Medio siglo a mano alzada


Durante los últimos 50 años Luisé, lápiz en mano, se la ha pasado burlándose con ingenio de la historia de Colombia. Hoy, a sus 83 años, este decano de la caricatura se resiste a abandonar su mesa de dibujo en el diario El País. Retrato hablado.

Por Lucy Lorena Libreros
Foto: Jorge Orozco

Todos me prevenían, Luisé. Tu jefe, la secretaria, uno de tus grandes amigos en Palmira, los editores y hasta el portero que te saluda todos los días al ingresar a El País. Y sí, tenían razón, no se te hace fácil llevar a buen puerto las frases que pronuncias; eso de hablar con elocuencia no fue una de las virtudes que ponderaron, en este último mes, las personas a las que llegué preguntando por ti. No es tu culpa en todo caso: lo que intentas decir termina necesariamente reverberando en tu paladar, como si las palabras se te resbalaran de pronto de los labios sin que pudieras hacer nada para controlarlo. No es un resabio de la vejez, eso te pasa desde niño.

A ninguno de los dos nos importa eso ahora. Vamos, rumbo a Cali, en un bus Expreso Palmira, de esos que abordas cada mañana, sin falta, en La Estación, distante a catorce cuadras de tu casa en el barrio El Recreo. Las caminas sin prisa, mientras saludas a los vecinos y miras sin recato a las mujeres bonitas. El ritual se repite sin alteraciones, de lunes a sábado: llegas, te subes a ese gigantón de seis ruedas, buscas acomodo en un puesto con ventana y cuarenta minutos más tarde, antes de las diez de la mañana, aterrizas en la terminal caleña. $2.300 al bajar. Muchas gracias, señor.

Y digo que no nos importa porque ahora mismo hablas con el frenesí de un náufrago recién rescatado de las aguas, mientras yo, libreta en mano, escucho la versión de tu historia con oídos benévolos. Comienzas por la génesis de todo, por tu paso por el Ejército. Año 55, lo recuerdas en tu memoria privilegiada y sin fisuras. Entraste a la Tercera Brigada como un soldado más, pero entonces tu lápiz travieso, ese que al ya venías sacándole punta desde tu época de pupitre con los Hermanos Maristas de Palmira, quiso hacer menos obvios los días de botas y de fusil y te dio —me cuentas— por dibujar a un general de ese destacamento militar, Gabriel Revéiz Pizarro.

La broma de papel no pasaría de la carcajada de tus compañeros. O eso creías. Pero el bendito dibujo llegó a las manos del general y él, cómo no, quiso llamar al orden al autor del desagravio. Pensabas que estaría muy molesto. “El tipo preguntó quién era el padre del dibujo y yo levanté la mano con toda la valentía posible. Lo miré a los ojos y le dije fui yo”.

La cosa acabó mejor de lo que imaginabas: el atildado militar se sintió feliz de tener en su tropa a un soldado versado en el dibujo y te obligó a soltar el fusil. Además de la Tercera Brigada, pasaste por varios batallones. Te acuerdas de El Palacé, de Buga, y el Codazzi, de Palmira. Te pagaban para que dibujaras mapas de las áreas de operaciones del Ejército y de las armas que este compraba. En aquella misión, viajaste por todo el país. Ese material gráfico era usado después para la instrucción de los uniformados.

