Escrito en tinta negra


Las letras nacionales saldaron, por fin, la deuda que tenían con los escritores afrocolombianos desde hacía siglos. Bogando por los ríos y mares de la literatura negra.

Por Lucy Lorena Libreros


El dios Changó descendió de su panteón yoruba y lo sorprendió en sueños. Agitó con dolor sus tambores batá para recordar la epopeya que con letras de sangre y humillación había escrito su raza durante siglos. En medio del duermevela, Manuel Zapata Olivella alcanzó a distinguir su figura imponente, su voz estentórea. No podía ser otro: era Changó, poderoso y venerado; orisha del fuego, del rayo, del trueno, de la guerra. Génesis de una raza.

El escritor caribe dormitaba desnudo en una gruta de la isla de Gorée, frente a las playas de Senegal, cuando todo ocurrió. El entonces presidente del país africano, Leópold Sédar Senghor, curiosamente un poeta extraviado en los caminos del poder, le había permitido pasar la noche allí, seguro como el que más de que el médico y antropólogo colombiano tenía razón: sólo entre las sombras de esa cueva lograría reecontrarse con sus ancestros negros.

No había sido una decisión caprichosa; Gorée cargaba con un pasado triste: entre los siglos XVI y XIX, Dakar —ciudad a la que pertenece la isla— fue el mayor centro para el tráfico de esclavos hacia América. En esa esquina del continente, a los ojos del mar, miles y miles de africanos fueron subastados y enviados en barcos de españoles y portugueses tras ser capturados por los propios hermanos de sus tribus. Encontrar a un negro de estirpe que resistiera el horror de la travesía transantlántica hasta América resultaba un oprobio para algunos. Para otros un próspero negocio.

Así que la anécdota de Zapata resultaba toda una paradoja: conciliar el sueño escoltado por tantos años de pesadilla. Así lo sorprendió Changó, con su artilugio de cueros templados, y así le ayudó a despejar las dudas: él, uno de los más importantes intelectuales del Siglo XX de este país, estaba destinado a emprender la aventura literaria más bella y profunda de las letras negras colombianas: ‘Changó, el gran putas’, novela que vio la luz en 1983, de la mano de Oveja Negra.

Casi cuarenta años después de ese episodio onírico, el profesor de literatura Darío Henao habla con emoción de las líneas de ese relato de 700 páginas “que condensa cinco siglos de historia y con el que Zapata reivindica, de una vez por todas, a los hijos de Changó que llegaron a estas tierras”.

El autor hace un recorrido histórico desde la llegada de los primeros negros a América, con sus dioses y sus creencias, la manera como se vincularon con los españoles, su papel en los procesos de Independencia del continente y hasta los movimientos de resistencia en Estados Unidos.

Henao suelta sus palabras frente a una voluminosa y colorida colección de libros, en la que Zapata Olivella es gran protagonista: la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana, milagro editorial que pretende hacer justicia con la extensa producción de ensayos, cuentos, novelas, poesías y relatos orales de esos hijos de Changó que encontraron en las letras un espejo para asomar su acervo cultural.

Son 19 libros que abarcan dos siglos de una narrativa poderosa y hacen un recorrido de líneas que inician en San Andrés, que luego descienden kilómetros de historias por el mar Caribe y que desembocan en los esteros de las entrañas de ese Nariño oloroso a Pacífico.

Una colección que fue “toda una aventura de recuperación de la memoria”, como la definió el escritor cartagenero Roberto Burgos Cantor, editor general de la compilación, que fue impulsada por el Ministerio de Cultura y en cuya concepción participaron estudiosos de la Universidad del Valle, la Universidad del Atlántico, la Universidad Javeriana y la Universidad de Cartagena.

Todos coincidieron en que, salvo casos excepcionales como Candelario Obeso, Manuel Zapata y Óscar Collazos, la memoria colectiva del país dejó naufragar en la marginalidad el aporte literario y de pensamiento de aquellos narradores innatos que hallaron en la brisa del mar y en los arrullos de los bogas que recorren río arriba las selvas del Pacífico, la salva nutricia de sus obras.

En tiempo récord, unos seis meses, se esculcaron textos desde 1857, se perfilaron los géneros, las regiones, las temáticas, los autores y el tiempo alcanzó para incluir en un tomo de la colección ese poder de la oralidad, de la palabra que cuecen a fuego alegre los abuelos en las poblaciones más apartadas.

El resultado son cuatro novelas, tres libros de cuentos, una antología de poesía femenina, siete libros de poesía, una obra de teatro, dos ensayos y un libro de relatos orales.

