La generación del miedo


Juan Gabriel Vásquez retrata en su celebrada novela ‘El ruido de las cosas al caer’ a una generación de colombianos que, ante cada atentado o mártir caído por el narcotráfico, “hizo de la indignación una suerte de idiosincrasia nacional”. Conversación emocional.






Por Lucy Lorena Libreros

Ha sido como volver a la casa que un día abandonó para cerrar una puerta que había dejado abierta. Eso se le escucha a él, a Juan Gabriel Vásquez, retirándose de los labios una taza minúscula de café amargo, sentado a placer en el lobby de un hotel al norte de Bogotá. Su ciudad. O mejor, su casa, esa que de la que habla la metáfora: de ella se marchó, demasiado lejos, a Barcelona, hasta que un día lo acosó la obsesión de obligarse a recorrerla nuevamente para quedar a salvo de los tormentos de la memoria. Y si esa ciudad se llama casa, el resultado de ese viaje interior que emprendió Vásquez tiene 200 páginas y un título de evidente aliento lírico, ‘El ruido de las cosas al caer’. Y si esa ciudad sobrevivió a su pasado de violencia y narcotráfico, ese libro sobrevivió a la crítica y se quedó este año con el premio Alfaguara de novela, uno de los más exquisitos de las letras hispanas.

De eso se trata todo esto. De hablar de una novela celebrada y de una historia, la de Ricardo Laverde y Antonio Yammara, que desde la ficción nos entregan el retrato de una generación, la de su propio autor, que creció paralela al narcotráfico. Terror, violencia, mafia. Sangre fatigando los titulares de las primeras páginas de los periódicos. Señor lector, ayer mataron a Álvaro Gómez Hurtado; hoy siguió Rodrigo Lara Bonilla. Y hay más: ocho tiros terminaron en el pecho de Guillermo Cano, a escasas cuadras de El Espectador; el candidato liberal Luis Carlos Galán cae sobre una tarima en Soacha; un Boeing estalla entre las nubes...

Y entonces el ruido de todos esos hechos de sangre el es ruido mismo de las cosas al caer...
De alguna forma, sí. Yo tenía la idea de una novela que venía acosándome desde hacía años, llevaba en salmuera mucho tiempo, pero sólo cuando vi la imagen de los hipopótamos que terminaron muertos tras escapar de la Hacienda Nápoles, con todo lo metafórico que eso implica, supe interpretar esa obsesión que llevaba por dentro: lo que yo quería era explorar qué había significado para mi generación ser contemporáneo del negocio del narcotráfico. Porque quienes nacimos en los 70 somos contemporáneos de esos primeros aviones que salieron llevando marihuana. De la primera vez que Nixon dijo: “Guerra contra las drogas”; de la creación de la DEA. Somos contemporáneos de esos difíciles años 80, en Bogotá, en los que el narcotráfico medía fuerzas con el Estado y las noticias nos hablaban de muertos y atentados.

¿Es, como dicen ustedes los escritores, su novela más personal?
Sí, claro que sí. Habla de mi generación y de ese mundo que yo viví en los años 80. Fue la comprobación de una sospecha que los escritores vamos reafirmando sólo con la maduración: uno no elige los temas de sus historias, los temas lo eligen a uno.

Con eso vengo a entender por qué dijo, hace un par de años, que los escritores tienen la obligación de contar lo que otros prefieren olvidar...
Creo que la mejor novela, o la que a mi me interesa, siempre ha estado pendiente de su papel como guardián de la memoria; el novelista para mí es la persona que recuerda lo que otros quieren olvidar, que abre los ojos donde los otros quieren cerrarlos. Claro, eso tiene un costo. A mí me han hecho muchos reproches por no hablar bien de Colombia en el extranjero, especialmente porque vivo en Barcelona desde hace más de diez años. Yo apenas les digo: esa es tarea de los embajadores, no de los novelistas.

Vargas Llosa lo dijo mejor: “el novelista siempre es una especie de aguafiestas”...
Sí, una cosa es que seas promotor de turismo y otra que seas novelista. Los novelistas, en mi manera de sentir, deben ser incómodos y están llamados a decir las cosas que nadie más quiere decir, no tienen de otra más que meter el dedo en la llaga. Por eso me gusta esa frase que citas de Vargas Llosa. Siempre será necesario levantar la mano para decir: no, las cosas no están tan bien como ustedes creen o como pretenden hacérnoslas creer. Los novelistas somos como notarios de las emociones.