Tu esposa, Rita Cardona, esa mujer que iba camino de monja, esa que le arrebataste a quién sabe que convento y con la que completaste el año pasado medio siglo de matrimonio, recuerda bien esos inicios tuyos. No eras muy feliz por esos días, cuenta ella. Sería por eso mismo que sacabas tiempo para hacer caricaturas que terminaban luego, en un sobre cerrado, a la entrada del diario El País, en ‘La casona’ —como llamaban a la sede por entonces— en la Carrera 5 con Calle 11. A los pocos días las veías publicadas. “¡Qué irresponsables! ¿No cierto? Lo hacían sin saber quién era yo, un humilde soldado que se ganaba la vida pintando campos de batalla. Ya desde esa época firmaba como Luisé”.
Con esa misma elocuencia gráfica seduciste a Frisco González, el popular ‘Pacho’ Gato, alma y nervio del periódico El Gato, que con sus maullidos de humor les enseñó a varias generaciones de vallecucanos a burlarse con ingenio de sus políticos y de su clase dirigente. Mientras vas en este bus conmigo, me cuentas que un día cualquiera allá, en El Gato, decidieron bautizarte Rigot, buscando tal vez —reflexionas ahora— marcar una diferencia sustancial con el caricaturista de El País, quien comenzaba a tener eco entre los lectores que advertían en cada línea plasmada el poder demoledor de tus dibujos.

Bien supiste estar a la altura de esa trama ingeniosa: el talento te sobró para demarcar la frontera de uno y otro lado. La picardía se te escurre de los ojos cuando dices que pasó mucho tiempo antes de que Cali se enterara de que el ‘Rigot’ satírico y de fino humor político de El Gato, era el mismo Luisé de El País.

Esa época de risotadas luminosas y gracejos memorables está presente en los recuerdos de quien sigue considerándose uno de tus grandes amigos: Phanor Luna. “El Gato no tenía una sala de redacción como tal, quienes lo hacíamos nos reuníamos a mamar gallo en cualquier parte y hasta allá llegaba Luisé con sus aportes geniales. Desde entonces mostró una habilidad ‘sui géneris’ para plasmar la realidad política”.

De esa habilidad no fue ajeno Álvaro Lloreda, director de El País en 1961, quien —dice Phanor— estaba urgido de conseguir a un buen caricaturista. “Se convocó a un concurso al que fueron tres o cuatro personas, entre ellos Luisé, que se presentó como dibujante del Ejército; pero él se los llevó a todos, esa habilidad suya para retratar no tenía comparación”, le escucho a decir a tu amigo.

Los datos no tienen un ápice de alteración. Eso me aseguras en el bus. Pasaste el concurso y entonces la sala de redacción de este diario te recibió con el ruido de lluvia de sus máquinas de escribir. Nada más agregas que, aunque si bien ya hacías caricaturas antes de tu ingreso a El País, tu conteo personal en este oficio del humor gráfico arranca realmente desde aquel 1961, cuando ingresaste “en serio a trabajar”. Cuando pudiste abandonar “ese puesto de soldado dibujante que nunca me llenó del todo”. Ya, en Bellas Artes, dices enseguida, habías aprendido técnicas del dibujo, del color, de la composición, incluso herramientas en otras áreas que no exploraste nunca como la escultura, siempre al lado de compañeros de lujo como Omar Rayo. “Pero a mí lo que me gustaba era el humor, y eso no lo enseñan en ninguna parte”.

Ya no vive el maestro Rayo para ayudarme a evocar aquellos días tuyos. Me lamento de eso y entonces mascullas en los labios una de esas frases que te quedan a medio terminar. Apenas si alcanzo a escucharte que no le temes a la muerte, “a fin cuentas, a todos nos llega”. Lo que pasa es que, a diferencia de esos amigos de tu generación que se han ido del mundo de los vivos, “la muerte mía se va a demorar otro poquito”.

Acudo entonces a Gustavo Ospina, reportero en uso de buen retiro, corresponsal de El País durante décadas en el norte del Valle y curtido periodista político. Sentada en la sala de su casa, noto que el viejo tiene nítidas en la mente muchas anécdotas sobre ti. Me habla por ejemplo, de las veces en que fatigabas con tus caricaturas a Carlos H. Morales, gobernador del Valle en los años 60, que al parecer se inscribió en la historia de este Departamento más por su desfachatez como tomatrago que por sus acertadas decisiones administrativas.

