El municipio de Ginebra
se ha hecho célebre gracias al Festival de Música Andina Colombiana
Mono Núñez. Lo que pocos saben
es que detrás de los escenarios, este pueblo lucha por preservar el
bello y paciente arte de la lutería. Acordes de una tradición.
Por
Lucy Lorena Libreros
Foto: Bernardo Peña
Lo
primero que se apura a decir don Arbey Bastidas, mientras pasa una y
otra vez una lija sobre una guitarra en ciernes, es que ya ha perdido
la cuenta de cuántos instrumentos de cuerda ha fabricado en su vida.
Han de ser muchísimos, en todo caso. ¿Vale la pena decir miles? No
lo cuentan sus palabras; esta tarde las que hablan son sus manos: son
callosas, de dedos cuarteados y de uñas poco pulidas. Uno imagina
que don Arbey se asoma a esas manos y se siente feliz y justificado;
están así porque sencillamente gracias a ellas sobrevive un oficio
bello, paciente y antiguo: la lutería.
A
esto, a fabricar instrumentos, se ha dedicado don Arbey en los
últimos 45 años. No sabe hacer otra cosa. Lo dice, pule de nuevo la futura guitarra, y enseguida se le escucha una enumeración orgullosa: ha
construido charangos, tiples, bandolas, cuatros y violines; ha
reparado violas y también se le ha medido a hacer sonar arpas
llaneras, mandolinas y hasta guitarrones y vihuelas mexicanas, el
alma de las canciones de los mariachis.
El
oficio lo aprendió de su padre, don Lizardo, un artesano nariñense.
Y éste, a su vez, del abuelo de Arbey, Hipólito, un ecuatoriano que
hace casi un siglo se dio a la tarea de beber con tozudez y buena
entraña de la soberbia tradición que ese país tiene en la
construcción de los instrumentos propios de la música andina.
De
ambos, pues, aprendió don Arbey. También Hernán, Tobías y
Orlando, sus hermanos. Todos nacieron en Sevilla, al norte del Valle,
a donde llegó Lázaro, ocho décadas atrás, en busca de días
mejores.
Allá
los Bastidas tienen fama merecida. Y allá vive además Giovanny, su
hijo, otro Bastidas consagrado en el arte de convertir maderas nobles
en guitarras. Representa la cuarta generación de una familia de
sabios artesanos. Don Arbey piensa en eso y aventura una corta
profecía: “Yo creo que ya le pasó lo mismo que a mí: desde que
hizo su primer instrumento, intuyó que era a eso a lo que se quería
dedicar en la vida”.
Los
recuerdos van saliendo en un cuarto amplio y ordenado con un olor
profundo a madera. Está en el segundo piso de la casona donde tiene
su sede la Fundación Canto por la Vida, que en realidad es una
escuela creada en Ginebra, en pleno centro del Departamento, para la
formación de nuevas generaciones de músicos que ayuden a mantener a
salvo la tradición del Festival de Música Andina Colombiana Mono
Núñez, que este año completa su versión número 39.
Ese
cuarto en el que hablan don Arbey y sus manos es donde funciona el
taller de lutería de la escuela, ubicada a pocos pasos de la galería
del pueblo. Y de este taller, cada tres meses, salen —dispuestos a
hacer sonar alegres bambucos, torbellinos y pasillos— unos 120
instrumentos de cuerda, entre guitarras, bandolas, tiples, requintos
y guitarrillos.
Todos,
en corto tiempo, terminan sonando en escuelas de música y festivales
de toda Colombia. Pronto comprendes entonces que Ginebra —este
pueblo del Valle que se ha hecho célebre por los sabores ancestrales
de su buena mesa— cultiva de alguna forma un sentido generoso de la
música: aquí no solo se rasgan las cuerdas de las guitarras y las
bandolas, instrumento insigne del municipio, durante los cinco días
del Mono Núñez. Aquí, o mejor, desde aquí, Ginebra se las ingenia
para que los instrumentos de cuerda que confecciona suenen dichosos
en todo el país.
Algunos
viajan más lejos: los ‘made in’ Ginebra ya tienen fama en
España, Francia, Argentina y Estados Unidos. Los aplausos, casi
siempre, se los lleva el guitarrillo, una pequeña guitarra de solo
cuatro cuerdas, diseñada en la propia escuela, desde que fuera
creada, con el fin de hacer más fácil la enseñanza de la música
de cuerda en niños menores de 10 años.