Un par de años atrás, en otra entrevista, lo escuché presumiendo ese aparente ‘matrimonio’ que hay entre novela y memoria. En ‘El ruido de las cosas al caer’ aquello ya es una certeza...
Tal vez porque recordar es un acto con contenido moral. No es pasivo. Hay muchas cosas que no conoceríamos de nuestro pasado de no ser por la novela, que es un acto de la memoria. En mi caso no sentí directamente los estragos del narcotráfico, pero me perturbaron. Por eso mi personaje narra el drama de esta generación frente al narcotráfico con cierta distancia y de alguna forma así lo vivimos muchos colombianos: viendo pasar todo el horror y la sangre frente a nuestros ojos sin poder hacer nada. No éramos ni narcos, ni policías, ni víctimas, pero a todos nos cubrió esa paranoia, ese miedo. Todos aprendimos en esos años a ver la indignación como una suerte de idiosincrasia nacional.

Desde sus novelas ‘Los informantes’ e ‘Historia secreta de Costaguana’ usted viene dándole forma a la idea de que la historia, más que referente, es insumo básico de los novelistas. ¿No es posible escribir de espaldas a la historia?
Es que las novelas deben hacer lo que hacen mejor como género: echar luz sobre los momentos oscuros de nuestra experiencia colectiva. Hay grandísimas novelas que giran todas alrededor de la intimidad, de la vida más privada de un personaje, pero a mí me gusta la novela más como instrumento para indagar sobre nuestra experiencia colectiva. Es interesantísimo ese momento es que esa experiencia colectiva se cruza con nuestra vida privada y choca. Otra explicación con la que podría defender ese vínculo de novela e historia es que estoy seguro de que los novelistas escribimos para saber y porque no sabemos de un tema particular. Ignorar es el primer impulso para escribir una novela. Por eso, yo defino la escritura como una búsqueda.

¿Cómo lograr con acierto escribir sobre Colombia y esas realidades tan duras (en ‘Los informantes’ fue el paso del nazis por el país) de manera satelital, estando a un océano de distancia?
Quizás esa doble militancia, la de columnista y la de novelista, me obliga a estar en contacto permanente con Colombia. Todo el tiempo estoy leyendo medios colombianos, cinco o seis diarios. La verdad es que para mí fue un descubrimiento escribir sobre mi país. Yo tengo dos novelas, ‘Persona’ y ‘Alina suplicante’, escritas en el 97 y el 99, que quisiera eliminar de mi biografía. Después de eso, en 2001, vino un libro de cuentos. Ninguno de esos tres habla de Colombia y lo hice de forma consciente, yo sentía que estando lejos de mi país había perdido autoridad moral para escribir sobre él y su historia, en parte porque no la entendía mucho. Pero en el 2002 tuve una especie de ‘conversión religiosa’ y me di cuenta de que, por el contrario, no entender era una excelente razón para tener a Colombia en mi prosa.

¿Y qué tuvo que pasar para que se diera esa revelación?
No estoy muy seguro, pero creería que falta de madurez. En literatura una parte muy importante no es qué cuentas sino cómo lo cuentas. El día que dije “debo escribir sobre Colombia” también me pregunté “bueno, ¿y eso cómo se hace?”. Entonces llegó Philip Roth a salvarme. Este escritor logró una serie de novelas publicadas en los años 80 en las que hizo con la historia de Estados Unidos lo que yo llevaba tanto tiempo buscando. Parecido a lo que le sucedió a García Márquez cuando se topó en las narices con Faulkner y esa manera tan suya de evocar con historias el sur de Estados Unidos. En ese momento comprendí qué tipo de escritor quería hacer: mis libros debían funcionar como investigaciones y cómo intérpretes de la historia. Entendí que no quería historias contadas por un narrador imparcial, omnisciente. Descubrir eso fue muy útil: escribir una novela es un proceso de indagación, de hacer preguntas.

Vargas Llosa, en el epígrafe de ‘Conversación en la catedral’, vuelve y lo dice mejor que usted: “La novela es la historia privada de las naciones”.
Lo que no nos dice el Nobel es que el gran problema de los novelistas es que nos empeñamos en que esa historia se vuelva pública.



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