Bebo Valdés, el piano del exilio

Parece sacado de una prodigiosa imaginación, pero es verdad: a pesar de que el genial Bebo Valdés fue el hombre que se encargó de llevar el nombre de Cuba por el mundo con su piano, la isla nunca le dio un lugar justo en su memoria musical. Notas afinadas de una ingratitud de la que poco se habla.



Por Lucy Lorena Libreros


Sucedió en marzo de 2004, una mañana de viernes: Chucho Valdés y Diego El Cigala llegaron hasta Quivicán, un pueblo guajiro de 25 mil habitantes ubicado a pocos minutos de La Habana. Nadie esperaba un concierto; todos, viejos en su mayoría, aguardaban por Chucho y el cantaor flamenco con otro propósito: hacerle llegar hasta Suecia, a través de ellos, un puñado de tierra y de caña cubana a uno de sus hijos más ilustres. Al Bebo. Al ‘Caballón’. Al genial Bebo Valdés.

Es que Dionisio Ramón Emilio Valdés Amaro, como se llamaba en realidad, se fue de Cuba y nunca quiso regresar. El músico se lo advirtió a doña Inés, su mamá, la mujer que tuvo el pálpito providencial de que ese niñito suyo sería pianista. Lo presintió cada vez que lo veía jugar con unas piedritas que el chico y su imaginación se encargaban de convertir en un piano de cola.

Era 1960. Hacía menos de un año, Fidel y su Revolución habían triunfado. Nada volvería a ser igual. El Bebo contó que un día llegó a su casa y un tipo le impidió la entrada. “¿Qué tú haces aquí?”, preguntó el pianista. “Esta casa ya no es tuya. Todo esto y toda Cuba es de la Revolución”.

El Bebo intuyó la mala hora de la isla y se marchó rumbo a México. Logró salir bajo la excusa de un contrato de trabajo junto a Rolando Laserie. “Cuando él y yo nos bajamos del avión, besamos la tierra y juramos que nunca íbamos a pisar de nuevo nuestra isla, mientras existiera ese sistema”. Bebo le hizo caso a mamá Inés y en México se puso a salvo del tormento de ver su país sometido a una dictadura.

Cuba cobró caro. Rechazó políticamente a los que se fueron y no quisieron abrazar la causa del hombre del uniforme verde oliva. De las cátedras de música de las escuelas y de los libros y emisoras fue borrado el nombre de Bebo. Las generaciones que siguieron, allá en esa isla donde los músicos brotan silvestres, crecieron sin escuchar la historia del hombre que en los años 40, y durante más de una década, alegró con su piano las noches del cabaret Tropicana, donde escaló hasta ser director musical, al lado de leyendas como Cachao, Benny Moré, Ernesto Lecuona y Mario Bauza.

Bebiendo con tozudez y buena entraña de la tradición cubana, el hijo de Quivicán ya era un músico profesional de respeto en los años 30, época en la que actuó junto al padre de Paquito D’Rivera en clubes como Rívoli. Luego fundaría su propia orquesta, Happy Happy de Ulasia, y pasearía su ‘feeling’ por España y Estados Unidos.

Que el Bebo fue un grande antes de partir de Cuba quedó solo en el recuerdo de los viejos memoriosos. Nadie les enseñó a los chicos de las escuelas que el hijo de doña Inés hizo parte de la conocida orquesta de Julio Cueva, para quien compuso un clásico del mambo: ‘La rareza del siglo’. O que el negro Bebo fue el primero en grabar una descarga de jazz cubano, que se hizo célebre en Nueva York y fue la semilla de una de las orquestas más deliciosas del Caribe, ‘Sabor de Cuba’.

Nadie se interesó por contarles a esos chicos que el Bebo se las ingenió para hacer del tambor batá un ritmo propio, la batanga. Y, mejor que eso, que fue la avanzada de lo que luego todos conocimos como jazz latino.

Cuba, con los años, prefirió rendirse ante el talento de Chucho, hijo de Bebo, otro extraordinario pianista promotor de los sonidos afrocubanos, que por el contrario nunca quiso irse de una isla que se dedicó con esmero a reducir a Bebo Valdés a la figura del ‘padre de’. ¿Acaso quién compuso ‘Mississippi mambo’, ‘Cha cha No. 1’ y ‘La bella cubana’? Generaciones de cubanos crecieron sin saberlo.