“Son
guitarras de menor tamaño pensadas para unas manitos de cinco años”,
explica Rodrigo Duque, también lutier y también maestro de ‘Canto
por la vida’.
Justo
ahora se ven por todo el taller en plena construcción unos 30.
Chicos entre los 7 y los 13 años, que buscan distraer las horas
muertas después del colegio, asisten dos veces cada semana para
fabricarlos.
Así,
poco a poco descubren cómo diferentes tipos de madera cruda, con
ayuda de martillos, cepillos, lijas y selladores, van tomando forma
hasta convertirse en cada una de las piezas de ese guitarrillo que
luego ellos interpretarán: la tapa frontal, los aros, el diapasón y
la tapa posterior.
Descubren
—lo dice Rodrigo con énfasis— los grandes secretos del oficio:
la importancia, por ejemplo, de que la madera esté bien seca (sea de
manera natural o a través de hornos especiales) antes de ser
manipulada. “Se les enseña que una madera que aún esté húmeda
al momento de construir el instrumento puede echar a perder meses de
trabajo”.
Aprenden
que pintar no solo es enlucir un instrumento. Arbey y Rodrigo dan
lecciones de porqué la pintura es tan importante para lograr un
sonido afinado como escoger un buen trozo de maderas como el pino
canadiense, el ébano, el palosanto, el cedro o el pino abeto.
Comprenden además la delicadeza con la que deben hacer su labor. Las
manos torpes no tienen cabida en este oficio.
Aprenden
también, y esto es quizá lo más significativo, que la lutería es
el arte de la paciencia: “Construir un instrumento toma tiempo,
meses. Y es una labor absolutamente artesanal. Cada pieza tiene su
propia técnica de fabricación, una cantidad determinada de días
para que quede en su punto. En otras regiones de Colombia, como
Bucaramanga, el proceso se ha industrializado; se llegan a producir
hasta 1.500 instrumentos en un mismo día, pero de ese afán no queda
sino un sonido de baja calidad y, tristemente para quien la compra,
un instrumento con fecha de vencimiento”, asegura Rodrigo.
Con
la felicidad de saberse también hijo de un lutier, el hombre cuenta
que comenzó en este oficio casi por azar: fue la manera que halló
para rendirle homenaje a su padre, Daniel Duque, conocido músico de
El Cerrito, pueblo distante a ocho minutos de Ginebra.
“Debo
confesar que cuando era niño me interesé muy poco por el trabajo
que él hacía en su taller. De pronto alguna tarde me sentaba a
verlo trabajar, pero nada más. Yo me había dedicado por años a ser
productor de televisión, pero cuando se acercaba su muerte pensé
que no podía ser posible que con él muriera una tradición de
tantas décadas”.
Aquello
fue hace nueve años. Ahora estamos en 2013 y esta tarde de jueves
decenas de niños y jóvenes caminan en la escuela de un lado a otro.
Varios de ellos, me explicarán luego, afinan los detalles de las
presentaciones que ofrecerán durante los días del ‘Mono’, como
se refieren cariñosamente al Festival.
La
escuela Canto por la Vida cuenta hoy con 80 estudiantes, entre los 7
y los 13 años. Y en casi veinte años de actividades, unos 4 mil
chicos se han formado en el oficio de la lutería.
Casi
todos los que interpretan instrumentos portan el guitarrillo que ha
sido fabricado y pintado por ellos mismos. La escuela no solo diseñó
este particular objeto musical, sino la cartilla pedagógica en la
que se apoyan maestros de toda Colombia para su enseñanza en otras
escuelas. Ellos, al adquirirlo, reciben también un cd con 12
canciones interpretadas con las cuatro cuerdas del guitarrillo, y no
con las seis que habitualmente tiene una guitarra.
El
guitarrillo, pues, es el alma de este lugar. Lo que hace sentir
orgullosos a todos. No solo por los logros evidentes que consiguen en
esos pequeños ginebrinos que se acercan deseosos de aprender música,
sino porque gracias a él Canto por la Vida se convirtió en una
escuela modelo para todo el país, como la distinguió un lustro
atrás el Ministerio de Cultura.
Sobran
las razones: en una época donde las pasatiempos infantiles son tan
artificiosos, en una generación que pareciera condenada a depender
de sus apéndices electrónicos, Rodrigo y Arbey han logrado, de
manera casi terca y romántica, que miles de muchachos de Ginebra se
interesen por un arte artesanal.