En ese defecto viste un filón demoledor para hacerlo protagonista de tus dibujos. Lo retratabas, cuenta Gustavo, con las ropas desordenadas y agarrado a su suerte a un poste de la Plazoleta de San Francisco. Borracho. Gustavo aún se ríe cuando lo recuerda y dice con firmeza que a ti, a Luisé, “le correspondió una época definitiva de El País, la de mayor efervescencia política, cuando los periódicos debían su peso en la opinión pública al tomar partido por liberales o conservadores. Cuando se trataba de abordar los temas sobre política, la guerra informativa se libraba a muerte. El País, por esa misma razón, contribuyó a la caída y subida de muchos alcaldes y gobernadores, y Luisé, atrincherado en su lápiz, hizo parte de esa causa editorial”.
Muchas campañas y mandatarios han corrido desde entonces por este platanal. Pero esa sagacidad tuya para olfatear con criterio los temas políticos aún sigue causando admiración. Que lo diga José Campo, el caleño que fundó hace 17 años Calicomix, una suerte de catedral de la caricatura que convoca a los mejores de este oficio en todo el mundo. Claro, tú has sido uno de sus obispos mayores.

Para José, aunque tu trabajo ha explorado temas del orden nacional e internacional, tu mayor fortaleza está en el dominio de los temas locales. “Lo fácil sería caer en la tentación de retratar a personajes que están permanentemente expuestos en los medios. Pero Luisé tiene una gran capacidad para hacer hincapié en noticias locales que muchas veces se pasan por alto. Uno podría contar la historia del Valle en estos últimos 50 años valiéndose sólo de sus caricaturas”.

Y sí, cuando uno observa tus dibujos de las últimas dos décadas encuentro en ellas señas particulares de esa forma tan tuya de contar lo que sucede en esta región. Veo en algunas el palustre con el que identificabas el gobierno de Germán Villegas; la pañoleta que amarrabas en la cabeza de Rodrigo Guerrero, durante sus faenas de alcalde de Cali, pues él mismo te confesó alguna vez que lo hacía para protegerse del calor. Con Guerrero, la picardía —esa bendita picardía tuya— se te escurrió alguna vez y, en medio de risas, me cuentas que en varias oportunidades cambiaste la pañoleta por unos calzones de mujer. Nunca te dijo nada. Advierto también los lentes oscuros y el bastón de Apolinar Salcedo y las orejas de Micky Mouse que dibujabas en las sienes de Ricardo Cobo, sátira permanente de sus constantes viajes a Estados Unidos.

Le pregunto al propio Cobo si ya se le olvidaron los días en que eras su convidado de pesadilla. Apenas se ríe. “El viejo Luisé no me dejaba descansar. Pero en el fondo, yo lo disfrutaba. Sabía que más que críticas, lo que hacían sus caricaturas eran aumentar mi popularidad”.

La picardía también corría de puertas para adentro en El País. Tu mismo no has olvidado la vez en que inspiraste una de tus caricaturas en una noticia que hablaba del paso de sacerdotes de la iglesia Católica a la Anglicana. En ese dibujo se veía a varios curas de trasteo, “incluso con sus mujeres y sus hijos”. La mano se te fue de largo: en esa peregrinación de sacerdotes incluiste los rostros de Rodrigo Lloreda, entonces director del periódico, y el desaparecido Gerardo Bedoya, a cargo de las páginas de Opinión. Lloreda, como temiendo ser víctima de tus pilatunas, alcanzó a notar la presencia de ambos en la caricatura. Juraste tu inocencia por la cruz de Cristo. De nada valió, no tuviste más remedio que matizar tus retratos con bigotes para evitar un cisma en la Redacción.

Luis Guillermo Restrepo, actual director de Opinión, tu jefe, quien trabaja contigo desde hace 13 años, desempolva otra de esas anécdotas memorables que ya has contado varias veces: la tarde en que Álvaro Lloreda, el hombre que te abrió por primera vez las puertas de este diario en 1961, te despidió, ofuscado por haber terminado en uno de tus dibujos.