Bebo no tuvo más remedio que aprender a dopar el sentimiento de la nostalgia y muchos de los músicos que le siguieron hallaron caminos para conocer su legado. Ahí está Pepe Rivera, quien tras la muerte de Valdés, el 22 de marzo de 2013, le hizo al mundo una revelación que parecía sacada de una prodigiosa fabulación: “Hasta que no me fui de Cuba, yo mismo no supe nada de Bebo, salvo que Chucho tenía un padre que tocaba el piano. Duele reconocerlo, pero es verdad: pese a que fue el hombre que se encargó de llevar el nombre de Cuba por el mundo, Cuba nunca le dio el lugar que se merecía”.

No importó. Bebo Valdés, de 45 años, se las ingenió para hallar un piano donde hacer su música. Después de México, se exilió en Málaga, España, y poco tiempo más tarde terminó en Suecia, donde empezó una vida renovada, pero marcada por un largo silencio artístico. Se enamoró de Rose-Marie Pehrson, de entonces 19 años, con quien se casó y tuvo tres hijos.

Suecia, pues, recibía sin saberlo a un genio, a un hombre cuyo mérito consistía en poner su talento desmesurado al servicio de las noches de un piano de hotel. Bebo no caminaba por las calles exhibiendo su maestría en la solapa de sus trajes de invierno. La suya era sabiduría sin vanidad. Durante más de treinta años, el hombre que había parido un ritmo propio y fundado más de tres orquestas, vivió en Estocolmo sin necesidad de gozar la lujuria de la fama. Fue uno de esos miles de inmigrantes que se acostumbraron a esa orfandad de ser un desconocido de tiempo completo.

En ese estado andaba el mundo cuando, con 76 años ya, escuchó al otro lado de la línea, desde Alemania, la voz de Paquito D’Rivera, otro cubano genial vetado en su país. Ambos parieron en 1994 un álbum que puso de nuevo las cosas en su lugar, ‘Bebo rides again’, colección de clásicos cubanos y originales de Valdés, compuestos especialmente para la ocasión.

El que sonaba allí era un Valdés igual de lúcido. A una edad en la que ya todo parece estar consumado, el Bebo se nos revela en este álbum con una vasta sabiduría musical que amenazaba con romper las costuras de su piano. Cada canción de Bebo es una forma de dicha. Llegas a creer que incluso Dios se pone su mejor camisa solo para escucharlo.



Lo que siguió después, en 2002, fue ‘Lágrimas negras’, ese álbum célebre que Bebo grabara junto a Diego El Cigala y que le dio el primero de sus cinco premios Grammy. ¿Flamenco con jazz latino? preguntaron los incrédulos. La respuesta se puede contar en un millón de copias vendidas por el mundo. Bebo en su piano y el duende con su voz desgarrada cantando ‘Vete de mí’, ‘Veinte años’ y, claro, ese estribillo hermoso que nos regaló para siempre el Trío Matamoros: “Tu me quieres dejar yo no quiero sufrir, contigo me voy mi santa aunque me cueste morir”.

El director de cine español Fernando Trueba también se sumó al ‘complot’. El ‘Caballón’ fue una de las figuras del documental ‘Calle 54’, que reunió a los grandes del jazz latino. Después lo hizo protagonista de ‘El milagro de Candeal’, que nos narra la búsqueda de Bebo en Brasil de sus raíces africanas. Esa amistad se selló para siempre con ‘Chico y Rita’, bellísima historia animada, cuyo personaje principal está inspirado en el hijo de Quivicán y cuya banda sonora es su propia música.

Ese viernes 22 de marzo de 2013 todo adquiría sentido: Bebo murió en el único momento de su vida en que debía hacerlo. A los 94 años, después de tomarse su tiempo para vivir en el anonimato y luego, con casi 80 años a cuestas, cobrar revancha y brillar de nuevo.

Murió con Alzhaimer, pero la memoria nunca le hizo trampa para hacerle olvidar su promesa de no regresar a Cuba. Murió antes que Fidel. Y creería uno que jamás se sintió acosado por emprender uno de esos viajecitos que se hacen para engañar la nostalgia. Cada quien seca sus lágrimas como puede: Bebo Valdés lo hizo con un piano, con jazz. Lo hizo con música.

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