti. Que las estanterías que se utilizan en las ferias comerciales ya se pueden escribir con e al comienzo, ahora se puede decir estand.

Las conclusiones no siempre resultan fáciles. No es tan simple como pararse frente al oráculo de la Real Academia, como Poseidón buscando el consejo de Zeus, para hallar la respuesta rápida. “A veces la Academia no unifica criterios, como cuando tildó ‘chiita’ a pesar de ser una palabra grave terminada en vocal. O cuando el usuario encuentra que ceviche, seviche, sebiche y cebiche son todas formas correctas para referirse al mismo coctel”.

Entonces, cuando se trata de encontrar la manera de escribir una palabra que se incorpora en el español a fuerza del uso, el profe Fernando esculca la veintena de diccionarios que tiene a mano. Otras veces lo discute con filólogos. O se refugia en los hallazgos de José Martínez de Sousa, español y docente como él, “un hombre actualizado al que muchas veces le creo más que a la propia Academia”.

Otras más, acude a la Nueva Gramática Española, sendos tomos que de sólo mirarlos invitarían al letargo más profundo si no es uno el que se dedica propiamente a la defensa de las palabras. El profe Fernando no lo niega: “No nos digamos mentiras hasta a una persona como yo esos libros le pueden producir enorme ‘jartera’”.

Comentarios

  1. Precioso, preciso, sencillo. Acaso eso no es lo que el profe Fernando enseña? De verdad, gracias por esa lección. Coherencia en la forma cómo se narra de quien se habla para quien se escribe. Felicitaciones, me gustó. Me enseñó.

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