Te había encomendado una caricatura inspirada en ‘El oro y la escoria’, discurso que Laureano Gómez inscribió en la historia política de Colombia. Le hiciste caso: el dirigente conservador aparecía dando garrote. De un costado se veía a Cornelio Reyes, líder godo del Valle, y del otro —demasiado sutil, según tú— a don Álvaro huyendo en desbandada agarrando con sus calzonarias.

Esta vez sí fue Troya. Indignado, el director te hizo llamar a su oficina. Te amenazó con el despido no sin antes, pensaba él, hacerte pasar por la humillación de reemplazarte por un caricaturista mejor que tú. Telefoneó a El Gato preguntando por Rigot. Quería traerlo de inmediato a sus filas editoriales. Sólo entonces don Álvaro vino a descubrir que Luisé y Rigot eran realmente Luis Eduardo López, el flaco palmirano dibujante del Ejército. “Tres personas distintas y un solo burlón verdadero”, como dice Luis Guillermo.

Con el puesto a salvo —me cuentas mientras vamos en este bus— te quedaste hasta el año 67, cuando los Santos, esos de los que hablas tanto por toda la redacción de El País, te llevaron para el periódico El Tiempo. Ya habías tocado a las puertas de este diario una década atrás y no duraste más de un año. Pero lo del 67 iba en serio. Armaste tus maletas, te embarcaste con doña Rita, con Eleonora, Raúl y Liliana, tus hijos, y llegaste a una casa bellísima del barrio La Candelaria. Allá te quedaste hasta 1981, cuando te abrazó una depresión tremenda por la muerte de tu madre, Amelia Saavedra. No aguantaste la lejanía. La tierra llamó.

Y adivina qué: allá, en Bogotá, también dejaste gente que te recuerda con fervor. Allá está aún Luis Noé Ochoa —en esa época, un joven mensajero y repartidor de café de escasos 19 años— que a través del teléfono intenta reconstruir tu paso por ese diario.

Convertido hoy en coordinador de las páginas editoriales de El Tiempo y en autor de la columna sabatina ‘El Arca de Noé’, don Luis me dice que eras un tipo siempre bien trajeado y tímido, muy tímido, un rasgo esencial de tu carácter que no te ha desamparado nunca. Madrugador, además. Solías llegar antes de las 8 de la mañana a tu oficina del sexto piso, junto a la Dirección, en un edificio sobre la Avenida Jiménez, a devorar cuanto periódico encontrabas a tu paso.

Tal vez lo hacías porque no la tenías tan fácil: debías batirte en un duelo de trazos permanente con ‘Pepón’, con ‘Chapeto’, con ‘Merino’ y hasta con el español Antonio Mingote, todos ellos caricaturistas de El Tiempo en una misma época.

No fue fácil, sí. Pero durante los 14 años que permaneciste en esa oficina del sexto piso acabaste de construir tu firma de gran caricaturista. Los embajadores te hacían invitados frecuentes de sus cocteles. Los escritores —te acuerdas conmigo de Eduardo Carranza y Manuel Zapata Olivella— pasaban a tu puesto para saludarte. Los políticos preguntaban quién era el dichoso Luisé que tanto los tallaba en las páginas de El Tiempo.

Eso nunca te inflamó la vanidad. Te la has pasado viviendo la vida sin estridencias, con una discreción exquisita. Estás allí, alumbrado por el reconocimiento porque te llamas Luisé, pero no cambias por nada del mundo caminar por las calles como el Luis Eduardo López que eres, asumiendo la felicidad de ser un desconocido para muchos de los que te ven pasar sin el lápiz en la mano.

