Todo sobre mi padre


Antes de su muerte, el 31 de enero de 2010, Tomás Eloy Martínez, maestro del periodismo narrativo de América Latina, le confió a su hijo Ezequiel la bella misión de preservar su obra del olvido. Memorias de un albacea orgulloso.

Por Lucy Lorena Libreros
Foto: Raúl Palacios

El personaje era Juan Carlos Gené. Dramaturgo. Argentino. Un veterano artista escénico que intentaba reconciliarse con su país después de que la dictadura de Videla lo condenara a un doloroso exilio de 16 años. El periodista que lo abordó para que dejara testimonio de esos años de soledad y contara la parábola de su retorno fue Ezequiel Martínez. Argentino también. El primero habló con el frenesí de un náufrago recién rescatado, el segundo asumió la actitud de quien escucha con oídos benévolos.

El joven navegaba en sus primeras empresas periodísticas; no hacía mucho había emigrado del instituto privado de Buenos Aires en el que había estudiado, y confiaba en que aquella entrevista terminara en buen puerto, en un perfil extenso para las páginas de alguna de las publicaciones en las que trabajaba como free-lance.

En las primeras líneas, intentaba dibujar los gestos de Gené, la manera en que batía sus manos para enfatizar sus palabras; su forma de hablar, lenta, pausada. Unas líneas más abajo, las nostalgias de su destierro forzado, su rol protagónico en esos años yertos lejos de las tablas de su país.
Así lo recuerda Ezequiel ahora, en una tarde de sábado, escoltado por los cerros imponentes de una Bogotá de lluvias tristes. Camuflado como uno más de los periodistas internacionales que cubren los detalles del Festival Malpensante —que cada año organiza la revista cultural del mismo nombre—, pocos saben que el argentino de sonrisa fácil que carga con una escarapela del diario Clarín y una mochila de viajero, tan desprevenido, tan de incógnito, es además el hijo de uno de los maestros de culto en las artes del periodismo narrativo: Tomás Eloy Martínez.

Y fue a él, a Tomás Eloy, a quien le enseñó, sin prevenciones, el borrador final de lo que sería el gran perfil de Gené. El consagrado periodista —que a esas alturas de la vida conocía tanto de textos bien afinados como de exilios, pues otra dictadura, la de Isabel Perón, lo había hecho refugiarse con sus miedos en Venezuela— lo leyó atento, con sus ojos de curtido reportero.
—Pero, decime, ¿el tipo como te hablaba?, preguntó Tomás Eloy aquella vez.

—Pues viejo, como yo lo escribo ahí, con emoción de volver a la Argentina, pero con frases lentas, como si las pensara lo suficiente antes de pronunciarlas, ripostó el muchacho.

—Ah, bueno, pero, así como está, suena muy frío. Por qué mejor no ponés en ese párrafo que a Juan Carlos Gené las palabras le salen cansadas, como desperezándose de largos silencios…

El viejo era así. No necesitó advertir que la literatura le hace grandes favores al periodismo para que Ezequiel lo entendiera para siempre. El padre solía repetírselo cada vez que le era posible: “si tienes que contar un terremoto o un huracán, esas noticias en las que sólo te piden cifras y datos, cuántos muertos y cuántos desparecidos, busca siempre una historia, un personaje anónimo que cobije los datos duros. Vos sabés, un número te informa, pero una historia te conmueve”.

Algo de eso quizá intuía Ezequiel siendo un niño, cuando jugaba a ser como su padre. Se inspiraba en las mañanas en que lo acompañaba al diario donde trabajaba y lo veía tipear con devoción las teclas de su máquina de escribir. Lo hacía feliz imitarlo cuando revisaba las pruebas de las páginas listas para impresión o las veces en que lo encontraba, concentrado, buscando un dato en las hojas anaranjadas de un archivo. Algunos días, no sin antes prometerle discreción y juicio, se permitía escoltarlo a sus entrevistas, “que luego transformaba en piezas periodísticas que parecían cuentos de ficción”.

Con el tiempo entendió que el oficio de su padre no era escribir. Era narrar la realidad con las herramientas de la imaginación. Y Ezequiel supo entonces que algún día él también se ganaría la vida de esa forma. “Yo quería, como quieren todos los chicos, ser como su papá”.

Y lo fue. Hoy en día, el mayor de los hijos del célebre autor de obras maestras como ‘Lugar común la muerte’ (compilación de sus mejores trabajos en prensa hasta la década del 70), ‘Santa Evita’ y ‘La novela de Perón’, es editor de Ñ, revista literaria de Clarín.

Y para quedarse con el puesto no necesitó que su padre telefoneara al director. Emprendió el camino que hacen todos los periodistas de su país que desean abrirse paso en prensa escrita. Terminó una carrera universitaria sin ínfulas de ser el hijo de. Llenóformularios. Hizo pruebas. Hizo filas. Y al final, sin que muchos supieran qué árbol genealógico le había dado sombra a su pasión de periodista y a sus hábitos de lector refinado, entró a uno de los más importantes periódicos de Buenos Aires. Como un reportero más.

Es que no debe ser fácil andar por la vida en el pellejo de un hijo de Tomás Eloy Martínez, que encima quiere ser periodista. No debe fácil si, además de reportero de mil batallas y mejores libros, tienes un padre que es crítico y guionista de cine, además de ensayista, fundador de periódicos, ganador de importantes premios de literatura, catedrático de una importante universidad de Estados Unidos y columnista de océano a océano: del New York Times a El País de España.