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Es que el asunto de la literatura afrocolombiana no es nuevo. Ha hecho presencia desde los albores de la República. Y sus orígenes, si se quiere, se ubican en la propia diáspora africana que trajo consigo a tierras americanas la voz profana y sagrada de los esclavizados que a fuerza tuvieron que mezclarse con lenguas indígenas y europeas.

Este destino de encuentros, solía decir la desaparecida antropóloga Nina S. de Friedemann, moldeó universos de creación en los cuales refulge el despliegue poético y creativo de la palabra escrita, dicha, cantada o recitada. “En la literatura y la tradición oral afrocolombianas centellean memorias de África y conservan el legado ancestral de valores que aluden al ser individual y al ser colectivo, entre ellos el profundo amor por la palabra, tal como lo hacía el ‘griot’ africano, ese narrador de cuentos, poemas y rapsodias de las tribus”, reflexionó Friedemann alguna vez.

Pero durante decenios los autores negros colombianos han sido víctimas de la misma invisibilidad que han sufrido otras manifestaciones culturales afro. “Fíjese usted —señala Darío Henao, uno de los integrantes de ese comité que estructuró la colección—: antes asistíamos a un blanqueamiento de lo culto, producto de una sociedad centralizada. Sólo hasta la Constitución de 1991 Colombia vino a considerarse un país pluriétnico y multicultural. Pero eso lo sabíamos desde hacía rato”.

Los casos son elocuentes. Ahí, con su sonrisa generosa y sus andares de bastón, está Arnoldo Palacios, chocoano de 86 años, nacido en Cértegui, que en 1949 publicó ‘Las estrellas son negras’, relato ‘joyciano’ —ocurre en un solo día— en el que narra las desventuras de Irra, un negro que creció aplazando los dolores de la pobreza.

La novela, a pesar de sus cualidades narrativas, pasó inadvertida hasta 1971 cuando fue reeditada en una versión popular. Sólo en 1998 recibió un reconocimiento del Ministerio de Cultura y hasta hoy se incluye en una antología, la de la Biblioteca Afrocolombiana.

Y no llegó hasta allí sólo por tratarse de un autor afro: Palacios, después de su debut literario, fue becado para estudiar lenguas clásicas y literatura en la Universidad de la Sorbona, en París. Desde entonces es considerado el precursor de la novelística de la reivindicación social en Colombia.

Ahí está el guapireño Elcías Martán Góngora con “los versos más bellos dedicados al mar que jamás haya leído”, como los describiera Pablo Neruda. Ahí está Jorge Artel, cartagenero, en cuyas composiciones líricas vibran el dolor y la protesta, y toda la sensualidad de su cultura:

¡Hasta parece que la brisa tiene un leve llanto de palmera!..

Ahí están los cuentos de otros dos hijos del Chocó: Carlos Arturo Truque y Óscar Collazos. El primero, amonestó con su mirada de escritor y sus letras rebeldes la discriminación racial. El segundo, un autor necesario para entender las letras negras contemporáneas como testigo de excepción del mundo afro en la ciudad.

Ahí está Alfredo Vanín Romero, el timbiqueño de figura grácil y lentes de maestro, a quien se le reconoce en sus textos, que se mueven entre la cordillera y el mar, el doble propósito de ser escritor al tiempo que investigador de la realidad social y cultural que le rodea.

Ahí están también, claro, los cantos populares de un negro humilde pero no menos sabio, conocedor del francés, el italiano y el inglés, Candelario Obeso. Nacido en el Siglo XIX, aprendió a soltar versos mientras escuchaba el sonido de las aguas quebrándose bajo la imparable marcha de las canoas por el río Magdalena.

Qué trite que etá la noche, La noche qué trite etá; No hay en er cielo una etrella Remá, remá. La negra re mi arma mía, Mientra yo brego en la má, Bañao en suró por ella, ¿Qué hará? ¿Qué hará?

Este hijo de Mompox se convirtió en el primer poeta afrocolombiano en publicar un libro. Además de ‘Cantos populares de mi tierra’, su obra cumbre, dejó una novela, ‘La familia de Pigmalión’, y una comedia, ‘Secundino, el zapatero’. Aún así, sólo hasta el año 2009, al cumplirse un siglo de su nacimiento, los ojos del país se volcaron sobre sus letras.

Que la fuerza de su lirismo popular fuera ignorada respondía, de alguna forma, al pensamiento científico que se promovió a principios del Siglo XIX con la Expedición Botánica. Francisco José de Caldas, el primer científico nacional, promovió en 1808 la idea de que el comportamiento de los seres humanos estaba dado según el clima. El frío, creía, era ideal para consolidar la civilización. El cálido, ese donde crecía la población negra, era el origen de comportamientos contra la moral y sus pueblos un obstáculo para el desarrollo de la Nación.