Luis Noé también puede dar fe de tus dificultades para hacer entender con palabras tus ideas frente a Hernando Santos y Rodrigo García-Peña, director y subdirector del periódico capitalino. Intuías entonces lo que debías hacer, lo que te salía mejor: expresarte con el lápiz. “Y, claro, cuando el hombre dibujaba era más efectivo que un discurso de media hora. En eso era un verdadero maestro, a todos nos sorprendía que para dibujar a Álvaro Gómez Hurtado o Alfonso López no necesitaba apoyarse en fotografías. Se sabía los trazos de estos personajes de memoria”, dice el columnista.

De eso, de esa pasmosa habilidad tuya para captar al vuelo la fisionomía de las personas, ya me habían hablado varios colegas tuyos. Mheo dice que cuando te ve tomar el lápiz sobre la mesa de dibujo advierte enseguida la escuela clásica del dibujo. “Más que un retratista, Luisé es un maestro del dibujo, un hombre que logra con una facilidad asombrosa llevar al papel los gestos de sus personajes”. Vladdo está de acuerdo y confiesa envidiarte ese parecido fantástico que logras para tus personajes de papel. “Nadie le gana a Luisé como fisionomista. Lo mejor es que a su edad no ha perdido esa lucidez con el lápiz, por el contrario la reivindica a diario”.
Cerquita de tu Palmira, en Tuluá, Jorge Restrepo, caricaturista de El Tabloide, tampoco se ahorra los elogios. Junto a él has estado en Cartoon Rendon, una cita anual que tienen los mejores caricaturistas de Colombia en Rionegro, Antioquia. “Hay que verlo en el parque de ese municipio, sentado en una mesa dispuesto a dibujar a todo el que le pida un retrato. Mira a la persona y en segundos le arranca trazos y gestos precisos”.

Incluso el propio Osuna, a quien le llevas unos cuantos años y que, a igual que tú se resiste a abandonar el oficio, deja escapar unas ideas sueltas sobre los recuerdos que guarda de ti. Visitador permanente de las páginas de opinión de El Espectador, el caricaturista bogotano cree que, al igual que él, haces parte de una escuela clásica de la caricatura preocupada más por el humor y la sátira. “No hay duda de que al pensar en la historia de la caricatura en Colombia, el amigo Luisé tiene un espacio de honor”.

Eleonora López, la menor de tus hijas —esa mujer bonita de la que te despediste esta mañana antes de salir de tu casa para partir conmigo rumbo a Cali— asegura que cuenta con pocos argumentos técnicos para defender la calidad de tu trazo. Ese no su fuerte. Si le preguntan las razones de tu éxito ella acude a la disciplina de soldado que nunca has abandonado y te obliga salir de la cama, todos los días, a las cinco de la mañana; a tu carácter radical; a ese modo de ser tuyo tan estricto, que lleva incluso a que las camisas en tu clóset deban permanecer siempre organizadas por colores y sin ninguna arruga. El desorden, asegura ella, es una de las cosas que te sacan de casillas.

Debe ser esa misma disciplina la que te impide, a tus 83 años recién cumplidos, abandonar tu mesa de trabajo en El País. Ingrid Calvo, secretaria de la redacción, te ve desfilar frente a su puesto sobre las diez de la mañana. La saludas de cualquier modo y esperas a que ella extienda hacia tus manos los ejemplares del Q’hubo, el Occidente y El Caleño. A veces la sorprendes enseñándole su figura en las páginas de Opinión de El País.

No cambias, Luisé. Eso hacías desde tus primeros años en este diario. “Cuando recién llegó se paraba en una salita que había a la entrada de la Redacción para tomar nota de los rostros y figuras que le llamaban la atención. Rostros que después terminaban en sus dibujos con los gestos y defectos exagerados”, recuerda Gustavo Ospina.

No cambias, Luisé. Eso pienso mientras te veo caminar desde la terminal de Transportes, rumbo a El País, tan discreto, tan tímido. Como si nunca te hubieras bajado de ese asiento de bus donde te vi hace un rato. Como un hombre que viaja por la vida con la felicidad de ser el más ilustre desconocido.

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