No es fácil si además de eso a tu padre, en vida, lo llaman el maestro de la ficción verdadera y se gana un premio Ortega y Gasset. Si, un día cualquiera, otro genio del oficio, Martín Caparrós, abre comillas para decir que el hijo de Tucumán es uno de esos raros grandes conversadores que no se olvidan de hacer preguntas y escuchar respuestas. Uno de los mejores opositores de la práctica del periodismo notarial, del periodismo chato.

Nunca fue fácil. Y nunca estará cerca de serlo. Ahora que el viejo ya no está, después de perder su contienda estéril con un cáncer en febrero pasado, Ezequiel —por petición de su padre mismo— emprendió la misión de preservar su legado: sus libros desperdigados en tantos viajes, casi diez mil títulos, sus manuscritos, sus archivos.

El asunto, hace un par de años, se conversó con franqueza. Tomás Eloy, a pesar de su cuerpo desmedrado por un duro tratamiento en una clínica de Boston, encontró un soplo de fuerza vital para elegir de entre sus siete hijos a Ezequiel como su albacea y delegarle la misión eterna de crear una fundación que no sólo preservara su obra, sino que sirviera para apoyar a nuevos talentos del periodismo y la literatura. Se habló de una sede en Buenos Aires, se habló de un premio anual para estimular la publicación de trabajos en ciernes que permitieran anclar en tierra esas nuevas letras. Tal como él lo había hecho en vida, con su ojo entrenado de lince, que nunca se equivocó al cazar a un escritor. Fue él, por ejemplo, quien descubrió a Junot Díaz, dominicano que a la postre ganaría el premio Pulitzer.

Ezequiel revela todo esto sin dolor, sin lágrimas en sus ojos verdes. Siempre rematando cada frase con una sonrisa honesta. Así, dice, así de jovial también era el viejo. El que en los años de apuro del exilio en Caracas, a mediados de los 70, endulzaba su ausencia con cartas escritas a máquina de hasta tres cuartillas en las que nunca asomó sus temores; eran, más bien, piezas literarias, casi cuentos para leer al filo de la almohada con los que animaba a sus hijos a estudiar, a jugar, a enamorarse, a vivir.

Tomás Eloy había tenido que emigrar entre gallos y media noche después de que la Triple A del gobierno de Isabel Perón le diera 24 horas para abandonar su país y su cargo como jefe de redacción en La Nación. Los años huyeron impregnados de una fecunda comunicación epistolar que atravesaba, de ida y vuelta, el continente y aliviaba las distancias con consejos extraviados en relatos que adecuaba para cada hijo según su edad.

Así de jovial era también el viejo cuando se desprendía de cualquier vanidad y recibía los batazos de Ezequiel sobre sus escritos fallidos. El hijo siempre pudo comentar los libros del padre genio sin pudor. “Después de leer su primera novela, ‘Sagrario’ (publicada en 1969) tuve que confesarle que me había parecido aburridísima y él debía saberlo porque de hecho no volvió a publicarla nunca. ‘La mano del amo’ tampoco es la mejor. Pero, en todo caso, si algo lamento ahora es no haberle dicho en vida cuánto me apasionaron muchas de sus novelas”.

El humor del cielo, en esa tarde de sábado, amenaza con descomponerse. Ezequiel posa sus ojos en una de esas nubes plomizas de la capital para confesar luego que aquellas cartas (que siempre le llegaron a las manos abiertas por culpa de la censura) fueron su droga feliz en esos años pedregosos. Otra lección más del poder demoledor de la palabra que sólo un orfebre del abecedario como su padre era capaz de alcanzar. Fueron muchas las noches en que, años después, Ezequiel lo vería frente a su computador, hasta tres horas, en busca de una palabra precisa que calzara con un párrafo en construcción.

Porque era cuidadoso de la palabra tanto como del rigor de la información. El ‘vicio’ no consiguió apaciguarlo ni siquiera el cáncer. En las postrimerías de su enfermedad, atendiendo a la tarea irrenunciable de su columna quincenal, Tomás se apoyaba en su hijo para acopiar los datos que le resultaran necesarios. Al final, con la tarea terminada, Ezequiel se sometía sin reproches al interrogatorio inquisidor de un periodista preciso: “Y este dato, ¿de dónde lo sacaste? ¿En qué contexto apareció? ¿Quién lo dijo? Verificá, verificá”.

Era comprensible. En vida, el hombre que nunca soltó sus botas de reportero, ni siquiera a los 70 años, cuando recorrió de norte a sur tierras gauchas para narrar una gran crónica de la Argentina, solía quejarse de que su oficio había entrado en la manía de la velocidad, en la falta de comprobación, “y eso es herir de muerte al periodismo”.

La enfermedad tampoco lo alejó de sus trincheras de escritor ni le restó brillo al fulgor de su inteligencia. Hace apenas un año publicó ‘Purgatorio’, su última novela, y dejó huérfana otra, ‘El olimpo’, para la editorial inglesa Canongate. “A veces pienso que mi padre estiró la vida lo más que pudo sólo para terminar esa novela”, reflexiona Ezequiel. “Y la terminó, sí, pero no la revisó, es apenas un borrador. Y después de acompañarlo en el proceso de edición de ‘Purgatorio’ comprendí que para él era tan importante escribir como revisar”.

Habría que darle entonces la razón a Caparrós cuando, después de la muerte de su maestro, dijo que Tomás, a pesar de la crudeza de su enfermedad, “escribía porque era la única forma en que sabía vivir, porque escribir era seguir viviendo”. Así era el viejo.

Comentarios