El
profe Rodrigo respira aliviado. “Cuando estás en el proceso de
enseñarle música a un niño, como maestro tienes más ventajas
cuando ese niño aprende también cómo se fabrica el instrumento que
va a interpretar. Él va creando una relación distinta con su
instrumento; si se quiere, más sentido de pertenencia”.
Con
esa esperanza fue que Canto por la Vida abrió sus puertas hace 17
años. Y los niños fueron llegando sin mayores dificultades, como
si el talento siempre hubiera andado suelto por ahí, a la caza de
chicos dispuestos a convertirse en pequeños maestros de la lutería.
En Ginebra, todos los saben, la música ha estado siempre al servicio
de la vida cotidiana.
A
pesar de su conocido festival, no se trata de un municipio con larga
tradición en lutería, como sí la han tenido Palmira, Buga o Cali,
donde familias como la Norato ya son tradición en este oficio.
Pero
Ginebra buscó caminos para expropiarle esta tradición al olvido. Lo
hizo a través de una escuela. Y con ella, a través de niños y
jóvenes que, justo por estos días, se encargan de que el pueblo se
reduzca al bello rumor de los tiples y las bandolas.
Hoy,
en Ginebra, los saberes de la construcción de instrumentos están a
la mano, con solo cruzar la puerta de la escuela. En otros tiempos,
según cuenta el profe Rodrigo, los ‘sabios’ de la lutería eran
tan celosos de su oficio que se resistían a desvelar sus técnicas y
métodos.
Que
lo diga el maestro Lucho Vergara, reconocido cantautor, músico y
lutier caleño, que hace unos pocos meses trasladó su taller de la
capital del Valle hasta una casa amable en las afueras de Ginebra.
Fue
su manera, quizás, de saldar la ‘deuda’ que tenía desde hacía
años con este pueblo gozón. Ese que no solo ha conocido como pocos
las formas más acabadas de su arte en la lutería, sino que también
ha escuchado su voz dulce interpretando bambucos y pasillos con
célebres duetos como ‘Lucho y Nilhem’, que llegó a ser
declarado fuera de concurso, y ‘Vivir cantando’, que también se
alzó con varios premios en el Mono Núñez.
Hoy,
el maestro Lucho Vergara es considerado uno de los mejores
intérpretes de tiple del país. Y súmele a ese mérito ser uno de
los mejores compositores de folclore andino colombiano. De su autoría
son conocidos temas como ‘Ojos de yo no se qué’, ‘Cuando
callábamos’, ‘Oremos’ y ‘Vivir cantando’, esta última la
canción que más veces ha sido interpretada en el Mono Núñez.
Con
35 años a cuestas en su profesión de lutier, el maestro Lucho
cuenta que terminó ganándose la vida en la construcción de
instrumentos gracias a su terquedad.
En
su juventud buscó varias veces a Carlos Norato, uno de los grandes
lutieres de Colombia. “Cada vez que me lo encontraba aprovechaba
para decirle que me enseñara a hacer guitarras. Yo tenía
facilidad para lo manual, le decía, le prometo que aprendo rápido”.
Pero
el entusiasmo del joven Lucho tropezaba siempre con una respuesta
seca: “Le enseño un día de estos”.
El
asunto estuvo así hasta cuando, por casualidad, terminó de amigo de
un hijo de Jorge Noguera, discípulo de Norato, y aún hoy uno de los
grandes lutieres que viven en Cali. Noguera tuvo la paciencia que a
Norato le faltó y es a él, de alguna forma, a quien le debemos
parte de la sabiduría que se asoma a borbotones por las manos de
Lucho Vergara cuando se sienta en su taller a convertir la madera
simples en guitarras y tiples inolvidables.
“Las
cosas no han cambiado mucho desde cuando me animé a construir
instrumentos, en mi juventud. Hoy en día, si uno se fija, quienes se
dedican a la lutería son jóvenes que un día, como yo, se
interesaron por conocer los secretos de este arte. Así que creo que
habrá lutieres para rato”, reflexiona el maestro Lucho.
La
fe la comparten Rodrigo y don Arbey, quien no cesa de lijar su
guitarra en el taller. Lo hace con esmero, la levanta en el aire y
con sus ojos de lince encuentra nuevos detalles de la madera que es
necesario pulir. En esa labor puede pasar días. Ya lo explicó: la
lutería es el arte de la paciencia. Y cuando usted mira lo que son
capaces de hacer las manos callosas de don Arbey, se da cuenta que
tanta paciencia ha valido la pena.
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