La consideración prosperó durante la Independencia y siguió agitando sus banderas durante casi todo el Siglo XIX. “A nuestros ancestros los vieron sólo como mano de obra, nunca como creadores de pensamiento, de narradores de sus propias regiones, y eso explica porqué su marginación de los grandes espacios literarios”, le aseguró a GACETA la saliente ministra de Cultura, Paula Marcela Moreno.

El Siglo XX llegó con nuevos autores, pero no menos dificultades. Germán Patiño —autor del prólogo de ‘Ensayos escogidos’, obra de Rogerio Velásquez que hace parte de esta Biblioteca Afrocolombiana— apunta a que este antropólogo chocoano, pese a ser uno de los intelectuales más valiosos de su tiempo, “estuvo perdido largos años de la conciencia pública”.

Lo que sucede, comenta Patiño, es que “su mundo en los años 40 y 50 era el del Chocó, al que consideraban como una región lejana, exótica, sin mayor cosa que decir al país. Sólo a finales de ese siglo comprendimos que el mundo afro sí tiene un hondo significado en la formación de nación, y fue entonces cuando sus ensayos, confeccionados con alto vuelo literario, adquirieron significado”.

Eso bien lo había aprendido Hazel Robinson Abrahams, escritora sanandresana que hoy, a sus 70 años, es considerada un verdadero referente de las letras de la isla.

El profesor barranquillero Ariel Castillo Mier —prologuista de la novela ‘No give up man!, incluida en la Biblioteca Afrocolombiana— ha estudiado de cerca la obra de esta autora, que comenzó su carrera en las letras hace medio siglo con la publicación de una serie de crónicas sobre San Andrés en El Espectador.

Su interés, advierte Castillo, ha sido siempre “el de reivindicar el pasado ignorado de la isla, reivindicar sus paisajes, su lenguaje y su pasado; de hecho, la novela se narra en los tiempos que siguieron a la abolición de la esclavitud y con el título ‘¡No te rindas, hombre!’ condensa la actitud de resistencia de los raizales”. Sin embargo, sus obras vinieron a ser publicadas masivamente hasta los años 90.

Algo similar le sucedió al poeta de Condoto, Chocó, Hugo Salazar Valdés, quien desarrolló una vasta obra lírica en los años 50 y 60. Así lo reconoce el director del programa de Literatura de la Universidad del Valle, Fabio Martínez, no sólo un devoto confeso de los versos que exaltan la sensualidad de la mujer negra, el mar y la música afro de Salazar, sino que además lo conoció como profesor de español siendo estudiante de colegio.

Poetas como él —apunta Martínez— supieron hacer un tránsito entre lo oral y lo escrito o, como lo llamaba un antropólogo, entre lo crudo y lo cocido, gracias a que se trataba de personajes muy cultos. Y no porque tuvieran una carrera universitaria (en su caso era abogado), sino porque bebían de otros poetas que también reivindicaban lo popular y la raza como Nicolás Guillén y Pales Matos”.

Fue precisamente esa reivindicación de lo raizal, del mar, del río, del tambor, de los bogas, de la danza, de ese interés de narrar sonrisas en medio de la desesperanza, a lo que intenta hacer justicia la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana.

Para Roberto Burgos Cantor este proyecto —previsto como el primero de varias antologías a futuro— es una oportunidad de oro para reflexionar en torno a la idea de que “no es posible reconocernos como sociedad, como país, sin entender que todos estamos hechos de los aportes que hicieron los negros, los indígenas y españoles”.

Es también, continúa Burgos, un pretexto para asimilar que lo valioso de estos autores “es que mientras durante décadas muchos escritores colombianos se volcaron a los autores y corrientes literarias de Europa y Estados Unidos, los escritores afrodescendientes encontraron su propia voz y las temáticas de su narrativa en el acontecer, los dramas y las virtudes de sus mismas comunidades”.

Así también lo cree el catedrático Ariel Castillo, quien pondera de esos autores el que “involuntariamente, en diferentes zonas del país y en diferentes épocas, sintieron y plasmaron el drama de la exclusión, pero sin caer en el panfleto. Sus obras, ante todo, son literarias, Y su preocupación, ante todo, es el afianzamiento de su cultura”.

El dios Changó deberá entonces darse por bien servido: los descendientes de aquellos que resistieron los horrores de la travesía transatlántica de hace cinco siglos, hallaron en la fuerza de la palabra cómo reivindicar su memoria ancestral aquí, en la otra orilla.

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